martes, enero 23, 2024

Mario Farber

Odio subterráneo

El vagón del subterráneo, colmado de pasajero, avanzaba ruidosamente hacia el centro de la ciudad. Muchos de ellosmenzaban a agolparse para descender en la próxima estación: Carlos Pellegrini. Al abrirse las puertas se bajaron todos, menos dos. Uno era un adolescente de campera negra y pelo cortado al ras. El otro, de aproximadamente la misma edad, viajaba sentado en el extremo opuesto del vagón. Vestía un traje negro, camisa blanca y un amplio sombrero que no alcanzaba a cubrir los rulos de cabellos oscuros que se enrollaban detrás de las orejas. El chico de campera negra se levantó de su asiento sonriendo, como si festejara la intimidad que lo vinculaba al otro pasajero. Mantuvo esa mueca de regocijo mientras cruzaba el vagón en busca de su único compañero de viaje. Éste, viendo que se aproximababrió el libro que llevaba bajo el brazo e hizo como si lo leyera propósito de ignorar el entorno. Sobre el libro apareció un dedo que no era el suyo y que le interrumpía la lectura.
-¿Ésto es ruso como vos? - preguntó el provocador sin dejar de sonreír burlonamente.
- No, es hebreo - respondió con voz dócil el chico de sombrero, mientras cerraba el libro suavemente como para darle tiempo al dedo usurpador a que se retirara. Tomó el caftán negro que reposaba plegado sobre su falda y lo coloco a un costado.
- Entonces sos un hebreo - corrigió el joven que seguía de pie, pero irguiendo cada vez más su arrogante cabeza rapada. El muchacho del sombrero bajó la cabeza hasta esconder la mirada entre sus rodillas y alzó la voz para balbucear.
- Soy argentino, y… – el brillo de una navaja lo interrumpió. Saltó como un resorte y se puso de pie frente al agresor. Con una toma de karate le pegó en el abdomen, lo dejó paralizado; aprovechó para doblarle el brazo de cuero negro hacia la espalda del mismo material y sacarle la navaja. Finalmente, lo tiró sobre la opuesta hilera de asientos. El muchachote con poco pelo y mucho miedo, aunque era más corpulento, en lugar de defenderse alzó las manos para mostrar que nada intentaría.
- ¿Skinhead, no lees los diarios? ¿No te enteraste que ya no nos dejamos matonear?
El ruido de los frenos del subterráneo no dio lugar a una tercera pregunta. El convoy comenzaba a reducir la marcha a medida que se acercaba a la luz del final del túnel: la estación Florida. Cuando la formación se detuvo totalmente, el joven - que yacía desmoronado sobre dos asientos - alcanzó la puerta cuando todavía estaba abriéndose, con solo dos saltos; y con un tercero llegó al andén. Al mismo tiempo que se escuchaba el pito del guarda avisando que las puertas volvían a cerrarse, el joven rapado levantó su brazo derecho de cuero negro y acercó el dedo índice al cuello. Lo deslizó lentamente de izquierda a derecha como si fuera el cuchillo que había quedado en el vagón. El joven del sombrero se alejaba dentro del subte que reiniciaba su marcha. Sus ojos sostuvieron fijamente la mirada llena de odio del recuperado provocador. El solitario pasajero abrió otra vez su libro. La lectura de un solo versículo le importaba más que la amenaza de la ventanilla. Quería llegar a su destino.


Juego

Toco a oscuras la piel desconocida

¡Lástima!

Un rechazo me daría tiempo para inventar algo

No se cual es el próximo paso

Inútil pensar, esa misteriosa mujer lo da primero

Mi lengua recibe la suya con sabor nuevo

Mis dedos indagan inexplorados cabellos

Sus pechos se apoyan sobre el mío

Acelerándole la marcha

Su boca abre un trayecto entre mi cuello y mi oreja

Donde suspira según mi mano baja por su espalda

Sé que debo callar, pero no puedo y digo:

- ¡Te quiero! -

- Reconozco esa voz - me contestan - así no vale, era un juego

martes, abril 07, 2015

DOS por UNO

En una oportunidad me invitaron a pasar un tiempo en la Ieshiva Or Sameaj ubicada en el barrio Mea Shearim de Jerusalem. Una vez ahí, sucedió que uno de los rabinos me dedico mucho tiempo y mucha atención. Realmente el hombre era una de esas personas que ayudan a los demás y a mi realmente me estaba ayudando mucho. El era argentino como tantos otros en esa Ieshiva. A raíz de mi apellido, hizo una serie de preguntas que nos condujeron a la calle Thames, mas precisamente al taller de mi padre. Descubrimos que uno días antes de emigrar a Israel fue a ver al sastre para que le hiciera dos pantalones. Cuando los retiro mi padre, que sabia que el rabino estaba por hacer aliá, le cobró uno solo. Después de desenterrar de su memoria esta vieja historia, el Rabino dijo: "Sin saberlo, te estaba pagando a vos el pantalón que me regalo tu papa".

