sábado, febrero 04, 2006

Tango

Al llegar a este país sabía que sin un greencard no iba a conseguir trabajo. Convenía hacer algo por mi cuenta, que valiera una visa. Necesitaba un crédito. En el Bank of América me cerraron la puerta en la cara, como una docena de otros bancos adonde fui. Ya empezaba a creer que mi idea era descabellada cuando conocí a José Agüero. Él era gerente de un banco “especializado en la playa” según sus propias palabras.
- Ustedes los argentinos son un pueblo culto - José Agüero mostró de manera elegante que había reconocido mi acento, mientras me ofrecía una silla frente a su escritorio. Cuando me tratan mal titubeo, pero si de entrada me atienden bien me siento seguro, las palabras salen calmas de mi boca y suenan más creíbles. Festejé moviendo la cabeza y con una sonrisa, mientras abría la carpeta para explicar el proyecto. Con convicción.

José era un cubano educado, sabía escuchar. No interrumpía con sus dudas. Las guardaba para un momento oportuno, como cuando hice una primera pausa en mi entusiasmo.
- Es un buen proyecto - aseguró José Agüero sacándose los anteojos que había usado para ver los números - Lo que pides en relación a lo que tienes está bien - su dedo índice golpeteó sobre una de las cifras de la planilla, y concluyó: - El problema está en lo que tienes.
- ¿Cómo? ¿Si lo que tengo es garantía suficiente, cuál es el problema? - pregunté alzando los hombros.
- Aquí viene mucha gente de Sudamérica - José se pasó la mano por una mejilla, haciendo una pausa antes de seguir - Tú tienes que mostrar el origen del dinero que traes, obviamente no aceptamos efectivo.
- El único efectivo que tengo es para cubrir gastos. Lo que figura aquí - señalé una de las hojas esparcidas sobre el escritorio - fue transferido de banco a banco.
- Entonces tú no tienes de qué preocuparte, sigue adelante con el papeleo y ya - dijo José Agüero para motivarme mientras ayudaba a colocar en mi carpeta los papeles desparramados.
- ¿Perdón, le gusta Lezama Lima? Pregunté señalando un libro que había quedado al descubierto al ordenar el papelerío. En la tapa se leía el título: “Paradiso”
- Sí, claro. Es el mejor. ¿Conoces escritores cubanos? - preguntó mientras tomaba la novela para guardarla en el portafolios de cuero marrón que levantó del piso.
- Conozco algunos - respondí y a boca de jarro detallé: - Alejo Carpentier, José Martí, Nicolás Guillén. De Guillén tuve que estudiar de memoria algunas poesías en la escuela - En mi cabeza resonó: “¡Yambambó, yambambé! / Repica el congo solongo, / repica el negro bien negro; / congo solongo del Songo / baila yambó sobre un pie”. Pero, por las dudas, no dije nada.
- Ustedes los argentinos son un pueblo culto - Afirmó José Agüero mientras cerraba su portafolios. Levantó la vista y entornando los ojos preguntó - ¿No te lo había dicho?

Meses más tarde, no quedaban temas de negocios pendientes, pero sí muchos otros. En nuestras conversaciones era raro que el no evocara Manzanillo. Ese era el lugar donde había nacido y que ya no existía más por lo menos de la manera que él lo recordaba. Nos habíamos hecho amigos. Un día me invitó a comer a su casa.
- Para que conozcas a mi familia - dijo con un tono de voz que demostraba su orgullo.

Alicia, la esposa de José, fue quien abrió la puerta con una sonrisa de bienvenida enmarcada por su cabello entrecano cortado a la garzón. Ya sabía que era doctora en matemáticas. Se la percibía estricta y amable a la vez, pero sobre todo eficaz. Con una sola mirada lograba que su hija veinteañera sirviera la mesa. A la chica la reconocí de una foto de la oficina donde José exhibe con orgullo a sus dos bellas hijas. Personalmente, los cabellos castaños y los rasgos angulosos lucían aún mejor en su bello rostro.
- A mi otra hija le sigue yendo muy bien en New York - contó José con gesto inmodesto. No habría conocido del todo a José si no hubiera visto el patio del fondo de su casa, donde acostumbraba a leer. Las plantas rodeaban a un par de sillones en el centro de aquel patio techado de virio como un jardín de invierno. Afuera, una silvestre vegetación envolvía a un delgadísimo arroyo que corría al alcance de la mano. El ruido de agua atrajo mi atención hacia un extremo del patio donde había una pequeña cascada. La paz para la buena lectura.

