sábado, noviembre 17, 2007

Tres conversaciones sobre un mismo asunto

Taxista

¿La muerte? No se por qué me hace esa pregunta, el tiempo que llevo en la calle me enseñó que todos estamos muertos. ¿Por qué? Porque es de lo único de lo que nadie se puede escapar. Imagínese, la muerte engancha por igual a un cogotudo que a un tachero rasposo como yo. Ya lo dice el tango: “Que allá en el horno nos vamo a encontrar”. Claro que los que están forrados pagan lo que sea con tal de patear el horno para más adelante. Un viejo, por más arruinado que esté, no quiere ir al otro mundo. ¿Por qué? En una de esas porque todavía nadie volvió. Seguro que usted cree que hay otra vida. Así vestido se parece una lechuza, no el pájaro sino a uno de esos que andan por los hospitales esperando que alguien muera. Ahí se acerca a la familia para darle el pésame y, , ya que estamo, ser el primero en recomendar una cochería. No se me ofenda, señor. Mi propio viejo hizo de lechuza para parar la olla en casa. En el barrio los pibes me gritaban: ¡Yetatore!. ¿El viejo debería haberse hecho chorro como el de la casa de al lado? A él nunca se le dio por afanar, a mí tampoco. Una noche que lo acompañé a la cochería, vi el primer cadáver de mi vida. Por más que uno se termine acostumbrando, el color del primer muerto nunca se olvida. Ese se había puesto amarillo verdoso. ¡Qué lo tiró empezó otra vez la garúa! Por suerte hay algo seguro después de la muerte. Parece que lo dejé más mudo de lo que estaba. No hablo de los que se van a acordar de nosotros sino de algo más cercano. Asómese y mire la guantera. ¿Ve esa foto? Es la de mi pibe, es de cuando era chiquito. Pensar que mi mujer no quedaba embarazada. ¿Qué mala leche, no? Años meta médicos, tratamientos y más médicos. Todo al puro botón. Nos pudrimos y largamos todo. Recién ahí quedó. ¿Qué locura, no? Los médicos no entendían nada, nosotros tampoco. Yo no necesito explicaciones de algo que sale bien. Muchos se enroscan más en el sinsentido de la muerte que en el sentido de la vida. Para mí, mi hijo es todo. Por su futuro este taxi anda yirando a estas horas de la noche bajo una lluvia que no deja ver nada. Todo para que él no sea lechuza ni tachero. Con plata se compra hasta un buen futuro. Le juro por ésta que estoy dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de que él no tenga que bancar ni un cachito de lo que me tocó a mí. ¿Qué dice? ¿De qué manera me gustaría morir? ¡Qué se yo! No me imagino a ninguna como la mejor, pero la peor sería enroscado entre los fierros del taxi. Ahora, si no hay forma de zafar pido un tortazo de frente, tan fuerte como para no darme cuenta. Qué la culpa de la piña sea del otro, alguien con un flor de seguro para terceros. ¿Qué dijo? No le escuché bien. ¿Quién es usted? ¿De donde salió ese camión de la Coca Cola? ¡Viene a contramano! ¿Qué pasa con mis frenos? ¡La puta madre…!


El canillita

¿Clarín? ¿Nación? ¿Los dos? Usted no es del barrio. Mire que aquí conozco a todos. Hace más de cincuenta años que estoy en esta esquina. Cuando a Evita le pedían bicicletas yo le escribí contándole sobre mi sueño de un kiosco propio. ¿No hace falta que le diga que soy peronista a muerte, no? En aquel entonces me pusieron Pocho, me dicen así hasta los gorilas y mire que de esos sobran en este barrio. Nunca me quité el apodo, ni siquiera cuando lo de la Libertadora. Los gorilas dan asco. La noche que murió la Eva pintaron en la muralla de la casa presidencial un cobarde “Viva la Muerte”. ¿Señor, de qué se ríe? Espero que usted no sea un gorila ¿No me ubica a mí? Soy quien mejor vocea los titulares de los diarios en todo Buenos Aires. Cuando el semáforo se pone en rojo subo a los colectivos y desde el estribo grito la mitad de una noticia. Los que la quieren completa compran el diario. Los chóferes me aguantan, yo les dejo un Crónica sobre la gaveta. De la barbaridad de gente que me conoce en el barrio, mucha pide entrega a domicilio. Mis hijos se encargan de todo durante el día, el turno noche no se lo doy a nadie por más que los inviernos vengan cada vez más crudos. Mi mujer me tejió un gorro de lana con franjas azules y amarillas. Soy el hombre más feliz del mundo cuando gana Boca, lo festejo en el estribo de cada colectivo desde ahí relato cada tanto xeneize gritando ta ta ta gol al estilo de Víctor Hugo Morales. Jamás voceo un gol de River. Por como anda empilchado usted puede ser hincha de los millonarios. A ver si resulta ser de River y encima gorila. No se ofenda… no me va a matar por eso. Desde que estoy acá voceé diez y siete copas internacionales más diez y seis locales. Si quiere le relato los goles de de la final que usted elija. ¿No? Bueno, veo que no le interesa mucho el fútbol, se salteó la sección de deportes para ir directo a la necrológica. A mi no me asusta la muerte. En la vida conseguí más de lo que esperaba y encima dejo bien parados a mis hijos con este negocio andando. Eso sí, no me gustaría irme sin saber si Boca vuelve de Japón con la Copa Intercontinental. ¿Y usted para qué quiere saber cuándo juega la final Boca?


