miércoles, noviembre 30, 2005

De visita

Silvia coloca suavemente un cigarrillo sobre sus labios mientras su marido le acerca la llama del encendedor. Tras aspirar una primera bocanada de humo, ella desliza una pregunta que emerge desgastada por repetida.
- ¿Deberíamos dejar de fumar, Eduardo, no te parece?
- Seguro, pero no vamos a arruinar nuestras vacaciones haciendo semejante esfuerzo. Mejor festejemos este lento atardecer con vista al mar - propone Eduardo mientras toma un cigarrillo del paquete de su mujer y lo prende con el encendedor que todavía no ha guardado.
Fumar es toda una ceremonia que se hace, las más de las veces, cuando hay algo para festejar o algo para ponerse nervioso - reflexiona Silvia mientras aleja el cigarrillo de su boca y sigue con la mirada el humo que se mezcla con el de su marido sobre mesa del bar.
- ¿Nervioso? No imagino quién puede ponerse nervioso en un paraíso como éste - ironiza Eduardo mientras redondea la boca para formar anillos de humo y, tras arrojarlos al aire, agrega - Disfrutemos de esta vista, el mar está tan tranquilo que lo único que es mueven son las olas. Además, acabamos de encontrarnos con Alejandro, al que no veíamos desde hace mucho tiempo.
- ¡Eduardo, Eduardo! - irrumpe Alejandro agitando una mano - La grúa está llevándose tu auto.
- Aquí en la playa, ¿también está la grúa?- pregunta Eduardo mientras se levanta de la silla y se dirige a las escaleras.
- Sí, y las multas son mucho más caras que en Buenos Aires.
Silvia y Alejandro cruzan miradas beligerantes, pero guardan silencio hasta que la cabeza de Eduardo termina de desvanecerse tras la pared que cubre las escaleras. Alejandro se sienta en la silla donde ha estado Eduardo. Silvia lo frena frunciendo el ceño y cargando con sarcasmo sus palabras:
- ¿Te invité a sentarte? Esa es la silla de Eduardo, en todo caso sentate en la otra.
- ¿Qué pasa? ¿Acaso, creés que fui yo quien llamó a la grúa? - responde él con otra pregunta que aumenta el nivel de sarcasmo en la atmósfera mientras se sienta en una silla que no era la de Eduardo.
- ¿No? A vos te creo capaz de todo - dijo la voz de Silvia temblando de bronca igual que su pulso, mientras saca un cigarrillo del paquete y lo enciende con la colilla del que se está por terminar.
- No, no fui yo - se defiende Alejandro en voz alta, la misma con la que agrega: - Porque no se me ocurrió. Pero lo hubiera hecho encantado, con tal de quedarme un minuto a solas con vos.
- La última vez que estuvimos a solas te diste vuelta y no te vi más - reprocha Silvia.
- Vos me pediste que me diera vuelta - protesta Alejandro
- Porque a vos se te había ocurrido venir a vivir a Fort Lauderdale mientras yo me quedaba sola. - Recrimina Silvia tratando de encender un cigarrillo, pero al darse cuenta que tiene otro encendido lo vuelve a poner en el paquete.
- Con tu marido - dice Alejandro señalando la silla vacía que Eduardo ha dejado al bajar de la terraza con la urgencia de quien acostumbra a dejar mal estacionado su auto.
- Nunca me pediste casamiento -
- Y como castigo no contestás mis mails y de pronto te aparecés por acá, pero con tu marido.
- No fue mi idea. Él quiso venir a visitarte – ahora es ella quien señala a la silla vacía con la vehemencia de quien quiere descargar una culpa que cree no tener.
- Yo trabajaba con vos, no con él - esgrime Alejandro en su defensa.
- Sí, pero vos fuiste tan sociable que te creyó su amigo - vuelve a atacar Silvia parodiándolo. Mueve la cabeza al estilo que lo hace Alejandro.
- Lo habré hecho para aliviar la culpa que sentía, - susurra Alejandro- no quería que se enterara de lo nuestro.
- Entonces, cambiá de tema porque ahí viene.

Odio subterráneo

El vagón del subterráneo, colmado de pasajeros, avanzaba ruidosamente hacia el centro de la ciudad. Muchos de ellos comenzaban a agolparse para descender en la próxima estación: Carlos Pellegrini. Al abrirse las puertas se bajaron todos, menos dos. Uno era un adolescente de campera negra y pelo cortado al ras. El otro, de aproximadamente la misma edad, viajaba sentado en el extremo opuesto del vagón. Vestía un traje negro, camisa blanca y un amplio sombrero que no alcanzaba a cubrir los rulos de cabellos oscuros que se enrollaban detrás de las orejas. El chico de campera negra se levantó de su asiento sonriendo, como si festejara la intimidad que lo vinculaba al otro pasajero. Mantuvo esa mueca de regocijo mientras cruzaba el vagón en busca de su único compañero de viaje. Éste, viendo que se aproximaba, abrió el libro que llevaba bajo el brazo e hizo como si lo leyera con un explícito propósito de ignorar el entorno. Sobre el libro apareció un dedo que no era el suyo y que le interrumpía la lectura.
-¿Ésto es ruso como vos? - preguntó el provocador sin dejar de sonreír burlonamente.
- No, es hebreo - respondió con voz dócil el chico de sombrero, mientras cerraba el libro suavemente como para darle tiempo al dedo usurpador a que se retirara. Tomó el caftán negro que reposaba plegado sobre su falda y lo coloco a un costado.
- Entonces sos un hebreo - corrigió el joven que seguía de pie, pero irguiendo cada vez más su arrogante cabeza rapada. El muchacho del sombrero bajó la cabeza hasta esconder la mirada entre sus rodillas y alzó la voz para balbucear.
- Soy argentino, y… – el brillo de una navaja lo interrumpió. Saltó como un resorte y se puso de pie frente al agresor. Con una toma de karate le pegó en el abdomen, lo dejó paralizado; aprovechó para doblarle el brazo de cuero negro hacia la espalda del mismo material y sacarle la navaja. Finalmente, lo tiró sobre la opuesta hilera de asientos. El muchachote con poco pelo y mucho miedo, aunque era más corpulento, en lugar de defenderse alzó las manos para mostrar que nada intentaría.
- ¿Skinhead, no lees los diarios? ¿No te enteraste que ya no nos dejamos matonear?
El ruido de los frenos del subterráneo no dio lugar a una tercera pregunta. El convoy comenzaba a reducir la marcha a medida que se acercaba a la luz del final del túnel: la estación Florida. Cuando la formación se detuvo totalmente, el joven - que yacía desmoronado sobre dos asientos - alcanzó la puerta cuando todavía estaba abriéndose, con solo dos saltos; y con un tercero llegó al andén. Al mismo tiempo que se escuchaba el pito del guarda avisando que las puertas volvían a cerrarse, el joven rapado levantó su brazo derecho de cuero negro y acercó el dedo índice al cuello. Lo deslizó lentamente de izquierda a derecha como si fuera el cuchillo que había quedado en el vagón. El joven del sombrero se alejaba dentro del subte que reiniciaba su marcha. Sus ojos sostuvieron fijamente la mirada llena de odio del recuperado provocador. El solitario pasajero abrió otra vez su libro. La lectura de un solo versículo le importaba más que la amenaza de la ventanilla. Quería llegar a su destino.

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