Pasaron los años, José y yo nos seguimos reuniendo, hablábamos muy poco de negocios pero mucho de cine y de libros. Después de la última vez que nos vimos en su oficina, me acompañó por el pasillo, como siempre lo hacía. Mientras tocaba el botón del ascensor me contó sus planes para ese fin de semana.
- Este sábado unos amigos míos y yo iremos a un espectáculo de tango - contó José frotándose las manos como quien prevé un gran festín - Tanto en el escenario como en la platea, todos seremos cubanos - se abrieron las puertas del ascensor que venía con una de las secretarias de Presidencia. José trabó la puerta con el pie. Después de cruzar saludos con la mujer, siguió hablando.- Se me acaba de ocurrir algo. Tú vienes de la tierra del tango, sería bueno que nos acompañaras.
- Sí, claro - le contesté demasiado rápido, preocupado por la puerta que se bamboleaba amenazando cerrarse sobre el zapato negro charolado de Luis. Con urgencia le pregunté:
- ¿Cuándo? ¿Dónde?
- El viernes a las 8 - alcanzó a decir mientras soltaba la puerta a punto de irritarse del todo - en el Teatro Tower - la voz atravesó el metal produciendo desconcierto en mi cara. No tenía idea de la existencia de ese lugar, menos de su ubicación. El trayecto a planta baja le alcanzó a mi compañera de viaje para explicármelo todo.
- El Teatro Tower está en el corazón de Little Habana - dijo la mujer tocándose la batida cabellera teñida de rubia - en la calle 8 a mitad de cuadra entre las calles 17 y 18. Ninguna pausa interrumpía la explicación fluida de la mujer. Ni siquiera cuando miraba los números que al iluminarse marcaban la marcha de nuestro descenso. Al ver los pisos que faltaban se daba cuenta de que le alcanzaba el tiempo para contar algo del lugar más cubano de Miami.
- La calle 8 cambió de nombre. El año pasado, le pusieron Celia Cruz cuando murió la cantante cubana conocida como la Reina de la Salsa. La calle está a nueve cuadras de acá - alzó su brazo en dirección a la puerta del ascensor que se abrió en al hall interrumpiendo tanta amabilidad.

En el teatro me senté a la derecha de Luis, del otro lado estaban sus dos amigos. El parloteo previo a la función era tan dramatizado como todo lo que hacen los cubanos. Se levantaban de sus butacas y cruzaban la platea de un extremo a otro para saludar a un conocido.
Cuando la luz se fue apagando todos se apuraron para volver a sus lugares. La oscuridad total fue interrumpida por una luz que iluminaba a una delgadísima mujer de rodete negro castaño que vestía una blusa negra y una pollera anaranjada. Imaginé que sería la cubana que cantaba tangos, idea que quedó disipada cuando de la nada apareció al guapo el galán. Él era un morocho engominado de pantalones negros y camisa anaranjada que la tomó de la cintura para componer un cuadro a dos colores. Un viejo con un acordeón a piano apareció en escena. Era toda la orquesta con la que contaban los bailarines Hubiera preferido un bandoneón. Al final de un largo trajinar que llevó a la pareja de una punta a la otra del escenario, la mujer quedó suspendida en el aire apenas sostenida por una mano del hombre. Eran buenos bailarines de tango, aunque mostraron más las dotes de acróbatas. A José no pareció importarle. Sus manos no pudieron esperar el minuto que faltaba para el final del número. Se lanzaron a un sonoro aplauso. La cara complacida no detectó que lo espiaba. Su atención había sido tomada por los bailarines saludando.
Las luces se volvieron a apagar para encenderse únicamente cuando apareció en el medio del escenario una mujer joven, un poco rellenita. Sobre la ropa negra llevaba un impermeable dorado que reflejaba la luz del foco que la perseguía por el escenario. Una gorra del mismo color brillante le cubría el cabello y la frente. Esta sí era la cubana que cantaba:

Madreselvas en flor / que me vieron nacer / y en la vieja pared / sorprendieron mi amor /
Tu humilde caricia / es como el cariño / primero y querido / que siento por él.