domingo, septiembre 30, 2012

El señor Calzado

La nebulosa que cubre parte de mis recuerdos no me deja ver por qué mis padres decidieron cambiarme de escuela no bien empecé cuarto grado. Pero nada puede tapar lo que pasó el primer día en que estuve en el colegio nuevo. Recuerdo claramente aquella mañana otoñal de principios de abril en la que mi flamante maestro, el señor Calzado, hablaba a la clase con el tono magistral de quien dicta una conferencia. En mi escuela anterior, que era mixta, solo había tenido maestras, mientras esta era únicamente para varones. La raya bien dibujada de los pantalones asomaba al final del blanco guardapolvo almidonado del señor Calzado. Sus rasgos severos correspondían a los de un hombre que había vivido cincuenta y largos años en el campo. Al conocerlo cualquier persona se detendría en el extraño par de anteojos que usaba. Sobre los gruesos cristales se apoyaban otros lentes que también eran verdes pero más delgados y estaban prendidos con unos ganchitos de la parte superior de un armazón, lo que permitía suponer un gran problema de visión. En su abundante cabellera coexistían mechones negros con otros grises y blancos, todos nivelados por un fijador que los mantenía en perfecto orden. Las paredes del aula estaban cubiertas por láminas del aparato digestivo: boca, esófago, laringe, estómago, hígado, vesícula biliar e intestino delgado y grueso. —El proceso de la digestión termina cuando en el recto se almacenan las heces antes de ser excretadas por el ano —dijo el maestro haciéndome pensar que era la última de una serie de clases sobre el tema, y con la misma parsimonia académica concluyó— y finalmente la mierda sale por el culo. Esas palabras no me dieron risa, sino que me hicieron sentir una especie de nerviosismo. Una clase de nerviosismo del que le da a uno cuando no sabe cómo reaccionar ante algo inesperado. En una milésima de segundo miré alrededor buscando una respuesta en las caras de mis compañeros. Me llamó muchísimo la atención que nadie festejara lo que para mi era un chiste. “Estos chicos tienen reaccione lentas”, pensé y me reí para no quedar como un tonto. Al señor Calzado se le endurecieron aún más los austeros rasgos de la cara. Sin necesidad de hacer un paneo sobre la clase, me identificó como al autor de la risita. Seguramente su capacidad auditiva había evolucionado en forma inversamente proporcional a la de su visión. Enfurecido, me señaló con el índice y vociferó: —¡Ey, usted, señor, el nuevo! ¿De qué se ríe? ¿Por dónde caga su madre? ¿O acaso su madre no tiene culo? —Me hacía una pregunta tras otra sin darme tiempo a que le contestara ninguna—. ¡Venga para acá con su cuaderno de clase que Villa Pancha va a ponerle una mala nota! —gritó mientras buscaba una lapicera colorada entre otras azules y negras. Así fue como me enteré que su birome tenía nombre propio. Volví a mirar alrededor, buscando una explicación de lo que estaba pasando en las caras de mis compañeros, pero no vi en sus impávidos rostros una expresión distinta a la que habían tenido mientras escuchaban atentamente a la clase. Me puse de pie y llevé al frente mi cuaderno que se movía al ritmo del temblor de mi mano. —Villa Pancha le va a hacer entender a este jovencito que no hay malas palabras si se dicen cuando es necesario —dijo el hombre enojado. Cuando le hice firmar la mala nota tuve que esforzarme en sujetar a mi madre para que no fuera a quejarse al día siguiente. Mis compañeros conocían al maestro no solamente desde marzo sino de cuando cursaban los grados anteriores. En el colegio había instalada una vieja costumbre por la cual cada día de la semana una maestra o un maestro distinto asumía el rol de tutor de toda la escuela. Esto quería decir que presidía la formación de las filas antes de entrar a clase y el izamiento de la bandera. Cuando le tocaba el turno al señor Calzado, lejos de conformarse con liderar la ceremonia, extendía al resto del alumnado algunas de las exigencias que tenía para con nosotros, los alumnos de su grado. Se paraba en el primer escalón de la entrada del edificio y supervisaba detenidamente a cada uno de los alumnos. Quien llegara desalineado o con los zapatos sucios debía volver a su casa. —Pueden entrar con el guardapolvo o los zapatos viejos y gastados, pero no mugrientos — solía decir a los que rechazaba. Como se sabía con anticipación cuando le tocaba la tutoría, cada alumno se preparaba especialmente para esa mañana especial. Para los que lo teníamos como maestro, todos los días eran especiales. Así tomamos el hábito de lustrar nuestros zapatos y cuidar de nuestro aspecto personal. El señor Calzado le preguntaba a cada alumno cuál era el trabajo de su padre. Algunos se quejaron por eso. —No hago estas averiguaciones de puro entrometido —se justificaba—, sino porque los padres deben participar de la educación de sus hijos—. A cada uno le pedía ayuda según la profesión que tuviera. Así fue como había conseguido las láminas del aparato digestivo que tanto me habían llamado la atención en mi primer día de clases. A fines de abril le pidió unos retazos de tela a mi padre, que era sastre, y a una madre, que era modista, le pidió que cosiera una sotana. Con un mes de anticipación nuestro quinto grado ensayaba una representación de la asamblea del Cabildo Abierto del 22 de Mayo. Cada mañana, cuando llegábamos al aula, antes de empezar formalmente con la clase, el maestro nos hacía pasar al frente de a pequeños grupos. Cada uno leía las líneas de aquel famoso debate que le había tocado en suerte ese día. Al día siguiente repetíamos todo, pero a cada uno le tocaba hacer de otro personaje. Preparándonos con tanta antelación algunos aprendimos de memoria hasta las exposiciones más largas. Después de cada ensayo, íbamos todos juntos a uno de los patios y hacíamos ejercicios durante algunos minutos. A la vuelta el maestro repetía la frase de Juvanal: —Mens sana in corpore sano Pocos días antes del 25 de Mayo, el señor Calzado develó el casting para el acto. A mí me tocó hacer de Juan José Castelli y al chico que se sentaba detrás de apellido Dianovsky, de Obispo Lué. Al día siguiente la madre se presentó muy enojada para hablar con el maestro. No quería que su hijo apareciera en el escenario vestido de cura. El señor Calzado le dijo: —Su hijo actuará de obispo así como más adelante un chico católico hará de rabino —le dijo a la señora y en lugar de darle lugar para profundizar la disputa le tendió la mano en señal de despedida y le expresó—: No es un capricho, es parte central de mis enseñanzas. Un día el señor Calzado llenó el pizarrón con los conceptos más salientes de la clase que acababa de dictar, como hacía siempre, pero esa vez lo hizo con errores de ortografía. Se alejó del pizarrón, manteniéndose de espaldas a nosotros, con la tiza en una mano y el borrador en la otra dejó pasar un interminable minuto hasta que de pronto aulló: —Ustedes tienen que corregir al maestro si se equivoca —dándose vuelta—, y al mismísimo Presidente de la Nación, que también se puede equivocar. Cada vez que en la clase pasaba algo malo, como la desaparición de una cartuchera, el maestro se ponía muy serio, se sentaba, se sacaba los anteojos, y en lugar de gritar bajaba la voz. Con un tono melancólico nos contaba una historia sobre un alumno que había tenido en la provincia de Corrientes, donde había sido maestro rural. Las cosas que relataba de ese chico, llamado Felipe, eran peores que la que terminaba de suceder en el aula. Nos comentaba que él mismo iba con su Rastrojero a la casa de Felipe en medio del campo. —Los padres siempre tienen que ver con estas cosas —musitaba. Lo importante del relato era que Felipe al final cambió para bien. —Mi Rastrojero anduvo por los campos de Curuzú Cuatiá y de Monte Caseros visitando las casas de mis alumnos y voy a hacer lo mismo —advertía el maestro— aquí en la Capital. No se cómo lo tomaban mis compañeros, pero yo creía en esa omnipresencia y muchas veces me quedaba sentado en el umbral de mi casa prestando especial atención a cada Rastrojero que pasaba. En mi cabeza había un convencimiento de que iba a dar una vuelta para ver qué estaba haciendo. Hasta me sentaba con cierta prolijidad. En el medio de una clase se oyeron unas palabras. Se había interrumpido el absoluto mutismo que se imponía en el aula. —Venga para acá con su cuaderno —me gritó irascible mientras buscaba entre sus lapiceras, una roja. No tuve más remedio que obedecer. Pero cuando después de escribir “No hable en clase” me dijo que volviera a mi asiento, no le hice caso. —Yo no fui quien habló — lo sorprendí con mi desplante. —¡Ajá! Así que alguien habló por ahí, entonces usted me va a decir quién fue. —No le voy a decir nada —me atreví a contradecirlo ante el asombro de todos los compañeros y el mío también. A partir de ahí el frente de la clase se convirtió en un frente de batalla verbal donde su presión para la denuncia era contrarrestada por mis argumentos. —Que un sonido venga de donde yo estoy no me convierte en el responsable de investigar quien lo produjo y mucho menos redimir mi culpa echándosela a un compañero. Mi compañero de banco, Eduardo Goldoni, se puso de pie y dijo que había hablado. Inmediatamente recibió un “No hable en clase” en su cuaderno y lo mando a su asiento. A mí, que todavía estaba en el frente, me dijo: —¡Ey, orador de la Revolución de Mayo! Deme el cuaderno otra vez. —Y escribió: Señora Dora: Su hijo acaba de dar un ejemplo al resto de la clase. No dejó que se lo acusara injustamente ni acusó a un compañero para salvarse en una clara una demostración de carácter que le augura un buen futuro. Usted tiene motivos para estar orgullosa. Sinceramente, Calzado. El año anterior, el Consejo Escolar había ordenado que nuestro maestro debía tomar el puesto de Director de la Escuela. Pero él no quería perder el contacto directo con los alumnos y postergó la observancia de esa resolución. Pero, como siempre pasa lo que no tiene que pasar, antes de terminar el año nos enteramos que el maestro tenía que someterse a una operación en los ojos. Si prorrogaba la cirugía como lo había hecho con su nombramiento de Director, quedaría ciego indefectiblemente. La señora Dianovsky tomó la iniciativa para que entre todos los padres compraran un medallón de oro y entregárselo antes de la operación. El señor Calzado, durante todo el año, no sé por qué, no repetía que le trajéramos la libreta universitaria no bien la tuviéramos. No sé por qué no hablaba del título del secundario o de médico, abogado o cualquier otra carrera. Él pedía que le lleváramos para mostrarle la libreta universitaria, nada más. Le hice caso. Cuando me entregaron la libreta de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos Aires lo primero que hice fue ir hasta el Colegio para mostrársela. En ese momento el señor Calzado era el director del Colegio. Después de medio siglo tuve la suerte de encontrarme con compañeros de aquella clase. No nos acordábamos de muchos maestros, pero sí de quien nos grabara a fuego valores para el resto de nuestras vidas, del señor Calzado.

