jueves, noviembre 12, 2009

La chica grande

Si no la hubiese llevado a casa no se habría armado este lío. Si el viejo no la hubiera tratado mal, tampoco. Si mi novia no me llevase diez y seis años nadie se opondría a lo nuestro. Si mis viejos la miraran con buenos ojos se darían cuenta que es un excelente ser humano. Si me preguntaran le contaría lo buena pareja que hacemos. Si me dejaran de joder estaría todo fenómeno. Si el nene siguiera enojado con nosotros podría mudarse al pueblo de ella. Si el nene se fuera a vivir lejos de casa yo no lo soportaría. Ojalá el padre aprendiese a callarse la boca así todo volvería a estar en su lugar como antes. Si el nene no hubiera seguido su ejemplo de Don Juan no se habría metido con ella. Si en esta casa hubiesen respetado al padre como se debe no pasaría nada de lo que está pasando. Si tan solo mi mujer no me desautorizara delante de mi hijo el mocoso me respetaría. Si la mina esa no estuviese detrás de mi guita no le daría bola al pibe. Si la madre no le hubiera dado todos los gustos desde chico el pibe no tendría estos caprichos. Si el pendejo tuviese muchas minas no andaría con esta calentura. Si esta mina no tuviera toda la experiencia que tiene no habría embaucado tan facilmente al mocoso. Si mi marido no fuera tan autoritario el nene tendría mas personalidad y no se dejaría influenciar por esa mujer. Si el nene se fuese a vivir con ella yo no pararía de sufrir con la casa vacía. Si ella me pidiera las recetas de las comidas que le gustan al nene yo se las pasaría con ingredientes de menos. Si no fuera por las caras largas de los viejos yo la pasaría bomba. Lo único que yo quiero es disfrutar el rato con un chico joven.

jueves, octubre 15, 2009

Sobre la conquista de America: La Malinche

Los vimos descender de los barcos. Eran centauros con rostros pálidos y barbados. Un metal duro y plateado les acorazaba los torsos. Sus lanzas despedían fuego. Quemaron sus propias naves.

Eran los dioses de la Profecía. Venían a reclamar las tierras de Moctezuma. Hernán Cortéz guiaba las ambiciones de esos dioses.

A él le regalamos veinte esclavas, que distribuyó entre sus capitanes dioses. Se sorprendió al oír que una hablaba dos lenguas: la maya y la azteca. La llevó a su tienda. Mientras retozaban por las noches, le enseñó su lengua. Tuvieron un hijo al que llamaron Martín.

Malinche se enamoró de Cortéz, y ese amor le duró toda la vida. Los dos se volvieron inseparables. Ella acompañó a Cortéz en todas las campañas. Le indicó por donde tenía que subir a nuestra capital.

Malinche trajo a nuestras tierras el oficio de traductor. Qué hacía con un oficio como ese? Traducía a la lengua de su amo los mensajes que le mandábamos. Ella nos respondía por él en nuestro idioma. Malinche fue la boca de Hernan Cortéz. Su voz nos propuso los pactos que él no cumplió. Ella fue quien le contó cuales eran nuestras costumbres. Fue testigo tácita de como nos mataban. Fue fiel a su amor antes que a su raza. Traductor. Traidor.

http://cruzagramas.com.ar/2009/10/once-de-octubre-el-ultimo-dia-por.html

martes, octubre 13, 2009

Un "crimen de honor" conmociona a Suecia: Un iraní asesinó a su propia hija

ESTOCOLMO (ABC, de Madrid).- Suecia vuelve a vivir estos días conmocionada por un nuevo asesinato a sangre fría en nombre de Alá de una joven iraní que, desafiando la voluntad de su padre, decidió casarse con un hombre "impuro", es decir un joven que no era del gusto de aquél. Un nuevo "crimen de honor" como resultado de unas costumbres fanáticas.