A esta altura de la melodía José dobló su cuello buscando mi adhesión. Era imposible no coincidir. La cubana de la voz privilegiada, que ya me estaba empezando a parecer no tan gordita, extinguió los incipientes aplausos enganchando los versos que tenía preparados:

Corrientes tres cuatro ocho / segundo piso, ascensor /
no hay portero ni vecinos / adentro, cóctel y amor.

Adelanté mi cabeza un poco, lo suficiente para observar los labios de José moverse.
Pisito que puso Maple / piano, estera y velador / un telefón, que contesta / una fonola que llora / viejos tangos de mi flor / y un gato de porcelana / pa que no maulle al amor.
Como José sabía la letra de memoria, seguramente me preguntaría si conocía el departamento de Corrientes 348. ¿Cómo le iba a explicar que aquel edificio fue demolido y en su lugar había un estacionamiento con una placa recordatoria del famoso bulín? Mis elucubraciones fueron interrumpidas por los bailarines que volvieron con el viejo del acordeón a piano y una milonga. Después el teatro quedó a oscuras. La vuelta de la luz nos sorprendió con una pantalla gigante que ocupaba todo el escenario. Desde ahí, Libertad Lamarque cantaba a dúo con la cubana que acababa de aparecer al pie de la imagen.

¡Déjame, no quiero que me beses! / Por tu culpa estoy sufriendo / la tortura de mis penas...
¡Déjame, no quiero que me toques! / Me lastiman esas manos / me lastiman y me queman

Esta vez eran los amigos de José los que acompañaban al dúo del escenario, no solo moviendo los labios. Ellos habían emigrado de Cuba a Méjico, donde Libertad Lamarque era una gran estrella. Todos estábamos lejos de donde habíamos nacido. Como si la cubana tanguera lo supiera, enganchó con esta melodía.

¡Adiós, pampa mía! / Me voy... Me voy a tierras extrañas. / Adiós, caminos que he recorrido,
ríos, montes y cañadas / tapera donde he nacido / Si no volvemos a vernos /
tierra querida, quiero que sepas / que al irme dejo la vida. / ¡Adiós!

No me animé a curiosear otra vez, pero me imaginaba a José con los ojos inundados de nostalgia. Estaba seguro que él oía Manzanillo en lugar de Pampa.

Salsa

Fort Lauderdale es un lugar tranquilo, no solamente para los que llegan de lejos atraídos por las playas sino también para los que residimos aquí. En la época en que vivía en Buenos Aires me tocaba correr de un lado para otro. Nunca se me hubiera cruzado por la cabeza tomar lecciones de baile, pero aquí sí.

Cuando era joven, me tenían que empujar para que bailara. Así lo hicieron en una fiesta en la que todos se movían muy bien. Oía la música, pero no el ritmo. Mientras levantaba un pie apoyaba el peso del cuerpo en el otro. Cuando el pie que había levantado volvía al piso, hacía lo mismo con el otro. No miraba la cara de mi partenaire, un tanto por vergüenza y otro porque controlaba mis piernas. Ellas se flexionaban con una rigidez que endurecía las caderas y al resto del cuerpo de la cintura para arriba. Me sentía como uno de esos soldaditos de plástico con articulaciones nada más que en las rodillas. Esperé a que terminara la música, alcé la mirada por primera vez, estiré los labios hacia los costados como si ese gesto fuese un pedido de disculpas, pero ese movimiento había salido tan ridículo como los anteriores, en la pista. Me escapé para el lado de las mesas, caminando rápido sin levantar la mirada del piso, como cuando bailaba. Los tonos subidos de mis mejillas acusaron el papelón. Nunca más permití que me obligaran a bailar, era capaz de forcejear. Aquel bochorno todavía permanece en mi recuerdo. Me importó. De ahí en más resistí muy bien a las invitaciones más obstinadas. No me gustaba bailar, o por lo menos es lo que decía.