La peluquera

Nunca vi a nadie que ponga semejante cara mientras le lavo el cabello con shampoo. Ni que fuera la primera vez en su vida que le masajean la cabeza. ¡Qué cabellos negros tiene! Permítame ponerle la pechera para que los pelos no caigan sobre su traje negro. Tiene una melena tan larga como si no se lo cortara desde hace siglos. Sí ríase, pero a una persona mayor le queda más prolijo el pelo corto. Le juro que no quise ofenderlo tratándolo de viejo. Es que me resulta difícil calcular la edad de cualquier persona, y a usted mucho más. ¿Se ríe otra vez? Toco su pelo y es joven. Se lo digo porque usted ya debería tener canas y no le veo ni una sola. Mi padre también tenía el pelo completamente negro hasta hace poco que le aparecieron las pocas canas que tiene. De él yo saqué el pelo y espero que nada más porque él no tiene corazón, es sin sentimientos. ¿Qué cosa tan grave me hizo, se preguntará usted? Me abandonó cuando tenía seis meses. ¿Le parece poco? Sí, eso es nada al lado de las cosas que me hizo después. No tuve la suerte de otras personas abandonadas que nunca más volvieron a ver a su padre. Cada vez que él estaba con el caballo cansado caía a casa. Mi mamá, la reina de los silencios, le servía comida y dormía con él hasta que se volvía a ir. Cuando me hice señorita venía más seguido. ¿Qué andaba buscando? De repente empezó a tener conmigo, por llamarlo de alguna forma, demostraciones de cariño que nunca antes había tenido. Un perro es mejor que él. Cuando le conté a mi mamá ella levantó la mano para pegarme una cachetada. Mi propia madre no me creía. Señor, no se por qué estoy diciendo estas cosas que nunca le conté a nadie. ¿A quién le importa, no? Pero hay algo que me dice que a usted sí le interesa. La puerta de calle era tan vieja como toda la pensión, crujía cada vez que se abría, yo me santiguaba rogando que no fuera mi padre quien el que estaba entrando. A veces venía con unos humos bárbaros, no se sabía que bicho le había picado. Le juro que me agarraba terror cuando entraba a la pieza. Esa parte de mi vida fue de lo más negra, y eso que la parte que le siguió no fue color de rosa. Lo único rosa que tuve por aquel entonces fue una ropita de lana que me regalaron para mi hija. La muerte se llevó a mi mamá cuando mi panza empezó a notarse. “Fue el corazón” dijeron los de la ambulancia cuando llegaron a la pensión y la encontraron muerta. Los médicos no sabían que fue por vergüenza. La muerte se llevó a mi madre cuando yo deseara que me buscara a mí. Ella murió como había vivido, en silencio. Después del entierro, mi padre desapareció. Dijo que se volvía al interior. Quedamos las dos solas, mi hija no tiene a nadie más que a mí. Después de muchos años, mi padre acaba de volver. Lo que son las vueltas de la vida. Alquiló una pieza aquí a la vuelta, al fondo de donde esta el almacén. ¿Por que se saca la pechera? ¿No le gusta como le corté? ¿Le surgió algo urgente?

lunes, octubre 15, 2007

El camión cisterna

La Paternal ha sido un típico barrio porteño desde la época en que la mayoría de las casas de Buenos Aires eran bajas. Los chicos jugábamos al fútbol en el medio de la calle. “Antes, por acá pasaban gallinas” solía repetir el viejo de enfrente señalando los adoquines. Recién había empezado la primaria y repartía el tiempo entre la escuela, el umbral de mi casa y la peluquería de la esquina.
En los momentos en que no tenía clientes, Don Faustino me ayudaba a descifrar los globitos donde cada tanto Superman le mentía a Luisa Lane. Un tal Castro visitaba la peluquería dos veces al mes. Era el dueño de Talacasto, la bodega que ocupaba toda la manzana vecina. Los clientes que esperaban su corte de cabello le ofrecían sus turnos. En la calle los chicos interrumpían el juego para curiosear el Impala azul de Castro, un batimóvil en medio de infinitos camiones cisterna. El barrio se había acostumbrado a respirar aquella atmósfera impregnada de vino. La peluquería era una isla con aroma a jabón y colonia.
Una puerta, disimulada por un espejo, comunicaba el local de Don Faustino con su casa. A eso de las seis de la tarde, asomaba al flequillo de Noemí cayendo sobre los enormes ojos negros. La hija del peluquero me regalaba una guiñada, que era la contraseña para invitarme a tomar la leche. Ella cursaba el último año de la secundaria por la tarde, yo el primer grado de la primaria por la mañana.
La puerta de la peluquería daba a un patio iluminado por el sol que entraba por una lucarna. Desde media docena de macetas los jazmines garantizaban perfume para el lugar. Noemí, todavía de uniforme, vertía de una jarra blanca un humeante café con leche. “No te vayas a quemar” decía apoyando el dedo índice sobre mis labios. Soplábamos las tazas, nos reíamos, seguíamos soplando y nos volvíamos a reír. A Noemí le nacían hoyuelos en las mejillas que formaban un triángulo con el pocito del mentón, éste era perceptible solamente para los que teníamos el privilegio de verla de cerca. Con la camisa celeste, la pollera tableada y el blazer azul parecía más chica. La vincha blanca que separaba al flequillo de la melena era una exigencia de las monjas. Aunque el uniforme incitaba la rebeldía de Noemí a mi me gustaba. Pan con manteca en mano la miraba fascinado de arriba abajo. Ella, por su lado, nunca dejaba de mover sus ojos vivarachos.
Mi padre no se perdía su programa político favorito de los domingos a la noche. Entonces, yo iba a la casa de Noemí a ver “El Show de Dick Van Dick”. Ella sacaba el osito de la cama para hacerme un lugar a su lado. Yo aprovechaba la oscuridad de la habitación para espiar furtivamente su rostro bajo la luz intermitente de la televisión.