EL CORAN 4:15 - Sura (capitulo) 4 Aleya (verso) 15
Llamad a cuatro testigos de vosotros contra aquéllas de vuestras mujeres que cometan deshonestidad. Si atestiguan, recluidlas en casa hasta que mueran o hasta que Alá les procure una salida. (Estos versos son literales de El Corán)

La joven pidió misericordia al cielo. El cielo respondió con un mortuorio silencio. El mismo silencio que en la penumbra del cuarto arrinconó a la madre. La madre, que sabía lo que iba a pasar, cubrió su vista con la palma de una mano. La sorpresa ahogó el grito de la adolescente. Lo último que registraron sus ojos incrédulos fue la mirada desorbitada del padre. El cuello de la niña fue rodeado por las manos que alguna vez la habían acariciado. El cuerpo no había terminado de temblar cuando el hombre gritó: Ala akbar (Dios es uno). El dolor arrancó un gemido de las entrañas que habían engendrado a la niña. El padre, aunque adoraba a su única hija, no la lloró. Si no le faltaron fuerzas en los brazos fue porque se sintió parte de la Jihad. “La Jihad es la Guerra Santa que debemos librar contra las tentaciones”. Con estas palabras, y sin resistirse, el hombre recibió a los policías suecos. No mostró arrepentimiento. Había sido desafiado por su propia sangre. Su única hija le negó una descendencia dentro de su propia fe. Ella se había enamorado de un sueco. Su deber era pasar de la tutela del padre a la de un marido que el padre le eligiera. El hombre partió en el asiento de atrás del patrullero, con un policía de cada lado. No se dio vuelta. Su mirada rígida revelaba la certeza de quien había cumplido con su deber: Había lavado la mancha a su honor con la sangre de su hija.

lunes, septiembre 28, 2009

Buenos Aires era una fiesta

El guarda del subte hace sonar el silbato, y el maquinista reanuda la marcha de la formación. El tren va más despacio; es sábado por la noche. Sobre la pared de azulejos del andén, un cartel indica que Riobamba está a la izquierda y Rodríguez Peña a la derecha. Las escaleras mecánicas ascienden a La Opera de Callao y Corrientes. En el bar el humo de los cigarrillos cubre a los mozos, a las parejas y a también a los que están solos y esperan.

Las luces de la Avenida Corrientes hacen brillar el amarillo sobre el negro de los taxis y los diversos colores de los colectivos. Todos marchan en procesión hacia el obelisco. Sobre las veredas, las revistas El Gráfico y los libros de Borges comparten la fachada de los kioscos. En la esquina de Montevideo y Corrientes, el bar La Paz se enfrenta con el Ramos. Un joven de anteojos redondos, con un diario La Opinión bajo el brazo, cruza la calle. Parece buscar otros habitués, como él.

Bajo las luces de neón de los cines Lorca, Lorraine y Losuar, los que están por entrar tratan de escuchar las críticas de los que salen comentando la película. La naranaja mecánica, Contacto en Francia y El discreto encanto de la Burguesía son los estrenos que anuncian las carteleras.

El aroma a pizza napolitana, fugazzeta y fainá invade la cuadra de Corrientes al 1300. Los Inmortales, Banchero y Güerrin se llenan de comentarios de cine. Quienes optan por las pastas encaran para el Pipo de Paraná o para el Pipo de Montevideo. Ambos tienen mesas con manteles de papel. Desde la puerta se huelen salsas de tomate o pesto sobre fideos “al dente”. Pasar por La Giralda es sentir el aroma del chocolate con churros, ideal para noches más frías. Pero es tan rico que vale la pena igual.

En la puerta del Teatro San Martín, una vieja hace una gran reverencia a cualquiera que pasa. Con elegancia ofrece un poema a cambio de una moneda. Sobre Montevideo, La Casa de Iván Grondona invita a ver y debatir Los Compañeros. La película es anunciada en un afiche con la foto de Marcelo Mastroiani. Debajo de donde dice que el director es Mario Monicelli, se aclara que la entrada es libre y gratuita.