Hace dos meses, caminaba de noche por el boulevard, desde la playa hacia el centro, cuando de pronto me sorprendió un letrero con luces de neón, rojo y violeta. Era de un negocio que antes no estaba: un gimnasio. Espié por la vidriera, pero no pude ver nada. Estaba oscuro. Un cartel, sobre el cristal de la puerta, informaba el horario y otro ofrecía clases de salsa.

Días después, volví a pasar por ese lugar y de puro curioso, entré. Dos chicas, una rubia y otra morocha, conversaban detrás del mostrador. La rubia iluminó sus ojos celestes y armó una sonrisa de apuro para preguntar en qué me podía ayudar. Cuando le dije que quería averiguar sobre las clases de salsa en lugar de contestar se dio vuelta y miró a la morocha de cabellos largos. Ésta que era más joven y más linda que la rubia, y salió de atrás del mostrador.
- Soy la profesora de salsa, mi nombre es Maritza - dijo en castellano, prueba de que reconoció mi acento. No bien terminó de pronunciar su nombre extendió la mano para saludarme, mientras con la otra señalaba el ballroom. La seguí.
En el salón, nuestras figuras aparecieron reflejadas en un enorme espejo que me ayudó a contemplar lo que más sobresalía en aquel lugar: el culo de la profesora. Parecía Jennifer López en “¿Bailamos?”. Mientras Maritza caminaba lentamente por el salón y hablaba sobre las bondades de la salsa, sus ojos negros y chiquitos se movían con avidez de un lado a otro como preguntando: ¿Bailamos? Jennifer López y Maritza tenían otras cosas en común además del trasero. Las dos estaban dispuestas a enseñar a bailar salsa a pataduras como Richard Gere o yo. Del salón volvimos al mostrador, sin pensarlo le hice a Maritza lo mismo que Richard Gere a Jennifer López: un cheque.

La primera clase reunió a una docena de alumnos alrededor de Maritza, quien se presentó con su nombre y su apodo: Boricua, como los indios de Puerto Rico. Con el tono de una maestra dijo que divertirse era una condición para aprender a bailar. Algo que fue festejado por la mujer que estaba a mi derecha, y también por la de mi izquierda. Eran mayoría, como en todos los cursos adonde había ido.

A simple vista resultaba más fácil adivinar lo patadura que podía llegar a ser un hombre que la edad de esas mujeres.
Maritza pidió a los varones que formáramos una hilera y a las mujeres otra, enfrentada. A nosotros nos dijo que arrancáramos con el pie izquierdo, a ellas con el derecho. Así enfrentados nos enseñó los pasos básicos. ¡Uno! Los hombres teníamos que adelantar el pie izquierdo. ¡Dos! Taconear con el pie derecho. ¡Tres! Volver el pie izquierdo a su lugar. Enfrente, las mujeres hacían lo mismo pero con el otro pie. Mi mente gritó en silencio -¡Lo encontré!- como Arquímedes desnudo por la calle gritando ¡Eureka!

Acababa de darme cuenta que la simetría de los movimientos evitaba los pisotones de una pareja - me reí solo - y yo que pensaba que era por un talento innato. Me entusiasmé, por primera vez creí de verdad que se puede aprender a bailar. Feliz, me concentré en esa posibilidad y en vigilar a mis pies para que siguieran el ritmo que marcaba la profesora: ¡One! Two! ¡Three! ¡One! ¡Two! ¡Three! De pronto una mano con firmeza subió mi mentón. Maritza se había acercado para levantar mi vista del piso, sin dejar de marcar el compás. ¡Up! ¡One! ¡Two! ¡Three! ¡Up! Hablaba para todos pero en cada ¡Up! sus ojos chiquitos y bailarines me miraban a mí y suavizaban la orden ayudados por una sonrisa. Al alzar la cabeza, mis ojos se posaron en la cara de la dueña de unas piernas largas y flacas, apenas cubiertas por una insignificante minifalda. De su pálido rostro asomaban unos labios que habían sido tan abultados tanto que ni en una negra hubieran pasado por naturales. A la nariz se la habían dejado demasiado chiquita y a los pómulos exageradamente sobresalidos. Cuando la vi de perfil me di cuenta que la boca sobresalía a la nariz. De tantos estiramientos los ojos le habían quedado rasgados. Sin embargo, bailaba y sonreía, orgullosa.