domingo, agosto 05, 2012

La Paternal

No olvidaré jamás el día en que los nuevos vecinos se mudaron a la casa de enfrente. Los vi por primera vez cuando estaban terminando la mudanza. Eran un chico de mi edad, una nena un poco más grande, la madre y la abuela. Todos eran rubios, salvo la abuela, que tenía el cabello blanco. Pero ella tenía ojos celestes, los mismos que heredaron su hija y sus nietos. Al día siguiente, mientras estaba sentado en el cordón de la vereda, vi al chico nuevo en el barrio salir de su casa. Levanté un brazo y agité la mano invitándolo a que se sentara a mi lado. Él no se atrevió a venir. —No me dejan cruzar la calle —se lamentó. Como yo tampoco gozaba de ese permiso nos quedamos uno de cada lado—. Me llamo Alfonso. Cada tanto el empedrado temblaba al paso de un camión cisterna cargado con vino. El barrio La Paternal era muy tranquilo y por nuestra calle, Maturín, circulaban muy pocos autos, pero transitaban camiones de la fraccionadora de vinos Talacasto, ubicada a una cuadra Pasaron varios días en los que nos saludábamos, cada uno sentado en su zaguán. Pero una tarde, Alfonso miró hacia ambos lados de la calle, tomó coraje y la cruzó corriendo. Se sentó a mi lado y como si todavía le durara el impulso de la corrida largó su nombre completo: —Alfonso Sánchez Gagneten. —Y agregó casi sin hacer siquiera una pausa—: Nací en Santa Fe A partir de ese día nos hicimos amigos inseparables, pero solamente de lunes a viernes porque los fines de semana él no estaba en la casa. El padre venía todos los sábados al mediodía en un taxi, que hacía parar en la esquina. La madre, después de despedirse dándole un beso a su hijo y otro a su hija, espiaba, detrás de la puerta entornada, como se llevaban a sus criaturas. Yo miraba desde mi ventana lo que para mí era algo nuevo: como compartían a sus hijos los padres que no vivían juntos. Ya sabía que algunos matrimonios se separaban, pero hasta ese entonces no había conocido a ningún chico cuyos padre no vivieron en la misma casa. Cada lunes, Alfonso le contaba a la madre lo que habían hecho durante el fin de semana y ella siempre respondía con un frío silencio. Cada tanto, asentía con la cabeza y como profusa respuesta emitía un par de monosílabos. Era como si hubiera hecho un pacto de silencio consigo misma respecto de todo lo que tuviera que ver con su ex marido, por lo menos frente a los hijos. Esta autocensura hacía sufrir a Alfonso, pero a veces la interpretaba, caprichosamente, como que la madre todavía quería al padre y le hacía abrigar la esperanza de que los cuatro volvieran a vivir juntos, sin la entrometida abuela. Mientras tanto, cada noche antes de ir a dormir, rezaba para que a la hipocondríaca anciana, que con frecuencia intranquilizaba a la familia con el ritmo del corazón, se le cumplieran los malos vaticinios respecto de su propia salud. Ella tenía un carácter demasiado fuerte. Le gustaba mandar a todos, pero el yerno no estaba acostumbrado a acatar órdenes de nadie, mucho menos de su suegra. Él decía que ya había transigido demasiado dejando que la vieja eligiera como se iban a llamar sus hijos. Alfonso, y Asunción. Casi nadie en el barrio sabía que se llamaba Asunción porque todos le decían Chony. Tenía dos años más que su hermano, era un poco regordeta de cara y siempre llevaba su largo cabello dorado con dos trenzas. Iba a un colegio católico de doble escolaridad por eso era raro no verla en su uniforme de saco azul y pollera tableada, del mismo color, que le cubría las piernas hasta la altura de las rodillas, lo suficiente como para dejar ver que era un poquito chueca. El padre de los chicos nunca se bajaba del taxi, pero una vez lo hizo y me di cuenta de que rengueaba. Respondiendo a mi curiosidad, Alfonso me puso al corriente de las proezas de su padre durante la Guerra Civil Española. —Tuvo suerte de salir de allá con vida. —El orgullo con el que contaba ser hijo de un héroe le encendió los ojos celestes—. Franco lo mataría si decidiera volver a España —agregó, y me explicó que una guerra civil es una pelea dentro de un mismo país, entre hermanos. Fue la primera vez que oí hablar sobre ese tipo de enfrentamiento. Me costaba entender cómo sería una pelea así. Me preguntaba cómo harían con los uniformes; cómo se distinguirían unos de otros. Cuando Alfonso se enojaba con alguien le decía “fascista”. Era como su padre llamaba a Franco y a todas las personas que no quería, incluyendo a su ex suegra. En mi casa se hablaba solamente de la Segunda Guerra Mundial donde habían matado a una parte de la familia de mis padres. Cada vez que visitábamos a mi tía, ella me mostraba el mismo libro. Tenía tapas duras y el título estaba en inglés: Wewillnotforget (“No olvidaremos”). Cada página era una lámina con una fotografía de gran tamaño en blanco y negro. Una de ellas mostraba a unos mellizos de más o menos mi edad, que estaban desnudos. Mi tía apoyaba el dedo índice sobre la imagen de esos chicos y mordiendo los dientes pronunciaba un nombre, una y otra vez, como para que yo no lo olvidara: “Doctor Mengele”. Mengele era un médico que experimentaba con chicos en Auschwitz. Después descargaba algún improperio en polaco, en idish o en un mal castellano según la ocasión. Cuando mi padre tachaba a alguien como muy malo decía que era un doctor Mengele o un Hitler. Cuando alguien hacía una maniobra o lo encerraba con el auto, le gritaba: “¡nazi!”