Una panadería que nunca cierra ofrece facturas a quienes quieran desayunar caminado por la calle que nunca duerme. El tráfico avanza como un arroyo en cascada hacia el obelisco. Sobre Diagonal Norte, el cine Arte marca el límite. La Avenida 9 de Julio emerge como un ancho río, también muy transitado. Se ve al otro lado la City. Los bancos están cerrados. Los sábados por la noche la ambición descansa. No vale la pena cruzar. Mejor volver por la otra vereda. Los bocinazos de la madrugada ni se oyen desde las librerías. Quedan muchos libros para leer de parado.

sábado, julio 11, 2009

José de Portobello.

José dio vuelta las sillas y las colocó sobre las mesas. Después baldeó el piso de cerámica. Esa noche había venido mucha gente a cenar. El restaurante de pescados y mariscos avanzaba viento en popa. La madre de José tenía un don en las manos. Los gustos y aromas que lograba del pulpo, el bacalao y la empanada a la gallega corrían boca en boca por todo Madrid. La cocina española carecía de secretos para ella. Como todas las noches, se persignó y rezó un padre nuestro de agradecimiento después de apagar la cocina. El padre de José mojaba el bigote canoso con su labio inferior mientras contaba el dinero de la caja. Los ingresos aumentaban al ritmo de la fama del establecimiento.

José cerró la puerta del local donde un letrero invocaba “Atendido por sus propios dueños”. Sus padres, que nunca habían aprendido a manejar, lo esperaban en el auto. Durante el viaje el padre repitió su frase preferida: “Mi restaurante no cerró un solo día en cuarenta años”. Lo había inaugurado un año antes del nacimiento de José, único hijo del matrimonio.

No bien llegaron a la casa, José se cambió de ropas y salió a recorrer las discotecas de Madrid. Esa madrugada iria a Ananda y Moma; la anterior había visitado Kapital y Duom.

Una noche en el restaurante, cuando el padre de José contaba el efectivo de la caja, se dio cuenta que faltaba dinero. Se derrumbó en el piso. Los billetes cayeron sobre él, desparramándose sobre la cerámica. El infarto le provocó un dolor extremo. Un grito terminal cortó por la mitad el silencio del local. José y su madre dejaron sillas y cacerolas para llegar al minuto póstumo. “No-ven-das-el-res-tau-ran-te”, fue lo último que le dijo el padre a José. La madre se santiguó antes de llorar.

Cuatro meses después del funeral, José y su madre firmaban los boletos de venta del restaurante y una propiedad sobre la Gran Vía. El último de los muchos papeles que firmaron, uno amarillo, era el de una transferencia. Los ahorros de cuarenta años viajaban a Panamá por “cable”. José los seguiría en avión.

En el aeropuerto, la madre, vestida de negro de pies a cabeza, le hizo hacer mil promesas: Que se cuidaría, que se casaría y que pronto le daría un nieto. Desde los puestos de control de pasajeros, José, descalzo y con los zapatos en la mano, miró por última vez a su madre. Ella hizo la señal de la cruz en el aire. Era la manera en que imploraba protección para su hijo.

“Sanscrito”, la discoteca más grande de Portobello, estaba ubicada frente a las playas del Caribe. Hasta ahí habían llegado Cristóbal Colon, el Pirata Morgan y José en busca de fortuna.

Milagros, una mulata exuberante, gritó al oído de Jose que volvía al escenario. Él le dio un beso en la boca, antes que ella retornara a su trabajo. Había que gritar fuerte para que se oyera. La música “tecno” hacía vibrar hasta el cuerpo más rígido, como el del español.