Una mañana de diciembre, aprovechando que el colegio había terminado para los dos, Noemí me invitó a su casa. “Sostené este adorno con mucho cuidado, por favor”, ella dijo mientras depositaba en mis manos una frágil esfera de color rojo. El árbol de Navidad iba tomando color con la nieve de algodón y los adornos que le colgábamos. Como en mi casa no se celebraban esas fiestas, mantuve en la clandestinidad sin que disminuyera mi orgullo por la confianza de Noemí.
Una mañana me desperté con mucho dolor de cabeza, mi madre apoyó los labios sobre mi frente en busca de fiebre que no encontró, igual me obligó a faltar al colegio. La mañana siguiente me emperré con que quería ir. Mi padre se había quedado en casa más tarde que de costumbre, le insistí para que me llevara. Por más que mi cabeza era un bombo, viajé contento en el asiento del acompañante, era la primera vez que mi padre me llevaba al colegio. Su sonrisa de despedida fue lo último que vi. Al bajar del auto me llevé por delante un árbol y me golpeé la frente. No estoy seguro si el mareo vino antes del golpe o después. De lo que sí estoy seguro es que al chocar contra el árbol vi todo blanco.
Durante la vuelta, disfruté del viaje al lado de mi padre, los dos solos. El resto del día me aburrí en casa. Para mí lo del golpe no había sido nada y como el dolor de cabeza no era permanente quise ir a la peluquería. Mi madre no me dejó salir de la casa y me obligó a ir a la cama. Esa tarde al no encontrarme, Noemí vino a verme. Se arrodilló al pie da la cama, con la mano corrió mi flequillo y besó mi frente. Sentí que me hundía en el colchón y en seguida rebotaba para darle un beso en la mejilla con una alegría más grande que mi dolor de cabeza.
Al otro día amanecí con fiebre y vómitos. Mi madre se sacó el delantal y cruzó hasta lo del médico del barrio, que vivía frente a Talacasto. El médico llegó con una casaca blanca, un maletín y un estetoscopio alrededor del cuello. Primero me fastidió con una chapa fría y después con sus manos, las que hundía en distintas partes de mi cuerpo. Cuando oprimió la porción derecha de la cintura, pegué un alarido. Los ojos exultantes del profesional dijeron “¡Eureka, lo encontré!” y su voz dictaminó: “ataque al hígado”. Garabateó la palabra Chofitol sobre un talonario de recetas y se fue.
Medio mareado y con las ventanas de la habitación cubiertas por pesadas cortinas no me daba cuenta si en el cielo estaba el sol o la luna, perdí la cuenta de los días. El frasco de Chofitol a punto de quedar vacío era una prueba del paso del tiempo y de la ineptitud. Una noche, mi padre y mi madre sigilosamente entraron a la habitación, me tocaron la frente uno después del otro y se sentaron al borde de la cama donde acordaron cambiar de médico. Esa noche, la fiebre no me impidió ponerme contento al ver que mis padres habían dejado la costumbre de pelear todo el tiempo.
Al día siguiente llegó un pediatra, uno muy importante según dijo mi padre, que por primera vez en años no había ido a trabajar. Después de hacerme las mismas pruebas que el médico de barrio, el pediatra quiso ver el remedio que me venían dando. Con el Chofitol en la mano, se puso de pie y dijo: “El chico tiene meningitis”. “? Cuál es el próximo paso?” preguntó mi padre con un tartamudeo que nunca antes había tenido. El pediatra dijo que el primer paso era buscar otro médico ya que esa misma noche él se iba al campo. Con una resolución no acostumbrada, mi padre tomó el saco del ropero y salió a buscar un médico que no tuviera campo.
Al abrir los ojos, me encandilaron unas luces que se parecían a las del quirófano de una serie de televisión. Al reconocer a mis padres y a mi tía hablando con un médico me puse contento, no me iban a operar. Faltaban las enfermeras con los barbijos de la tele. El médico convencido de que yo seguía dormido, explicaba libremente mi estado. Con los ojos cerrados escuché que era posible que no pasara de esa noche. Quise incorporarme para decirles a todos que no se preocuparan, que yo estaba bien, pero no me dieron las fuerzas. No me hizo falta abrir los ojos para darme cuenta que era mi tía la que lanzaba unos gritos desgarradores y mi madre la que le pedía que no hiciera espamento. Finalmente, el portazo llevaba el sello inconfundible de la tía. Era la primera vez que mi madre se revelaba contra su cuñada mandona y conventillera. Hubiera querido felicitarla. En medio de la noche, ya sin luces encandilándome, tuve fuerzas para abrir los ojos. A un costado, mi papá y mi mamá estaban sentados al borde de una cama vacía. Me sentí feliz al verlos tomados de la mano.
A la mañana siguiente, apareció una enfermera con una jeringa enorme que asustaba más que el pinchacito que me dio para sacarme sangre, aunque por las dudas no miré. Deletreé las palabras estampadas en las sábanas celestes: ‘Sa-na-to-rio Me-tro-po-li-ta-no’. El médico cuchicheó algo con mis padres que se abrazaron felices. Se acercaron a mí para acariciarme.
Noemí fue la primera en llegar no bien permitieron las visitas. Me trajo un camión cisterna parecido a los de la bodega del barrio. El chasis y el acoplado rodaban sobre diez y ocho ruedas cargando dos tanques de aluminio. La parte superior de esos tanques era recorrida por sendas escalerillas de metal que los obreros usarían para llegar con la manguera hasta las compuertas de donde se descargaba el vino. Era el mejor regalo que había recibido en mi vida.
Me recuperé muy rápido, apenas unas semanas más tarde ya jugaba en la vereda de mi casa. Esa mañana que nunca olvidaré estaba por volcar el vino, que había quedado de la cena, en la escotilla del acoplado justo en el preciso instante en que mi madre se asomaba por la ventana ordenándome que entrara urgente. Me apuré en poner el corcho a la botella, la acosté contra el zócalo del zaguán y la tapé detrás del camión. Me preparé para negar cualquier acusación, pero mi madre solamente quería preguntarme de que quería el sándwich. Esperé a que lo hiciera, delante de ella lo devoré con voracidad. Convencida de que mi recuperación dependía de la comida, verme con apetito la ponía feliz. La botella de vino seguía inmutable contra el zócalo sin que nada la cubriera. Levanté la botella del piso y salí a buscar el camión. Me calmaba diciéndome que seguramente sus diez y ocho ruedas lo habrían arrastrado afuera. En la calle había un camión cisterna, pero de verdad. En mi vereda y en la de mis vecinos no había más que hojas rojizas del otoño. Un viento comenzó a soplarlas y a mí también. Crucé la calle sin pedir permiso y sin darme cuenta. Desde otro camión cisterna una larga manguera negra entregaba su carga a un agujero en el piso. Allí el olor a vino era más fuerte. Una media docena de obreros de la bodega me miraba caminar con mi botella mitad llena de vino. Cuando uno de ellos comenzó a acercarse, me di vuelta y salí corriendo en dirección a mi casa. Castro quedó paralizado en el Imapala después de frenar frente a mi huída. No pensé en él sino en quien podía haber robado mi camión. No podía creer que el ladrón fuera de mi barrio. Acomodé la botella de vino en el umbral de mi casa y me senté al lado de ella. Cuando me di cuenta que hacía más de un año que no lloraba, apoyé las palmas de mis manos sobre mi cara. Las retiré con lágrimas.

viernes, agosto 10, 2007

What if

En abril de 1903, cuatro meses antes de que en Basilea, Suiza, se celebrara el Sexto Congreso de la Organización Sionista Mundial, se había producido el pogrom Kishinev. Más matanzas se vislumbraban a corto plazo. Los judíos de Rusia debían conseguir con urgencia otro lugar donde vivir.

En agosto la situación era apremiante. Teodoro Herzl, presidente del Sexto Congreso, antes de las sesiones tuvo una con Jospeh Chamberlain, Ministro de colonias de Inglaterra. Chamberlain, en lugar de de interceder frente al Imperio Otomano, le ofreció el territorio de Uganda, país africano, lindante con Kenya, recién ocupado por los británicos. Los judíos asentándose en Uganda solucionaban dos problemas: las tropas británicas no terminaban de someter a los nativos gandas. Además esa salida resultaba la más inmediata para los judíos de Rusia, que estaban en peligro.
Los pogroms provocaban cada vez más muertes. La indiferencia del Zar se mantenía invariable. La situación era apremiante.

Herzl, con entusiasmo, transmitió la propuesta ingles en el discurso de apertura del Sexto Congreso: “La nueva región no tiene el valor histórico de Israel, pero espero que el Congreso acepte la propuesta con cálido agradecimiento. Significa la construcción de un asentamiento judío en África, con un gobierno judío bajo el control de Gran Bretaña. Se propone este giro de política para aliviar las penurias de nuestro pueblo”.