. También se le había metido en la cabeza la idea de que todas las personas rubias y con ojos celestes podían ser alemanes; aunque le dije que eran de origen español nunca se alegró de mis visitas a la casa de enfrente. Ni Alfonso ni Chony intentaron jamás entrar a la mía. Habrá sido por pura intuición de ellos porque yo no le contaba a nadie sobre las ideas persecutorias de mi familia, que me avergonzaban. Paradójicamente, durante esos años, el doctor Mengele estuvo viviendo de lo más tranquilo en la Argentina sin que mis padres se enteraran, y muy cerca, en Vicente López. Pasó el tiempo y empezamos la primaria. A mí me mandaron, por la mañana, a una escuela del Estado sobre la calle Casofoust, mixta, pero con muchas mas chicas que chicos, y por la tarde a la escuela “Tel Aviv” en la calle Seguí. Alfonso fue al Colegio Claret, a tras cuadras, en la avenida San Martin y Donato Álvarez, el mismo adonde ya iba Chony. Una vez me invitó a la parroquia del colegio. Al entrar se santiguó y arqueó la rodilla derecha hasta el suelo con el torso erguido mientras miraba al altar. Yo había quedado detrás de mi amigo, rígido como una tabla, sin saber qué hacer. Aunque él se dio vuelta y me guiñó un ojo, un gesto que habitualmente empleaba conmigo para indicarme que todo estaba bajo control. —Vos no tenés que hacer nada —susurró para tranquilizarme. Pero mi incomodidad persistía. Los miembros de la congregación se paraban y se volvían a sentar, todos al mismo tiempo, según la parte del rezo. Cuando me puse de pie siguiendo al resto, Alfonso me dijo bajito al oído: —Podés quedarte sentado, nadie va a decir nada. — No te preocupes, es igual que la sinagoga donde estuve una vez, ahí también se paraban y se sentaban a cada rato —le susurré sin ahondar en lo que recién había captado toda mi atención: las estatuas que rodeaban el atrio representando a distintos santos. En mi casa cuestionaban a todos los dogmas y sus seguidores pero más a quienes, según mi padre, les rezaban a las estatuas. Cuando terminó aquella infinita misa, Alfonso y yo nos juntamos con Chony en la salida. Ahí, al fin, pude respirar aire fresco y relajarme. —A ver cuando me invitan otra vez —les pedí a los dos hermanos, sin mentirles. Mi curiosidad estaba por encima de cualquier tensión. Yo no sabía seguir ninguna clase de ritual. Mis padres no eran religiosos, más bien todo lo contrario. Bajaban las persianas y apagaban la luz para mirar hacia afuera sin ser vistos. Criticaban con saña a los personajes de un entorno, para ellos, hostil y juzgaban con el mismo rigor a unos muchachos con caftán negro y rulos cayéndole de las orejas. Cuando ellos pasaban cargando un tarro de tambo se preguntaban irónicamente por qué los religiosos tomaban una leche distinta, por qué comían cosas diferentes y por qué tenían hijos por docena. Por un lado, me gustaba ver a mis padres haciendo una pausa en sus permanentes discusiones. Pero por otro lado, me impresionaban las burlas a los ortodoxos de la otra cuadra que también hablaban idish y habían venido de Varsovia como ellos. Esas divisiones internas venían de Polonia, donde los nazis no hicieron distinciones entre quienes eran observantes y quienes no lo eran. A veces siento que el mundo siempre ha estado sumergido en una gran confusión y que el de mi infancia me exigió aprender a navegar en un mar revuelto de contradicciones. Tal vez por eso, durante el resto de mi vida cada vez que me exigían coherencia tuve que disimular la risa. Nuestros vecinos de enfrente trajeron sus propias divisiones de España. La abuela había iniciado las beligerancias al hacer bautizar a su nieta con el nombre de Asunción, que indica el ascenso de la Virgen María al cielo y la siguió con Alfonso, que fuera el último rey de España antes de la Guerra Civil. Los católicos y los republicanos españoles llevaron su pelea del otro lado del Atlántico y terminaron en divorcio, mejor dicho en separación, porque en esa época no había divorcio. Los adultos creen que el pasto del vecino es más verde, y los chicos también. Yo pensaba que hermanos de enfrente tenían más suerte que yo al no tener que batallar con las contradicciones todos los días. A ellos les pintaban un mundo durante los días de semana y otro los sábados y domingos. Tampoco se sentían bien con eso, más allá de lo que yo imaginaba. Por eso Alfonso, Chony y yo creíamos más fervientemente que los otros chicos del barrio en las fantasías inventadas por nosotros mismos. En el fondo de la casa de ellos había un gran terreno donde armamos una casilla. Allí establecimos una sociedad secreta compuesta por Alfonso, Chony y yo. Como nombre le pusimos la primera sílaba de mi apellido, FAR, seguida por como sonaba el comienzo del apellido de los Gagneten: GAN. Resultó FARGAN. Y FARGAN se dedicaría a la química, ciencia con la que, asegurábamos, nos íbamos a consagrar cuando fuéramos grandes. Juntábamos píldoras, grageas y comprimidos de todos los remedios que podíamos hacer desaparecer de los botiquines de nuestras casas. Los hacíamos polvo, los mezclábamos y experimentábamos. La abuela, que en cada enojo tomaba medicinas para el corazón, se transformó sin saberlo en la primera donante de nuestro emprendimiento. Como buen laboratorio abocado a la investigación que éramos, le dimos de probar nuestros desarrollos a un gato de la calle. Así fue como terminamos organizando el entierro del animal que había muerto por sobredosis de nuestro invento: Quietito-quietito. Por la noche, Alfonso llevó el cadáver a la estación La Paternal. Muy cerca de las vías del tren hicimos un hoyo en la tierra donde sepultamos los restos del felino. Chone marcó el lugar con una cruz de madera que le había robado a la abuela, como había hecho antes con las pastillas que llevaron a la víctima hasta ahí. Después de aquel accidente Alfonso en lugar de acobardarse, se envalentonó tanto que amenazaba con aquel invento a quienes lo molestaran. Así fue como el Quietito-quietito echó por tierra el carácter secreto que nuestra sociedad. Aunque no era lo que yo esperaba, la reacción de algunos