La oficina de José estaba al fondo y arriba del local. Desde el escritorio se podía observar toda la discoteca a través de un enorme ventanal. El vidrio blindado y el material aislante de las paredes amortiguaba solo una parte de la música que hacia bailar a Milagros. José mojaba su labio superior con el interior del inferior. Abajo, cientos de personas levantaban los brazos aclamando a Milagros. Ella se quitaba la ropa al ritmo de la música.

José encendió un habano. Exhaló el humo de la victoria, en forma de anillos. Le había ganado a su padre. Miró su Rolex. El sábado estaba a un minuto de fundirse con el domingo. En Madrid era la hora en que su madre se preparaba para la misa dominical. En los seis meses que llevaba en Portobello, Jose llamaba a su madre todas las semanas. Pulsó una tecla y al “Hola” le respondió con un “Mamá, me caso”. “Un milagro” dijo ella. Él contestó: “Así se llama. Tendrás nietos desde la semana que viene. Mili tiene dos hijitos”.

viernes, julio 10, 2009

Indocumentados

Los hombres mas ricos del mundo, cansados de pagar tantos impuestos, decidieron fundar su propio país. Compraron una isla donde realizaron la mejor urbanizacion del planeta, rodeada por yates lujosos. Contrataron mucamas, jardineros y otros trabajadores. Muchos de ellos ingresaron ilegalmente.

Una reunión de los nuevos ciudadanos fue convocada con urgencia. Todos simularon sorprenderse. Un ex-ingles propuso una solución: Organizar grupos de la "caza del zorro" para capturar inmigrantes ilegales. Pero, triunfó la posición de un ex-norteamericano: Perseguirlos con una ley de inmigracion. Asi se hizo. Se permitio permanecer en la isla a los ilegales, pero sin derechos. Estos ciudadanos de segunda vivian bajo la amenaza permanente de la deportación. El ex-norteamericano tenia razon. Llegaron tantos indocumentados que bajó el costo de la mano de obra.

viernes, junio 05, 2009

Aprender a escribir

Me gusta escribir desde que garabateé mis primeras letras, pero viví postergando esa vocación. Mi padre soñaba con que yo terminara Económicas. Él no era contador ni nada parecido, sino un inmigrante que había llegado de Europa corrido por la persecución. Allá, la madre repartía en la mesa pan con aceite como si fuera una comida. Mi padre tenía miedo de que yo fuera escritor y me muriera de hambre. Le di el gusto: terminé la facultad.

Entre los bodrios de Contabilidad y Costos mechaba lecturas de Borges y Cortázar.
Trataba de evitar que los cuadros de doble entrada me alejaran de los simbolismos o que la partida doble anestesiara mis metáforas.

El otro día leí un viejo reportaje a Cortázar donde explicaba que muchos de sus cuentos eran nada más que la descripción de sus sueños. “Los escribí de una sentada”, decia humildemente.

Si, Cortázar vino al mundo con el don de las letras. Ahora, yo me pregunto si habrá algún gran escritor formado en talleres literarios.

Serendipity es una palabra en inglés que se usa para cuando uno está buscando algo, pero encuentra otra cosa. Mientras sigo preguntándome si escritor se nace o se hace, disfruto muchisimo tratando de aprender a escribir.