Max Nordau apoyó la propuesta de Herzl: “A diferencia de nosotros que estamos establecidos de forma permanente, miles de nuestros desdichados hermanos deambulan de continente en continente. Si no hacemos algo para salvarlos ahora mismo se perderán para siempre. Este territorio les dará techo y comida”.

Najman Sirkin también apoyó a Herzl: “Lo que nos obliga a dirigirnos a otra tierra es el riesgo que hoy corre nuestra gente y la urgente necesidad de organizar la emigración”

Iejiel Chelnov se opuso: “El anhelo de volver a Israel creó al sionismo. Íbamos hacia donde éramos empujados por la voluntad de extraños. Pero desde que somos sionistas no vamos adonde nos mandan”.
La discusión se tornó tan ardua que el Congreso estuvo a punto de romperse. Paradójicamente, los delegados rusos fueron quienes más se opusieron a la propuesta británica. Su líder, Jaim Weismann, se estaba retirando de la reunión con muchos de sus compatriotas cuando el prestigioso filántropo, Barón Maurice Hirsh, irrumpió en escena: “Quienes están retirándose en este momento son unos egoístas. Es cierto: Uganda es un territorio hostil hasta para los ingleses, por eso no apoyo la moción. Tampoco les podemos pedir a los judíos de Rusia que esperen a Israel. Todos sabemos que en cualquier momento les cae otro pogrom. Hay que sacarlos de allí ya mismo, y no para llevarlos a Israel ni a Uganda sino a la Argentina. Allí fundé diez y siete colonias, invitado por el actual Presidente. El general Julio Argentino Roca, ocupa la Primera Magistratura por segunda vez, fue mi vecino durante los dos años que vivió en París con su esposa y sus hijas. En aquel entonces venía de vencer a los indios en la llamada Campaña del Desierto. Dominó la Patagonia, un territorio cuarenta veces más grande que el de Israel. Aunque el lema de los políticos argentinos reza ‘Gobernar es poblar’ no consiguen voluntarios para ir al sur. Las temperaturas son bajas, pero no tanto como las de Moscú. Los judíos pueden dejar Rusia mañana mismo”.
Cuando el Barón Edmond de Rothschild subió al estrado, el Teatro de Basilea donde se estaba desarrollando el Sexto Congreso era la sumatoria de cientos de murmullos. Se apagaron al ritmo febril de los pasos de ese hombre: “El Imperio Otomano me vende tierras en Jerusalém y en los alrededores. Al Sultán no le importa que el dinero venga de un judío. Conseguí varios asentamientos, verdaderos semilleros para el futuro, todos logrados a fuerza de inversiones. La propuesta del Barón Hirsh es contraria a mis intereses, aun así es la mejor. Trae resultados inmediatos”.
Una parva de sombreros negros voló de los palcos a la platea.

En 1903 los judíos comenzaron a llegar a la Argentina, en gran número. Como descendían de barcos rusos, tenían apellidos rusos y hablaban en ruso, los llamaron rusos. Ese apodo cayó en desuso al poco tiempo, cuando arribaron judíos desde los cinco continentes.

Los nuevos colonos judíos desmalezaron la tierra con más perseverancia que herramientas. Los constantes cuidados de los cultivos hicieron que las cosechas fueran cada vez abundantes. Con los primeros ahorros se instalaron molinos, talleres para procesar materias primas y líneas de envasado. Gracias a esta nueva situación el la Argentina pasó a exportar más alimentos con valor agregado en lugar de simples productos genéricos. El “granero del mundo” -como llamaban al país en aquel entonces- se industrializó. La asombrosa transformación de aquellos primitivos colonos en empresarios atrajo a judíos de todas partes del mundo, aunque ya se trataba de gente con más capital.

En 1914 la Primera Guerra Mundial enfrentó al Imperio Británico con el Otomano.

En 1917 Balfour, el canciller inglés, firmó el tratado que se recuerda con su nombre; quedó sellado el compromiso: el Imperio Británico, si ganaba la Guerra, cedería tierras a los judíos, en Medio Oriente.

En 1919 los británicos ganaron la guerra. Nunca cumplieron con el Tratado de Balfour.
En la Argentina, en 1928 el Presidente Hipólito Irigoyen convocó a un Congreso Constituyente. La nueva Carta Magna dejó de lado la exigencia de ser católico para ocupar la Presidencia de la Nación.

En 1933 Hitler fue designado Canciller de Alemania. Albert Einstein fue uno de los primeros en reaccionar: emigró a la Argentina. Einstein motivó a otros científicos a seguirlo. Lazlo Biro dejó Hungría. Tiempo después desarrolló su creación: la birome. Otros científicos judíos llevaron consigo sus descubrimientos: Albert Sabin, después de ser corrido de su Polonia natal, descubrió la vacuna contra la polio. Zalman Waxman esclareció la cura de la tuberculosis; Widall Weill descubrió la eficacia de la xilocaina como anestesia y Oscar Malinoswsy trabajó hasta consolidar a la insulina en al lucha contra la diabetes. Todos ellos son algunos de los ejemplos sobre los trabajos que se concretaron lejos de las persecuciones.

En 1940 Gran Bretaña y Francia declararon la Guerra a Alemania, que había invadido Polonia. El Congreso de la Argentina aprobó el inmediato despacho de tropas. Albert Einstein le envió una carta al Presidente para avisarle que los nazis estaban desarrollando la bomba atómica. Julius Robert Oppenheimer viajó al país para trabajar con Einstein en un proyecto secreto.

En 1945 el resultado de ese esfuerzo terminó con la Guerra. A la comunidad judía se la reconoció como nunca antes.

En 1946 Pedro Sledock fue elegido el primer Presidente judío de la historia argentina, Después de su mandato se sucedieron presidentes católicos y judíos sin que esto generara inconvenientes.

En 1990 los ingleses -casi cinco décadas después de aquella Guerra siguen ocupando Jerusalém -, descubrieron enterrada una pared del Gran Templo (Beit Amikdash), también conocida como el Muro de los Lamentos. Los turcos -sometieron Jerusalém durante cuatro siglos-, usaron como basural el lugar más sagrado de los judíos. Literalmente lo taparon con basura. Luego de este descubrimiento, y una vez restaurado el lugar, fue visitado por miles de judíos oriundos de todos los confines.

Los peregrinos fueron atacados por los árabes. Los ingleses no pudieron controlar a los árabes ni garantizar la seguridad de los visitantes. El problema se llevó a las Naciones Unidas. Allí se dictaminó que Jerusalém sería “Patrimonio Universal de la Humanidad, protegido por los cascos azules”.
Los árabes se enfurecieron.

En 1994 en Buenos Aires un camión conducido por un suicida voló el edificio de la Asociacion Mutual Israelita Argentina, AMIA, una represalia mas de los árabes por haber perdido lo que no cuidaron.