chicos del barrio fue tratar de ingresar a FARGAN. Establecimos tantos obstáculos para ser admitido que nos resultó fácil dejar afuera a todos los aspirantes. Un día Alfonso me propuso que nos uniéramos a una pandilla que se llamaba como el terreno donde se reunía: La Carbonilla. Ese lugar era el que rodeaba las vías del Ferrocarril General San Martín en la estación La Paternal. Para entrar a ese grupo había que saltar un ancho canal que lindaba con los galpones de la estación. Quien no lo lograra debía arrodillarse frente a la bragueta del elegido por el grupo y abrir la boca para recibir lo que apareciera. Alfonso saltó el canal y falló. Entre dos forzudos lo levantaron dejando ver como los zapatos y los pantalones chorreaban un barro pestilente. Lo arrodillaron frente a un grandote que se estaba aflojando el cinturón. Mi amigo dio vuelta la cabeza para buscarme. Cuando nuestras miradas se encontraron me guiñó un ojo. En el momento en que el cierre de la bragueta ya se había bajado, mi socio escupió sobra la maraña negra que asomaba, se levantó y se largó a correr. Yo escapé detrás hacia la calle. No sé si fue por la adrenalina o por el miedo que se la producía, pero Alfonso tomó carrera y saltó por encima del canal. Todos los muchachones lo aplaudieron, menos el que había quedado con la boca y la bragueta abiertas. Mi amigo fue aceptado en el grupo. Pasaron los años. Chone estaba en la secundaria cuando se le afinó la cara y la figura. Había dejado las trenzas por la vincha blanca, parte del uniforme del colegio. Su cabellera lacia y rubia le llegaba hasta la cintura. Seguía con los hoyitos en las mejillas y las piernas un poco chuecas. Hasta eso empecé a ver con buenos ojos. Como Alfonso pasaba mucho tiempo en La Carbonilla, FARGAN estaba inactiva. Yo buscaba cualquier excusa para estar con ella. Mis visitas a la casa de enfrente siguieron siendo frecuentes. Una impulso más fuerte que yo me llevaba a hacer cosas inauditas en mí hasta ese entonces como dedicar tiempo a elegir la ropa que me iba a poner antes de cruzar la calle o como volver a peinarme antes de tocar el timbre. Le pedía prestado los libros de Julio Verne que a ella le encantaban y los leía con placer pensando en comentárselos. Enfrascado en esas lecturas rechacé muchas veces las invitaciones del hermano para volver con los experimentos o ir a La Carbonilla. El regreso de lo de Chone me dejaba un sabor agridulce. Por un lado me daba mucho placer haber estado en su casa, escucharla y verla sonreír, pero por el otro me inquietaba seguir pendiente de ella después de cada encuentro. Contaba las horas que faltaban para volver a encontrarla. Esta era una sensación nueva en mi vida y pensaba que nunca más experimentaría esa ansiedad. Estaba convencido que esa agitación era tan única e irrepetible como la chica que la provocaba. Me equivoqué. Volvió a sucederme una vez más, y ya no tenía la excusa de ser chico. Chony hizo que mi interés por la química fuera desplazándose por el de la lectura. Admiraba como contaba una historia que yo ya había leído. Admiraba cómo se hacía querer por todos. Su casa, al revés que la mía, recibía visitas todos los días. Casi todos los que llegaban eran compañeras del Claret donde era la chica más popular del Colegio. Venían todas con el mismo uniforme azul. Algunas eran más delgadas, más altas y hasta más bonitas, pero ninguna me gustaba como Chony. Si algo definía su personalidad era que no se peleaba con nadie; donde estuviera generaba una atmósfera tranquila, contraria a la que yo vivía todos los días en mi casa. Como uno siempre quiere lo que no tiene yo quería a Chony. Me preocupaban los centímetros que me llevaba de estatura, los años que me llevaba de edad y la cara que iban a poner mis padres cuando se enteraran. Imaginaba a las estatuas de los santos de la iglesia del Claret rodeándome y riéndose de mí. Estando con ella era fácil notar que ella todavía no sabía nada de lo que yo sentía. Para terminar con eso la invité al cine Taricco. En esa sala, que quedaba a una cuadra del Colegio Claret nos habíamos colado con Alfonso en sus funciones continuadas. Ese día me vestí con la ropa que había dejada preparada sobre una silla desde el día anterior. Toqué el timbre y apareció la sonrisa de Chony; una voz venía de atrás del pasillo. —¿Adónde van? —preguntó Alfonso. Terminamos yendo los tres al cine. Chony se sentó en el medio. Mis ojos pasaren menos tiempo mirando la pantalla que a la mano de ella, sobre la que estuve por poner la mía, pero no me atreví porque estaba Alfonso del otro lado. Al día siguiente fui con la excusa de pedirle otra novela de Julio Verne. Estábamos los dos solos en el terreno del fondo justo enfrente de la casilla abandonada cuando le iba a decir: “Vos sabés que te quiero”, pero de mi boca salió: —Vos sabés que todos te queremos. —Los hoyitos en las mejillas le enmarcaron la sonrisa que me dispensaba a cambio del cumplido. Mientras tanto y yo estaba preocupado pensando si la cobardía se me notaba en la cara. Hice un esfuerzo enorme para no volver a su casa enseguida. Me prometí a mí mismo ir a verla no bien terminara de leer el libro. Me apuraba con cada párrafo, pero después tenía que volver atrás porque mi mente había estado en otra historia y no en la Verne. Al fin llegué a la última página. Crucé la calle cargado de coraje, dispuesto a declararme. Ella me recibió con la encantadora sonrisa de siempre. Sin dejarme decir palabra, tomó mi mano y me llevó al living. En uno de los sillones estaba sentado un desconocido. —Te presento a Carlos, mi novio —dijo Chony. Al volver a casa, mi padre dio la noticia de que nos mudábamos lejos de La Paternal. Mi madre pensó que era un milagro, yo también. Jamás volví al barrio.