jueves, junio 04, 2009

Antes del atardecer

El primer subte del domingo que salía de la estación Leandro N. Alem arrastraba tres vagones solamente. Un hombre, con cabellera y bigotes blancos, apoltronó su modorra dominguera en un asiento del lado de la ventanilla. Lo siguió una barra de adolescentes noctámbulos que se adueñó de los asientos del pasillo. Ajeno al bochinche que los chicos hacían, el hombre mayor se puso a oler los jazmines del ramo que sostenía con las dos manos.
En Carlos Pellegrini subió una señora envuelta en un chal marrón, que se sacó no bien se sentó adelante del hombre de los jazmines. Descubrió su cabellera blanca y cara de abuela bonachona y bostezó. Un largo itinerario la había levantado muy temprano: De Lavallol a Constitución en el 51. De ahí a la estación Congreso de Tucumán, en Núñez, combinando los subtes C y B. Iba a lo de una amiga que vivía sola, tan sola como ella.
En Carlos Gardel bajaron los chicos, cantando. Su juventud los empujaba a rematar la trasnochada en el Abasto. Al arrancar el tren, el único ruido que oyeron fue el de las ruedas sobre las vías.
- Lindos jazmines - dijo la señora para disipar el silencio que habían dejado los jóvenes bochincheros al bajar del subte.
- Los plantó mi esposa hace un año. Ahora que están hermosos se los llevo... - el hombre hizo una pausa para tragar saliva y luego concluir - ...a la Chacarita.
- Mi marido también está allí, pero desde hace muchos años.
- ¿Yo me llamo Antonio, y usted? - el hombre sostuvo los jazmines en una sola mano mientras ofrecía la otra, que la mujer estrechó sonriente.
- Mi nombre es Pilar, mucho gusto. ¿Usted tiene hijos?
- Sí, una nena. ¡Bah! Ya no es una nena. Se fue a España en el 2001, y se casó allá.
- ¿Qué cosa quedarse solo, no? - se preguntó Pilar mirando al vacio. Se contestó ella misma, llevándose la mano al mentón - Si lo sabré yo. Mi único hijo, con lo del corralito, se tuvo que ir a vivir a Norteamérica.
Antonio notó que los ojos de Pilar se habían humedecido. Del ramo de jazmines, hizo dos. Le dio el más grande a Pilar.
- Puedo ir a visitar a mi amiga mañana. Hoy quiero poner estas flores sobre la tumba de mi marido - No bien Pilar terminó de decir estas palabras, se río.
- ¿De qué se ríe, Pilar? - preguntó Antonio inclinando la cabeza sobre uno de sus hombros.
- Me imaginé a mi esposo viendo que lo visitaba acompañada por un caballero.


Como si durante la visita los muertos les hubieran dado permiso, Pilar y Antonio empezaron a tutearse.
- A nuestra edad no es pecado - dijo Pilar mientras pasaba su brazo detrás del de Antonio. Caminaron del bracete entre alamedas, mausoleos y monumentos de ángeles.
- Me haces sentir joven - dijo Antonio y aspiró una bocanada de aire impregnado con el perfume de las calas.
- Vos también me haces sentir joven a mí, Antonio. Tengo ganas de hacer muchas cosas con vos. Vayamos a un cine, a un circo o a una peña - dijo suspirando Pilar mientras apoyaba la cabeza sobre el brazo de él.
- El domingo que viene vamos al cine - propuso Antonio, feliz, y agregó: - Nos podemos encontrar en Constitución - Pilar movió la cabeza afirmativamente y le dio un beso en la mejilla.
En la Estación Constitución, rodeados de vendedores ambulantes, Antonio sorprendió a Pilar comprándole una manzana cubierta de caramelo y pocholo.
- Comela vos, Antonio. Tus dientes son más fuertes que los míos.

Interés

Alfredo Bryce Menéndez, al volante de su 4x4, levantaba el polvo de la calle que partía por la mitad aquel pueblo fantasma, cuando de pronto el camino se bifurcó. Nadie le había avisado de esa contingencia cuando le explicaron cómo llegar a la estancia de los Barcarolo. Estacionó la camioneta frente a la única casa que no estaba completamente cerrada.

Por la puerta gris entreabierta se asomó el rostro inexpresivo de Don Lehr, sus ojos cansados apenas alcanzaron a distinguir la impecable campera de gamuza marrón y el pañuelo de seda que rodeaba el cuello del forastero.

Alfredo Bryce Menéndez, tras saludar amablemente, preguntó por los Barcarolo con el tono campechano que copió del padre y del abuelo.

Don Lehr, como si lo hubiera estado esperando, abrió la puerta del todo y dejó ver a su hija inválida.