Jean Paul Sarte escribió: “El antisemitismo es la enfermedad mental de los antisemitas. Es su refugio ante las dificultades de la realidad que no son capaces de resolver por sí mismos. Los judíos son el chivo expiatorio de los fracasados. Si el judío no hubiese existido, antisemita los habría inventado.

lunes, julio 16, 2007

Isla Flotante

La voz de la secretaria anuncia a Donald Trump. Bill Gates acomodo los anteojos cuadrados sobre la nariz antes de recibir al invitado:
- Cada vez somos más los que creemos en un país propio - las palabras de Trump sonaron mullidas como el sillón de cuero negro donde se apoltronó. - En todos lados nos quieren cobrar más impuestos. ¿A cambio de qué? A cambio de nada, ni siquiera nos garantizan seguridad. Llegó el momento del éxodo. Adónde sea.
- ¿Adónde? Nadie mejor que quien construyó en los cinco continentes para saber donde levantar un proyecto tan grande. – Gates se sentó frente a su interlocutor.
- No tan grande – Trump dibujó una trompa con los labios antes de explicar tanta certidumbre - Somos tan pocos que alcanza un lugar como Mónaco, que tiene dos kilómetros cuadrados. Hice obras más grandes y con menos inversores.
- Hablando de inversores – Gates sacó del bolsillo interno del saco una agenda electrónica - aquí tengo una lista de personas que quieren financiar la idea, pensar que hace poco apenas contábamos con Soros y Rockefeller.
- Es como con mis edificios - Trump hace una pausa para rastrillar con los dedos el jopo pintado de rubio-, - Mucha gente acaudalada hace cualquier cosa con tal de ver sus apellidos junto a los nuestros.

Meses más tarde, en una reunión convocada en la mansión de Spilberg, el exitoso director, expuso aspectos creativos del nuevo país ante una audiencia colmada de billonarios. En una pantalla se proyectaba la imagen de una bandera dorada acompañada de una banda de sonido que entonaba un Himno Nacional.



Arriba los ricos del mundo
de pie esta nueva y gloriosa nación
donde brota oro de lo más profundo
para terminar con cualquier revolución

Volveremos al pasado
cuando todo era del amo
nada del esclavo
y era una virtud permanecer callado

Arriba los ricos del mundo
los empresarios con un plan
para que todo cambie
y al final todo quede igual

Sindicatos, nunca más
Ahora decide el patrón.
Revueltas, nunca más
Se acabó la liberación.

Que caiga la quimera
la que nos iba a derrocar
Usemos tecnología de primera
La que no sabe otra cosa que trabajar

Las ideologías nos han culpado
Por el sufrimiento de los perdedores
Mejor culpen al Estado
nosotros somos emprendedores.

Basta ya de proteger tanta bobada
Basta ya de igualar hacia abajo
Apoyemos la iniciativa privada
Ser dueño es el principal trabajo.

- Tenemos himno y bandera, falta el nombre del país-el anfitrión detuvo la película con un control remoto.
- Todos los presentes están el ranking que publica mi revista - exclama Forbes - propongo que el nuevo país se llame Forbesland. El nombre quedó aprobado por aclamación. Clarines y trompetas de un programa de Microsoft anunciaron en pantalla el nuevo título: “Diez Mandamientos para Forbesland”.

1) Amarás al dinero sobre todas la cosas.
2) No arriesgarás tu capital en vano
3) Santificarás el día que te hiciste rico.
4) Honrarás a quien te dé y no a quien te pide.
5) No matarás, salvo que uses mano de obra contratada.
6) No cometerás el acto impuro de perder plata.
7) No robarás. A menos que nadie se de cuenta.
8) No levantarás más falsos testimonios que los necesarios.
9) No consentirás el deseo impuro de gastar plata.
10) Nunca dejarás de codiciar aquello de quien tenga más.

Tiempo después Forbesland fue designada una de las maravillas del mundo. Un reconocimiento pleno de justicia, ya que era una isla flotante en el medio del Mediterráneo construida por la mano del hombre. La Isla estaba rodeada por las más lujosas embarcaciones del mundo y en el centro contaba con un avanzado aeropuerto. Un ejército de mucamas, jardineros y otros trabajadores prestaban servicios a los ciudadanos. Desde el principio el número de habitantes creció sin cesar, todo el mundo quería trabajar en la Forbesland. Una reunión fue convocada de urgencia, donde todos simularon sorprenderse. La llegada de balseros africanos no era un secreto para nadie. Un fundador propuso a los grupos de la caza del zorro para capturar inmigrantes ilegales. Triunfó otra posición. Los inmigrantes serían perseguidos legalmente. Ellos podrían estar en la isla, sin derechos. Serían ciudadanos de segunda clase, con la amenaza permanente de la deportación.
Los resultados de esta política no se hicieron esperar desasido: Bajó el costo de la mano de obra.

domingo, julio 01, 2007

Milena

A la manera en que los árbitros de box consagran al ganador de una pelea, el candidato a gobernador levanta la mano de su vice. Una nena de unos ocho o nueve años comparte el improvisado escenario. El espacio elegido para proclamar la fórmula es una villa miseria. Alguien pregunta al candidato el por qué de ese lugar, mientras acaricia a la nena vestida con harapos responde: “Para diferenciarnos de la vieja política”. Su apellido, coreado por una docena de activistas, lleva la impronta de un origen italiano. El padre llegó a la Argentina al final de la Segunda Guerra, tras pocos años se convirtió en uno de los hombres más ricos del país haciendo negocios primero con los gobiernos militares y después con los civiles que los igualaban en corrupción. En la primera fila una señora mayor trata, inútilmente, de que no se le noten las lágrimas. La candidata es su hija, una socióloga especializada en el problema de la pobreza, que además escribe muy bien. Estas dos habilidades la acercaron al candidato, que no sabe de ninguna de esas dos cosas.