En la clase siguiente empezamos otra vez con los pasos básicos: -¡One! ¡Two! ¡Three! - Después de hacer un millón de veces lo mismo, nos mostraron tres pasos más. Iguales, pero para atrás. Si alguien nos hubiera espiado desde la calle apostaría a que estábamos haciendo gimnasia. El cartel de neón reforzaría el error. Algunos matizaban los movimientos básicos con el vaivén de las caderas. La profesora cambió el conteo por un sermón:
- Ya van a tener tiempo para mostrar la gracia con que mueven sus cuerpos. Si aprenden a controlar los pies, el resto viene solo. - Con tono más serio agregó: – No se puede aprender si uno cree que sabe.

- Al final de la clase, la profesora hizo formar un círculo y pidió que cada uno dijera qué había aprendido ese día. Cuando me tocó el turno, dije que los pasos básicos que tantas veces nos hacían repetir eran como los palotes con los que nos habían enseñado a escribir.

En otra clase, después de practicar los pasos básicos hasta la transpiración, Maritza largó la música y pidió a los hombres que nos quedáramos en nuestros lugares. Las mujeres cambiarían de pareja cada vez que ella lo dijera. Coloqué la mano derecha a la altura del omóplato de la mujer. Nos habían dicho que tenía que ser exactamente en ese lugar, funcionaba como un timón. Con una leve presión ellas se darían cuenta que venía el giro. Mi mano izquierda alzada recibía la derecha de mi eventual compañera, como en el vals. La primera que me tocó en suerte no esperaba a que yo diera mi primer paso. Otra, tenía los pasos más largos que los míos. Una me miraba como si yo fuera transparente. Otra, después de cada giro, me mostraba los labios comprimidos como si me lanzaran un beso rojo. Entre tanto le sonreía, mis dedos tocaban los huesos de la espalda que no era fofa como la de las gordas.
Los ojos de esa mujer decían que había sido muy linda de joven.
Seguimos arrancando con los pasos básicos durante muchas clases, hasta que Maritza vio que los hacíamos como autómatas. Ese día nos hizo improvisar con el resto del cuerpo. Dijo que cambiáramos de tema, que nos fuéramos por las ramas y que las piernas eran la garantía de volver.
¡Qué bien se movían las mujeres! Agitaban los brazos en el aire disparatadamente, pero sin salirse de los pasos básicos. Al final, formamos otra vez un círculo para contar qué nos había pasado en la clase. Cuando fue mi turno halagué a las “chicas” por lo bien que se movían. Divagaban sin perder el hilo.