Alfredo Bryce Menéndez, lejos de mostrarse sorprendido, halagó la compañía de Don Lehr en el pasillo. El cumplido desató el nudo que sujetaba la información acumulada por Don Lehr. En un segundo se despachó con que hacia poco la estancia había sido comprada por los Barcarolo con la plata que habían recibido or la venta de su cadena de supermercados. Alfredo Bryce Menéndez mostró su sonrisa medida ante el dato que ya conocía y reiteró su pedido de ayuda.

El viejo casi no respiró entre que dijo: “A la derecha” y contó que la única hija de los Barcarolo se estaba por casar. Alfredo Bryce Menéndez estaba por decir que el afortundado era su hijo cuando el ímpetu de Don Lehr adelantó otro comentario: “Pobre chico, no sabe qué mal carácter tiene su futura mujer”

Alfredo Bryce Menéndez saludó con la corrección de siempre y se dirigió a la camioneta convencido de que no iba a contar nada de lo que había oído.

Del fondo del baúl

Del fondo del baúl saqué la No.3 de Superman que no quise cambiar ni siquiera por una bicicleta porque convertía a mi colección en la mejor del barrio, el peor olor que sentí en mi vida que venía del Cementerio de la Chacarita cuando cremaban a los muertos, el miedo a saltar “el paso de la muerte” en la Carbonilla en la estación de trenes de La Paternal y que era el requisito para pertenecer a la barra del barrio, el olor de las piezas de género del taller de mi viejo, el metro amarillo de sastre colgando a ambos lados del cuello de mi viejo sentado en la máquina de coser, la sonrisa de mi tío Roberto dejando ver sus dientes muy separados unos de otros cuando medía “el tiro” del pantalón a un cliente y le preguntaba: “Che, vos de qué lado cargas?, el sonido del timbre del recreo del colegio como anticipo del placer de tomar mate cocido muy caliente y comer galletitas Manón durante las mañanas frías del cole, la enseñanza dada por la mala nota que me puso el Sr. Calzado de 4to. grado por hablar mientras el daba clase, la buena nota que me puso el Sr. Calzado por haberle discutido y demostrado sin denunciar al culpable que no había sido yo, el placer del pan con manteca mojado en el café con leche con el que me esperaba mi mama a la vuelta del cole, el sonido de las tijeras en la peluquería de Don Faustino mientras yo leía todas sus revistas, la risa que nos provocaba a la hija de Don Faustino y a mí Dick van Dyck cuando se tropezaba con un sillón cada domingo por la noche en la presentación del programa, la risa que le daba a mi viejo cada chiste de Tato Bores sin excepción, el placer de mi viejo cuando se tiraba en la rompiente de las olas del mar, el ra-ta ta-ta en la playa de la ruleta que nos decía cuanto barquillos nos daban por la misma moneda, la consistencia de la primera mordida a la manzana cubierta con caramelo y pochoclo, el sabor de los pedacitos de granizado de chocolate los domingos en la heladería Trieste de Corrientes y Acevedo, los "Patapufete", los "Azul quedo" y "Que suerte tengo para la desgracia" de Pepe Bondi, los Cheeeeé! de José Marrone, la inocencia en la mirada de Rebeca cuando me decía que yo era más lindo que Alain Delon, la sopa inglesa del Torino Norte de Avenida San Martín y Juan B. Justo, el dolor de garganta que me agarraba con los cigarrillos Parisienes que fumaba para parecer más grande, la curiosidad que me despertaba perderme a propósito por las calles del centro, la curiosidad por ver el programa del Cine Lorraine, el murmullo de las polémicas envueltas en humo de los bares La Giralda, El Foro, La Paz, Ramos, 36 billares y Opera, el placer de cuando se levantaba y bajaba el telón en el Teatro San Martín mezclado con las ganas de que la obra empezara otra vez y finalmente, en el fondo de todo, el largo camino que recorrí para conocerte.

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