La semana anterior a las elecciones se realiza un debate televisivo entre los dos aspirantes a la Gobernación. Esa noche de invierno promete inflamarse. El programa arranca con una primera recriminación: Por qué este candidato no tiene escrúpulos en usar a Milena, una nenita que vive en una villa miseria, para disimular su clara ideología derechista. La respuesta no se hace esperar el inculpado asegura que hace cuatro años visita a Milena en su casilla de la Villa Miseria. La segunda recriminación vincula al candidato con los militares represores. La forma en que niega el rico heredero demuestra que la tranquilidad viene de cuna. Esa calma le aporta un punto en la pelea. Frente a una pantalla de televisión, la candidata a vicegobernadora sonríe mientras toma el té en la casa de sus padres. “Ahora es el momento de hablar de la seguridad, el punto débil del oficialismo” ella le dice al televisor. Al escuchar el padre concentra la mirada en la taza de té y alza las cejas, pregunta sin palabras. La hija no necesita mayor aclaración para justificarse: “Sí papá, el tema de la seguridad es el que más importa a la gente, sale primero en las encuestas”. Ella es la creadora de la estrategia de campaña; sabe que el padre nunca estuvo de acuerdo con decir lo que la gente quiere escuchar. La madre palmea dos veces la mano de su marido. Él entiende lo que su mujer quiere decirle: el debate debe seguir en la televisión, no en la mesa. Medio siglo de casados hace maravillas en la comunicación de una pareja. Al aparecer la primera publicidad, la madre habla del vestido ideal para ir a votar y la hija le explica que va ir de sport, ya se puso de acuerdo con su compañero de fórmula, los dos irían así. Una risa corta y burlona del padre es ignorada por las dos mujeres que hablan de blue jeans y pantalones de corderoy. La madre de pronto hace un silencio como quien recuerda algo y dice: Qué linda la nenita que estuvo en el acto de la Villa¨

En una casa a medio hacer, con bloques grises a la vista, en la Villa Miseria utilizada para lanzar la fórmula, Milena y sus padres miran el debate por televisión. El rico heredero devenido a político trata de convencer con su tono amable: “Voy a crear una Agencia de Prevención del Delito para que coordine los programas de asistencia social y para que administre la plata a repartir entre la gente más vulnerable". El papá de Milena toma el mate que le ofrece su mujer: “Ahora somos vulnerables, antes éramos carenciados. Mirá como se gasta el tilingaje en inventar palabras con tal de no llamarnos pobres”. La mujer mantiene la boca cerrada y la distancia justa para recuperar el mate. En la pantalla el candidato millonario se explaya a sus anchas en su tema favorito, la seguridad: “La Agencia de Prevención del Delito dependerá de un nuevo organismo, se va a llamar Ministerio de Seguridad. Se encargará de urbanizar las villas, iluminar las plazas y de coordinar becas de escolaridad para chicos que vienen de hogares relacionados con el delito". El hombre devuelve el mate a su mujer; ella lo llena otra vez con el agua de la pava y se lo da. Él extiende el silencio después de chupar la bombilla hasta que suelta una pregunta. Milena se acerca al padre y le pregunta: ¿Qué nos va a dar ese señor?



Tres años más tarde esa casa no existe más, tampoco la villa miseria. Esa zona se convirtió en la más cara de la ciudad. Una de las empresas del padre del Gobernador construyó lujosos lofts, los compran jóvenes exitosos del mundo de las finanzas. Los “vulnerables” no recibieron ninguna compensación. La gente que los votó dice: ¨Nos volvieron a engañar¨.

jueves, junio 07, 2007

El Perro Verde

Aunque la pierna del amo apenas se mueve debajo de la mesa, me gusta esa caricia en los alrededores de mi hocico, casi tan agradable como recoger pedacitos de carne asada directo de sus manos. Él se considera mi amo porque es el hombre de la casa, pero yo elegi a su esposa, la dueña de mi amor. No entiendo a las personas que no se dan cuenta de que somos nosotros quienes elegimos a nuestro dueño.

El amo me trajo a esta casa en una caja de zapatos. Fui el regalo de cumpleaños de su hijo. Él me llevó a una pieza al fondo del jardín, al lado de la pileta de natación. La primera noche no me di cuenta de que era un vestuario, eso recién lo supe el verano siguiente. Mis aullidos despertaron a toda la casa, pero sólo la esposa del amo vino a ver qué me pasaba. Apareció con un biberón lleno de leche tibia.
La noche siguiente también la pasé en la pieza del fondo. No tuve que hacer ruido para llamar la atención, antes de que fuera necesario vi la sonrisa de la esposa del amo. Su mano en alto agitaba el biberón. A partir de ese momento la declaré dueña de mi gratitud. ¿El hijo? ¿El del cumpleaños? Él ansiaba un perro de raza, un ovejero alemán. El día que me vio en la caja de zapatos, extendió su mano no para acariciarme, igual que hacían los demás. Tomó una libreta que vino conmigo. Era el acta de nacimiento, con los nombres de mis padres, abuelos, bisabuelos y tatarabuelos, de parte de padre y de madre. Los ojitos del cumpleañero brillaban de la alegría por tener un perro de pura raza. “Se va a llamar El Perro Verde”, gritó mientras daba un salto con los brazos en alto. Estaba entusiasmado conmigo, aunque se desentendió de mí antes del primer esfuerzo. Esperó a que creciera para jugar al perro y el ladrón. Yo siempre era el ladrón. Él me mordía y yo no podía hacerle nada. Adoraba a su madre, la dueña de mi amor.


La caja de zapatos le quedaba grande. Ese cachorrito necesitaba cuidados que mi marido ni mi hijo le iban a dar; yo me vería obligada a hacerme cargo. Siempre estuve en contra de tener un perro en la casa. De chica, en mi pueblo, tuve uno, murió atropellado por una camioneta. Juré que nunca más. No podría volver a sufrir la pérdida de otro perro. Termino queriéndolos demasiado. El único que trabaja en esta casa es mi marido, eso le hace creer que puede tomar las decisiones sin consultarlas con nadie. Él malcría a nuestro hijo, no le niega nada, ni siquiera un perro. La noche anterior al cumpleaños, con la cabeza apoyada en mi almohada le volví a contar mi problema con los perros. Él me miraba sin escucharme, tenía la cabeza apoyada en su almohada y los sentidos volando, vaya a saber por dónde. Cansada de hablarle al respaldo de la cama, mi conciencia se desvaneció. Imágenes del pasado trajeron al perro de mi infancia vivito y coleando.
Al día siguiente, concentrados en el biberón, los ojitos de Verde me hicieron romper la promesa. Volví a enamorarme de un perrito. Compartimos aquella primera noche en la piecita del fondo, así como el resto de los días que siguieron, él iba detrás de mí por donde yo anduviera. Al disfrutar de su compañía me di cuenta de lo sola que había estado antes. Mi marido trabajaba tanto que el poco tiempo que estaba en casa, dormía, o miraba televisión, sin ganas de mantener una charla con nadie. Él decía que lo hacía por nosotros.
Con los meses, Verde multiplicó su tamaño. Iba pegado a mi pierna cuando caminábamos por la calle. No permitía que nadie se me acercara demasiado, ni siquiera mi marido. Si él me levantaba la voz, Verde era capaz de reaccionar más allá que con sus feroces ladridos. A partir de la segunda vez, mi marido cuidó el tono. Si alguna vez se le olvidaba acompañaba las palabras siguientes con una forzada sonrisa dirigida mi perro de la guarda. Yo era tan feliz con Verde que quise devolverle un poco de lo mucho que me estaba dando. Pense que si nos mudábamos de esa casa en la capital a otra más grande en los suburbios Verde tendría más espacio para corretear. Esa misma mañana se lo propuse a mi marido, el dijo que esperara hasta la noche para charlar sobre el tema.