domingo, julio 22, 2012

Palermo Viejo

Pedro deambula por las calles de Palermo. Acostumbra hacerlo cuando se le presenta un problema, y lo hace convencido de que caminar ayuda a pensar. Tiene que tomar una decisión y es de las más difíciles que le han tocado en la vida. De pronto se detiene a mirar a un abuelo que arroja al aire a su nieto y lo agarra inmediatamente. El chico ríe a carcajadas. Pedro se conmueve viendo disfrutar al anciano y no sigue su camino hasta que el viejo toma a la criatura en brazos y se va. Después de dar algunas vueltas aspirando el verde del Jardín Japonés, toma la avenida Sarmiento. Un taxi tras otro marchan hacia plaza Italia. Uno de los taxistas disminuye la velocidad y mira a Pedro como a un potencial pasajero mientras le señala el cartel encendido de “Libre”. Pero el viento suave de septiembre es lo suficientemente persuasivo como para hacer que Pedro siga caminando. “Total, no tengo ningún apuro en llegar”, piensa. La verdad es que no tiene ganas de llegar adonde va. Delante de él, y con el mismo paso lento, camina una pareja tomada de la mano. El muchacho, con pantalón gris y saco azul, y la chica, con camisa blanca y pollera tableada azul. Están disfrutando juntos de un adelanto del Día del Estudiante en lugar de aburrirse en clase, y por separado. Llega a plaza Italia y cruza la avenida Santa Fe. Si esta mañana quiere olvidarse de algunas cosas, el cartel que indica el nombre de la calle Thames no se lo permite. Sobre Thames su padre había tenido un taller de confecciones. El olor de las piezas de género lo sigue por la avenida Santa Fe hasta que dobla en la primera esquina. Esta calle ahora se llama Jorge Luis Borges. Baja diez cuadras, sin contarlas, para encontrarse con Julio Cortázar, una plaza tan rejuvenecida como la gente que pasea por ahí. Los restaurantes que rodean la placita y que ahora están de última moda eran casas tipo chorizo donde funcionaban talleres de confección. En uno de esos talleres trabajaba Eva. Pedro se ve a sí mismo cuando era adolescente cruzando la vieja placita con una caja de botones en la mano. Le lleva el paquete a Eva por pedido de su padre. Aquella mujer había dejado una marca indeleble en su vida. Aunque ella lo duplicaba en edad se convirtió primero en su amiga, después en confidente y por último en su primera amante. Pedro cruza la plaza llena de recuerdos y la calle Borges vuelve a ser Serrano, como había sido siempre, como había sido antes de que Pedro abandonara el barrio y la ciudad. Después de caminar tres cuadras por Serrano, llega a donde iba. Se lo indica un enorme cartel con la palabra Serranía sobre el edificio, que no existía cuando era un adolescente. Toca el único botón del portero eléctrico y una mujer rubia, alta y muy bien vestida abre la puerta. —Soy Alicia, mucho gusto— dice la elegante mujer —El gusto es mío—replica Pedro extendiendo su mano. Aunque ya habían hablado por teléfono, en este momento se encuentra personalmente por primera vez. Como ella está acostumbrada a mostrar las comodidades del edificio a los familiares de los potenciales huéspedes, sabe que es mejor empezar por los pisos de arriba. Allí están alojados los residentes con mejor estado de salud, sobre todo los que tienen autonomía. Como Alicia quiere que la primera impresión sea la mejor, lleva a Pedro al salón de entretenimientos. Ahí hay una docena de mesas, todas ocupadas. Dos mujeres comparten una de ellas pero el resto tiene un solo ocupante. Pedro mira y asiente con la cabeza mientras trata de sondear en sí mismo por qué un grupo de ancianos en un salón le produce una sensación opuesta a la que le había producido el anciano al que vio en Palermo con su nieto hacia unos minutos. Alicia, intuyendo una vacilación de Pedro, se apura en comentar que por las noches este mismo salón se colma de gente jugando al bingo. Cruza el pasillo indicando el camino y abre la puerta de otro salón, esta vez lleno de aparatos: bicicletas fijas, cintas para correr y colchonetas en el piso. Las paredes tienen espejos y en uno de los rincones cuelga un televisor. La mujer se esmera en mostrar lo nuevos que son los aparatos y dar detalles de su funcionamiento, pero Pedro la interrumpe con una pregunta. —¿Por qué no hay nadie en el gimnasio?— —Es que a la mayoría le gusta dormir hasta tarde—explica ella mostrando el camino al ascensor. A Pedro no le resulta convincente que ella justifique la ausencia total de personas entrenando por lo temprano de la hora; los ancianos no duermen demasiado. Pero Alicia no parece registrar el desliz y sigue con su rutina —. Este es el área de descanso—indica cuando llegan a otro piso—. Hay uno solo dormitorio disponible —aclara mientras abre la puerta que está en el fondo del pasillo. Es una habitación preparada para recibir familiares de potenciales residentes. La mujer entra con confianza al lugar donde ella misma se encargó de los detalles. Sobre la mesita de luz hay un portarretratos con la foto de una pareja joven, la mujer sostiene a un bebé en sus brazos. Parecen ser los hijos de quien fuera huésped de esa habitación. Al lado de la foto hay un libro y anteojos de lectura. Pedro toma el libro y lee en voz alta: — Como vivir mejor, de Claudio María Domínguez —y agrega con tono reflexivo—. Parece que alguien vive en este cuarto. Alicia le contesta solamente con una sonrisa, pero ella sabe muy bien la mala impresión que causa una habitación sin vida. Justamente por eso decora así los cuartos vacíos. El ascensor los lleva a la realidad de la planta baja, cuanto más cerca de la salida a la calle más real. Allí no hay gimnasio sino una sala de terapia intensiva que Alicia nombra con un eufemismo: “de cuidados intensivos”. Por el estado del paciente que va a traer Pedro, se ve obligada a mostrar ese lugar pero no quiere hacerlo por respeto a quienes lo ocupan. Se adelanta unos pasos, abre apenas la puerta y mete la cabeza para espiar que pasa ahí. Por suerte, piensa, están todos durmiendo. Invita a Pedro a seguirla mientras se lleva el dedo índice a los labios. En una de las camas un hombre de cara alargada duerme apaciblemente. Cuando Alicia llegó al trabajo, la enfermera le informó que ese paciente, otra vez, había pasado la noche pidiendo plata a los gritos. Cree que la familia lo abandonó en la indigencia. La enfermera le había dado un billete de dos pesos, él lo dobló prolijamente, lo escondió en el forro de la almohada y se calmó. Esta hilera de camas está separada de otra por una cortina celeste. Del otro lado de la cortina hay varias camas vacías, pero una sola está deshecha. Esa cama es la de una señora de ochenta años que había llegado del Hospital Italiano, tras una fallida operación de cadera. Nunca más pudo caminar, ni siquiera sentarse. Al estar acostada todo el tiempo corre el riesgo de producir escaras en la espalda. Todo el personal de cuidados intensivos sabe lo delicado del caso. Pedro sigue a Alicia, que sale disparada de la sala como si se hubiera olvidado de él. En la habitación contigua encuentran a la señora en una camilla reprimiendo el dolor, mordiéndose los labios. Dándole la espalda a la sufrida anciana, la médica de guardia le está mostrando a una enfermera unas botas de cuero que acaba de comprar. Alicia clava la mirada en la joven médica, que como respuesta se encoge de hombros. —Ya no hay nada que podamos hacer —le susurra—. Estamos esperando la ambulancia que la va a llevar al Italiano, de donde seguramente no va a volver. Hizo una septicemia —concluye secamente la doctora. — ¿No había que rotar todo el tiempo el cuerpo de esta señora? —Alicia respira hondo después de hacer la pregunta. —Sí, pero yo no puedo estar aquí todo el tiempo —rebate la médica todavía con una bota en la mano. Alicia no le responde, da media vuelta y sale del lugar escoltada por Pedro, quien la sigue hasta su oficina. Se sientan uno de cada lado del escritorio, sobre el que hay solamente un papel: el formulario de admisión. La ambulancia avanza por Serrano hasta rodear la plaza Julio Cortázar para tomar Thames. A los jóvenes que están almorzando en los reciclados restaurantes de moda les inquieta por un segundo la sirena. Ese sonido no sorprende a nadie en la avenida Corrientes y menos en Pringles donde doblan todos los que van al Hospital Italiano. — ¿Vendrá por mí? —se pregunta un hombre sentado en su cama, mientras mira por la ventana como dos enfermeros trasladan la camilla recién llegada. Una enfermera interrumpe esos interrogantes al entrar con la bandeja del almuerzo. Le acerca una cuchara a la boca, pero el paciente la rechaza con gemidos y usando la mano izquierda, la única que puede mover. Había estado unos minutos dentro de una niebla, durmió por veinte días y solamente una mitad de él despertó. No puede hablar pero entiende y recuerda todo. Se siente prisionero dentro de un cuerpo que no responde más a sus órdenes. Apenas puede manotear la cuchara para demostrar que todavía puede comer solo. Quiere irse a su casa, pero nadie lo escucha porque no le salen las palabras enteras, solo sílabas sueltas. Piensa que en su casa, entre sus cosa, va a poder hilvanarlas mejor. “¿Dónde está mi hijo?” Se pregunta mientras le chorrea sopa de la boca al mentón y le arranca la servilleta a la enfermera. “Si en lugar de llevarme a mi casa me lleva a otro lado, dejo de comer para siempre”. Piensa, afligido, por no poder habérselo dicho a Pedro… por no poder hablar.