Fort Lauderdale City Hall

Estoy yendo a la Municipalidad de Fort Lauderdale para cambiar el status, o algo así, de mi casa. Ahora que conseguí una mejor visa que la que tenía, puedo pagar menos impuestos con solo hacer un trámite. Las visas son tema de conversación obligado en las fiestas de cumpleaños donde hay argentinos. Con una copa en la mano y una masita en la otra, alguien lanza una pregunta, que siempre es la misma: “Cómo andás de papeles?” Diversas respuestas invaden parte de lo que dura la fiesta. Qué ganas de ir a una en lugar de andar dando vueltas con este papelito en la mano! Consulto la dirección sin poder creer que en esta ciudad no existan las vistosas chapas esmaltadas que marcan la altura de las calles en Buenos Aires. Nunca me acostumbré a las indicaciones que dan los norteamericanos para llegar a un lugar: “Siga diez minutos hacia arriba y cuando vea una Texaco doble a la izquierda hasta que encuentre un Walgreens, es justo enfrente.” Esta será la primera potencia mundial, pero en materia de direcciones están subdesarrollados. Tengo que tragarme la última palabra que acabo de pronunciar por una puerta que aparece de pronto frente a mí. Miro hacia arriba y veo que es la entrada de un edifico imponente. No tiene ninguna ventana. Me pregunto por qué. “Debe ser por los vientos huracanados” contesto mientras giro para echarle una rápida ojeada a la torre de enfrente. El último huracán había dibujado un crucigrama en una de las caras del edifico. Veo las líneas de ventanales que permanecen con sus vidrios intactos, mientras que otros están provisoriamente cubiertos con maderas. Los huracanes son remolinos de agua caliente que se forman en los calidos veranos de la costa norte de África. Tardan tres meses en llegar a estas costas, como todos los años, puntualmente en Septiembre. A veces tienen efectos arrasadores. Los únicos realmente previsores son los que construyeron este edificio público sin ventanas. ¿Los que establecen las ordenanzas no habrán querido compartir el secreto? Si lo hubieran hecho no habría crucigramas gigantes por toda la ciudad. Entro al Hall de la Municipalidad donde me recibe un negro. Me pregunta para que vengo, y convierte al propósito de mi visita en un número de oficina autoadhesivo que coloca sobre mi camisa. Busco esa dependencia en la planta baja, camino a través de un lugar que se parece más a un túnel que a un pasillo. Las paredes están cubiertas, del piso al techo, con piedras Mar del Plata, que también se llaman piedras Jerusalém. Cada edificio de esa milenaria ciudad, antiguo o moderno, tiene su frente cubierto con estas piedras veteadas y amarillentas. El sol se refleja sobre estas superficies doradas y la ciudad se hace merecedora de su apodo: Jerusalém de Oro. Sigo mi camino hasta el final de pasillo con la asfixiante sensación de estar dentro de un bunker. Llego a la oficina con el mismo número que el papel autoadhesivo de mi camisa. Un empleado me pide que me registre en un papel con columnas ávidas de nombres, firmas y otra vez el propósito de la visita. Sin hacerme esperar ni un minuto, el funcionario me deriva a una señora que está al fondo de la oficina. La única, entre muchos empleados, que está libre. La saludo, y me siento al costado de esta mujer y su computadora. La falta de un escritorio pone en descubierto sus pantalones rojos rellenos con lo que se supone una pierna pero que abultan como si fueran tres. Trato de ser disimulado en mi puntillosa observación. De a poco me doy cuenta de lo obesa que es, no solamente en las piernas que son imperdonablemente gordas sino que tiene rollos cayéndose por donde se la mire. Oigo su voz que me habla en un inglés pastoso. Me pide mi nuevo documento de identidad, el que le alcanzo mirándola de frente. Con extrañeza descubro que ella no abre del todo sus ojos. No logro salir de mi asombro mientras ella comenta algo que no entiendo, sé que es algo del trámite que vine a hacer. Habla con los párpados caídos y aunque los ojos están casi cerrados alcanzo a ver parte de sus pupilas. Me distrae. No puedo dejar de preguntarme a quién me hacer acordar. Parece un pescado, un enorme pescado. No sé por qué, pero se me cruza una película de dibujos animados donde una bruja muy mala quiere separar a dos enamorados. Mientras la bruja de la Municipalidad me sigue hablando del trámite, yo la miro moviendo mi cabeza con un ritmo de aprobación. Pero, en realidad, no puedo dejar de verla como la gorda mala de la película cuyo nombre no me acuerdo. De pronto, una pareja que está sentada en el siguiente puesto de trabajo se pone de pie y comienza a despedirse de la empleada que los termina de atender. Todo en castellano. Al quedar sola se me hace más visible. Apuesto a que si esa chica pasó los veinte años, fue hace muy poco. Su juventud estalla en la boca carnosa y los ojos vivarachos. Sus cabellos renegridos y la tez oscura son los de una colectora de café de una publicidad que excitaba mi imaginación en la época en que todavía vivía lejos de mulatas, mestizas y del Mar Caribe. El silbido de un mar lejano o el viento suspirando por el cafetal no me dejan oír lo que me dice la bruja norteamericana. De pronto, la colectora de trámites en español se levanta de su silla. Se acerca a mí. Los pocos metros que nos separan le sobran para contonear sus redondeces: grandes pechos y caderas que emergen de una estrechísima cintura. No tengo dudas, ésta es la Sirenita y la otra es la bruja que la hostiga. La Sirenita viene a socorrerme del inglés viscoso de la rolliza hechicera. Con voz suave voz y en un límpido castellano con acento de las sierras colombianas dice que puede conseguir una rebaja retroactiva al inicio del trámite. Necesita la solicitud. Me toco los bolsillos y digo que no lo tengo, pero que la tengo en mi casa. Me sonríe. Le sonrío sin esfuerzo, y con gusto le digo: - Vuelvo mañana.

Acerca de mí

Escribir es lo que mas me gusta