La caja de zapatos era una pobre presentación para tan buen regalo de cumpleaños, no tuve tiempo para buscar algo mejor. Mi mujer se especializa en presentar las cosas. Aunque no sean tan buenas ella las presenta como si fueran espléndidas, lazos, moños, papeles de colores y qué se yo cuánto más, pero ella está tan ocupada con la casa que no quise pedirle nada. Yo me encargué de darle el gusto a mi hijo.

Es mejor así. Ella hubiera comprado un perro salchicha parecido al que tuvo en ese pueblito del interior donde creció. Para mi hijo el perro ideal es un ovejero alemán. Un animal entrenado para obedecer lo va a ejercitar desde chiquito a mandar. Saber dar órdenes es lo más importante en la vida, por eso me fue bien a mí. Mi mujer se apoderó del perro, ya había hecho lo mismo con mi hijo. Toma rehenes para tener poder, ella todavía no sabe que su destino está por cambiar. Me sacrifiqué trabajando de sol a sol para mi familia. Por suerte, llegó el momento de la cosecha y esta noche voy a festejar.

Aunque mi pierna apenas se mueve debajo de la mesa, Verde aprecia esa caricia en los alrededores del hocico, le resulta casi tan agradable como recoger pedacitos de carne asada de mis manos. El silencio de la mesa me da lugar para compartir con la mejor noticia en muchos años: me ascendieron y me trasladan al exterior. Nuestro próximo hogar será un departamento en Park Avenue, Manhattan. Al ser el traslado inminente, no dejo detalles sin tocar, ni siquiera los del lujoso edificio donde vamos a vivir, que no permiten perros. Que nadie se preocupe, eso tambien lo tengo resuelto. Dentro de dos días, a lo sumo, un colega va a pasar a buscar a Verde. Se lo regalé.

viernes, mayo 25, 2007

De vuelta

Mi alma deambuló por un sinfín de pueblos de provincias remotas hasta que, por fin, encontré el mío. La cirrosis terminó conmigo hace años, ya no se cuántos. Pude haber sido feliz, pero no lo fui y lo que es peor tampoco dejé que los demás lo fueran.

No bien conocí a mi mujer nos enamoramos; las pupilas de ella se dilataban mientras se posaban sobre las mías. ¿Y yo? Cuando miraba la profundidad de sus ojos celestes me deshacía por dentro. ¿Cómo no devolver tanto amor con la misma moneda? No arruiné todo yo solo, fue mi vicio. Volvía a la madrugada, tambaleando; mi cuerpo se inclinaba hacia un costado y hacia el otro. No me caía, pero tiraba al piso de cerámica los objetos que mi ropa rozaba. Noche tras noche, mi error de cálculo se empecinaba con un enorme plato de bronce, involuntario despertador. Me acostumbré al estrépito, mi mujer siempre se sobresaltaba como la primera vez. Cuando aparecía en el living yo admiraba su figura a través del translúcido camisón. Lejos de cualquier reproche, su voz me calmaba. Aunque le daba repulsión la mezcla de olores fermentados, ella me limpiaba como a un chico y me llevaba a la cama. Si no hubiera sido por su madre, yo habría muerto en los brazos de mi mujer. Feliz. Mi suegra le llenó la cabeza con cosas raras, mi esposa y yo terminamos separándonos. Volví a la casa de mi madre, ella me había anticipado la actitud de mi suegra. Como siempre mamá tuvo razón.

Apreté dos veces el timbre y, antes de que alguien abriera la puerta, la atravesé como un fantasma. Vi la cabellera rubia de mi mujer, desde atrás, mientras ella apoyaba un ojo en la mirilla. Al comprobar que afuera no había nadie, ella fue al baño a lavarse los dientes. El camisón translúcido de siempre dejaba ver las sensuales curvas. Ella volvió a la cama, yo me acostee a su lado, frente a frente fui feliz. No me importó que ella no sintiera mis caricias. Ella mantenía abiertos los enormes ojos celestes, alumbraban mi cara en la espesa oscuridad del cuarto. No dormía, como los fantasmas. Un ruido no la inmutó, como a los fantasmas. Sonrió con un gesto que me pareció conocido. Sí, era el que me regalaba cada vez que nos veíamos. Sólo que esta vez no fue para mí. Un hombre entró al dormitorio. El beso me resultó conocido, igual al que ella me daba cuando estaba enamorada de mí. Aquel extraño se acostó en mi cama, de un salto llegué al living. El departamento era tan chico que se oía todo. Los gemidos de mi mujer me volvían loco. Tapándome las orejas, di vueltas sin saber qué hacer. Aunque estaba sobrio, como un buen fantasma, mi torpeza tiró el enorme plato de bronce; el estrépito fue mayúsculo. Los gemidos de mi esposa se interrumpieron; me parecio que ella pronunció mi nombre con un signo de interrogación. En lugar de decir presente, atravesé la puerta para salir como había entrado. Esa noche duró más que todos los años que había deambulado.
La luz del día me recordó adónde había ido después de la separación.
Estaba por apretar el timbre cuando con movimiento instintivo me palpé los costados de la cintura en busca del llavero. Atravesé la puerta como si fuera de humo. Fui directo a mi cuarto. En los estantes donde yo tenía películas y juegos había libros de medicina.
En la cocina, mi madre, con el rostro más ajado, le servía café y una tostada con “mi” mermelada, a un joven, quizás estudiante de medicina. El pensionista estudiaba la carrera que mi madre había elegido, en vano, para mí. Ella untaba “mí” mermelada sobre otra tostada y le contaba que mi padre había padecido la misma enfermedad que yo, “¿Es hereditario?”, remató y encajó la tostada en la mano del futuro doctor.
Esas palabras me cayeron como los gemidos de mi mujer. Corrí hasta la que había sido mi habitación y tiré al piso los libros más pesados. Mi madre, seguida del pensionista, llegó al minuto, a pesar de que caminaba vacilando sobre un bastón:
- ¡Ni que el vago de mi hijo estuviera escuchándonos! - mi mamá levantó el bastón amenazante y apuntó justo hacia el rincón donde yo estaba parado. Mi madre sabía tener pálpitos, seguro se habrá enterado de que me fui corriendo para no volver más.

Pasé el resto del día en un banco de la plaza, rodeado de la iglesia, la municipalidad y de mucha gente conocida que pasaba al lado mío. No me animé a seguir a nadie, aunque ganas no me faltaron. En menos de un día mi pueblo me enseñó cuanto iba a sufrir si quería volver a mis viejos afectos. Si yo molestaba, lo mejor era tomar otra dirección. Estaba decidido: iría a lo mi suegra.