viernes, febrero 26, 2010

En la gran urbe

Como será de noble esta ciudad -decía- tenemos cuatrocientos años de estar tratando de acabar con ella, y todavía no lo logramos. Pero ahora -vaticinó un descreído- las autoridades están haciendo un gran esfuerzo para conseguir ese objetivo.

Quienes nacieron aquí no se dan cuenta de los beneficios de vivir en una gran ciudad -advertía un recién llegado- El anonimato es algo que apreciamos quienes venimos de un pueblo chico donde muchas cosas se saben antes de que ocurran.

El refugio que conseguí en esta urbe es vasto, pero al mismo tiempo es íntimo y, de alguna manera, secreto. Desde mi dormitorio oigo un barulllo que aplasta cualquier intento de silencio. Desde la ventana observo la gente arremeter contra la limpieza. Cualquiera deja su marca como si jamas volviera a pasar por esta calle. Lo que hace un hombre es como si lo hicieran todos los hombres -finalmente el pueblerino sentenció- Es contagioso.

Como estaremos de desilusionados -se quejó el citadino- que no bien bajan las aguas dejamos de protestar -y siguió quejándose aún con más amargura- Hasta dejamos de recorder las veces que pagamos el pavimento donde todavía sobrevive la dureza de los adoquines -y concluyó- Cada uno que viene promete un nuevo estilo de administrar. No mienten, cambian de estilo.

viernes, febrero 19, 2010

Es inevitable

Alguna vez te pidieron que dibujes un árbol, una casa y una persona? Si tu árbol no tiene una buena base, agarrate porque sos vos quien tambalea. Si a la casa le hacés grandes ventanales, te felicito porque sos muy dado. Si sos hombre y dibujás una mujer o viceversa, tenés un tema con tu sexualidad.

Siempre te dibujás a vos mismo. Siempre escribís sobre vos. Siempre vas a escribir sobre tus propias obsesiones. Nunca vas a escribir sobre lo que querés escribir sino lo que tus propios demonios te dicten.