Apreté dos veces el timbre y, antes de que alguien abriera la puerta, supe que me iba a quedar. Heredé esos palpitos de mi madre.

¿Quién fue?

La primera vez que se vieron fue el día que él empezó a trabajar en el aserradero. Ella posó la mirada sobre los anchos hombros del recién llegado. Él bajó los parpados; se concentró en los troncos que estaba acomodando. Ya le habían advertido que esa hermosa mujer era hija del dueño y estaba casada con el encargado del obraje. La esposa del nuevo obrero había quedado río arriba; esperaba el primer sueldo para saldar deudas y poder reunirse con el marido.

La hija del dueño visitaba el galpón todos los días; el resto de las mujeres también lo hacían pero con las viandas para sus maridos. El nuevo trabajador rehuía de las manifiestas miradas de esa mujer, pero cuando ella se daba vuelta, el rostro del obrero nuevo se deslumbraba con aquella curvilínea silueta, sus compañeros se daban cuenta.
Un día, al finalizar la jornada de trabajo, cuando todos ya se habían ido a sus casas para descansar, el nuevo operario llegó con la barcaza cargada de troncos. Ató la soga a la baranda que rodeaba esa parte del río y bajó las maderas con la silenciosa parsimonia que le proponía el galpón despoblado. Acomodó los últimos troncos, el primero de la pila perdió el equilibrio; cayó al suelo y rodó hasta la penumbra del portón. Lo levantó la hija del patrón, acababa de entrar. Las manos de ella y los brazos de él se liberaron de los troncos se abrazaron por puro instinto. El beso fue inevitable como el cierre del portón y las caricias a los cuerpos rápidamente desnudos sobre una parva de aserrín.
Pasaron los meses; él se había hecho la costumbre de trabajar hasta tarde. A la hora del crepúsculo él llegaba de su último viaje; solo, en el aserradero ordenaba la estiba. En esos momentos llegaba la hija del dueño. A ella no le importaba nada. Ni siquiera cuando se cruzaba con algunos obreros rezagados que se quedaban mirándola mientras cerraba el portón.

Una tarde de la mitad del invierno, el sol se ocultó más temprano. El no había regresado aún. Ella lo esperó, en vano, hasta que la oscuridad, el frío y la obligación de estar con su marido la hicieron volver a su casa.

A la mañana siguiente, unas maderas de la barcaza brotaron del quieto río invernal. Ese trozo de quilla exhibió, ante la mirada más ingenua, la impunidad del autor del daño. La perfecta geometría de un serrucho no impidió que la policía decretase un accidente. El cuerpo que escupió el río desoló únicamente a la hija del patrón. Ella pensó en su marido, pensó en su padre y hasta pensó en la esposa de aquel pobre hombre. Desde entonces la hija del dueño va todas las tardes a recostarse en esa baranda, como si le agradara contemplar el río.

.

Yo, revólver

Una mujer teñida de rubio levantó la tapa de la caja azul en la que estuve encerrado. Hacía rato que había perdido la cuenta del tiempo. La luz de los numerosos tubos del negocio y un brusco bamboleo me dieron vértigo. La mano pequeña de la mujer me tomó por la empuñadura revestida en madera y me sacudió con tal fuerza que el tambor salió hacia un costado. Los nueve orificios del cilindro tentaron a la dama; extendió la palma hacia arriba pidiendo municiones para tapar esos agujeros.
El vendedor -anteojos y unos pocos pelos blancos a los costados le daban aire de experto-, cargó ocho balas, con precisión y velocidad. La novena munición la dejó para que la mujer la colocara. Ella lo hizo con mano temblorosa. El hombre, versado en armas y en clientes, puso su mano encima de la de la señora para volver el tambor a mi interior. Me sentí opíparo después del banquete; el vendedor me puso otra vez en la caja azul. Dormí una siesta.
Desperté sobre una mesa de cocina, blanca. El comedor diario, también blanco, el techo era una lucarna, franqueaba el paso del sol. El enorme ventanal vidriado separaba aquel ambiente del jardín. Sentí alivio cuando la mujer tiró a la basura la caja de cartón azul con su interior de telgopor, me había servido de colchón. Si le hubiera podido explicar a mi dueña que era claustrofóbico no me habría creído, aunque era la verdad. Ella se estiró, en punta de pies, con las dos manos me acomodó en el estante más alto de la cocina.

Un sábado por la tarde, el marido y los chicos se fueron a la peluquería. La mujer aprovechó para leer recostada en su dormitorio, en la planta alta. Oyó un ruido en el jardín; saltó de la cama; dejó caer el libro al suelo. Bajó las escaleras y vio a dos hombres con barba de varios días y pelo oscuro, aceitoso, caminaban lentamente por el jardín hacia el enorme ventanal vidriado. Uno era flaco y alto; el otro, petiso y gordo. La mujer, sin dejar de mirarlos, dio unos pasos hacia atrás hasta que su espalda tropezó con el armario donde yo la estaba esperando. Con manos temblorosas ella me sacó del estante más alto y me sacudió para confirmar que estaba cargado. Por un segundo ella miró a los hombres que seguían acercándose. Después me miró a mí, para retirar el pestillo que sujeta el percutor y el seguro que traba el gatillo. Liberado mi cañón, ella apuntó a los hombres, ya habían alcanzado el ventanal vidriado. Mi gatillo se mantenía quieto, aún con el temblequeo del dedo inexperto. Oí como se aclaraba la respiración de mi dueña y la de los dos amenazadores muchachos del otro lado del ventanal vidriado. Oí también lo que se decían entre ellos:
- Tranquilo, tranquilo - obligó el más bajo. El muchacho no podía apartar la mirada del arma que lo apuntaba. Tampoco podía hablar.

Desde que soy un revólver sé que nosotros no fuimos hechos para quien no está dispuesto a matar. Por fortuna los ladrones no estaban armados, si lo hubieran estado no habrían titubeado en disparar como dudó mi inoportuna dueña. Se fueron por donde vinieron, impunemente. Con la misma parsimonia con la que habían irrumpido en el jardín, en pleno día. Manos tiritando me depositaron en el estante más alto de la cocina. Quise gritar para avisar que estaba sin los seguros, soy un revólver: lo único que oyen de mí son los disparos.
La puerta del armario quedó mal cerrada; el marido y los chicos volvieron de la peluquería.
La mujer llevó a su esposo al fondo del jardín para mostrarle la pared por donde habían saltado los ladrones; el menor de los chicos arrimó un banco al armario y se subió para alcanzar el estante más alto. Sin que le temblaran las manos me tomó por la culata.

Acerca de mí

Escribir es lo que mas me gusta