Contarte que estudié y donde trabajé sería como darte mi currículum. Pero si te diera a leer algo mío sería como desnudarme ante vos. Si hasta ahora nunca me leíste, me va a halagar que hurgues entre mis líneas.

A mí me encantaría desnudarte, leyéndote. Con algo escrito por vos, te conocería mejor que tu madre. Quieras o no, cuando escribís mostrás hasta lo que querés esconder. Siempre te vas a desnudar como con el árbol, la casa y la persona que dibujás. Es inevitable.

jueves, noviembre 12, 2009

La chica grande

Si no la hubiese llevado a casa no se habría armado este lío. Si el viejo no la hubiera tratado mal, tampoco. Si mi novia no me llevase diez y seis años nadie se opondría a lo nuestro. Si mis viejos la miraran con buenos ojos se darían cuenta que es un excelente ser humano. Si me preguntaran le contaría lo buena pareja que hacemos. Si me dejaran de joder estaría todo fenómeno. Si el nene siguiera enojado con nosotros podría mudarse al pueblo de ella. Si el nene se fuera a vivir lejos de casa yo no lo soportaría. Ojalá el padre aprendiese a callarse la boca así todo volvería a estar en su lugar como antes. Si el nene no hubiera seguido su ejemplo de Don Juan no se habría metido con ella. Si en esta casa hubiesen respetado al padre como se debe no pasaría nada de lo que está pasando. Si tan solo mi mujer no me desautorizara delante de mi hijo el mocoso me respetaría. Si la mina esa no estuviese detrás de mi guita no le daría bola al pibe. Si la madre no le hubiera dado todos los gustos desde chico el pibe no tendría estos caprichos. Si el pendejo tuviese muchas minas no andaría con esta calentura. Si esta mina no tuviera toda la experiencia que tiene no habría embaucado tan facilmente al mocoso. Si mi marido no fuera tan autoritario el nene tendría mas personalidad y no se dejaría influenciar por esa mujer. Si el nene se fuese a vivir con ella yo no pararía de sufrir con la casa vacía. Si ella me pidiera las recetas de las comidas que le gustan al nene yo se las pasaría con ingredientes de menos. Si no fuera por las caras largas de los viejos yo la pasaría bomba. Lo único que yo quiero es disfrutar el rato con un chico joven.

jueves, octubre 15, 2009

Sobre la conquista de America: La Malinche

Los vimos descender de los barcos. Eran centauros con rostros pálidos y barbados. Un metal duro y plateado les acorazaba los torsos. Sus lanzas despedían fuego. Quemaron sus propias naves.

Eran los dioses de la Profecía. Venían a reclamar las tierras de Moctezuma. Hernán Cortéz guiaba las ambiciones de esos dioses.

A él le regalamos veinte esclavas, que distribuyó entre sus capitanes dioses. Se sorprendió al oír que una hablaba dos lenguas: la maya y la azteca. La llevó a su tienda. Mientras retozaban por las noches, le enseñó su lengua. Tuvieron un hijo al que llamaron Martín.

Malinche se enamoró de Cortéz, y ese amor le duró toda la vida. Los dos se volvieron inseparables. Ella acompañó a Cortéz en todas las campañas. Le indicó por donde tenía que subir a nuestra capital.

Malinche trajo a nuestras tierras el oficio de traductor. Qué hacía con un oficio como ese? Traducía a la lengua de su amo los mensajes que le mandábamos. Ella nos respondía por él en nuestro idioma. Malinche fue la boca de Hernan Cortéz. Su voz nos propuso los pactos que él no cumplió. Ella fue quien le contó cuales eran nuestras costumbres. Fue testigo tácita de como nos mataban. Fue fiel a su amor antes que a su raza. Traductor. Traidor.

http://cruzagramas.com.ar/2009/10/once-de-octubre-el-ultimo-dia-por.html

martes, octubre 13, 2009

Un "crimen de honor" conmociona a Suecia: Un iraní asesinó a su propia hija

ESTOCOLMO (ABC, de Madrid).- Suecia vuelve a vivir estos días conmocionada por un nuevo asesinato a sangre fría en nombre de Alá de una joven iraní que, desafiando la voluntad de su padre, decidió casarse con un hombre "impuro", es decir un joven que no era del gusto de aquél. Un nuevo "crimen de honor" como resultado de unas costumbres fanáticas.

EL CORAN 4:15 - Sura (capitulo) 4 Aleya (verso) 15
Llamad a cuatro testigos de vosotros contra aquéllas de vuestras mujeres que cometan deshonestidad. Si atestiguan, recluidlas en casa hasta que mueran o hasta que Alá les procure una salida. (Estos versos son literales de El Corán)

La joven pidió misericordia al cielo. El cielo respondió con un mortuorio silencio. El mismo silencio que en la penumbra del cuarto arrinconó a la madre. La madre, que sabía lo que iba a pasar, cubrió su vista con la palma de una mano. La sorpresa ahogó el grito de la adolescente. Lo último que registraron sus ojos incrédulos fue la mirada desorbitada del padre. El cuello de la niña fue rodeado por las manos que alguna vez la habían acariciado. El cuerpo no había terminado de temblar cuando el hombre gritó: Ala akbar (Dios es uno). El dolor arrancó un gemido de las entrañas que habían engendrado a la niña. El padre, aunque adoraba a su única hija, no la lloró. Si no le faltaron fuerzas en los brazos fue porque se sintió parte de la Jihad. “La Jihad es la Guerra Santa que debemos librar contra las tentaciones”. Con estas palabras, y sin resistirse, el hombre recibió a los policías suecos. No mostró arrepentimiento. Había sido desafiado por su propia sangre. Su única hija le negó una descendencia dentro de su propia fe. Ella se había enamorado de un sueco. Su deber era pasar de la tutela del padre a la de un marido que el padre le eligiera. El hombre partió en el asiento de atrás del patrullero, con un policía de cada lado. No se dio vuelta. Su mirada rígida revelaba la certeza de quien había cumplido con su deber: Había lavado la mancha a su honor con la sangre de su hija.

lunes, septiembre 28, 2009

Buenos Aires era una fiesta

El guarda del subte hace sonar el silbato, y el maquinista reanuda la marcha de la formación. El tren va más despacio; es sábado por la noche. Sobre la pared de azulejos del andén, un cartel indica que Riobamba está a la izquierda y Rodríguez Peña a la derecha. Las escaleras mecánicas ascienden a La Opera de Callao y Corrientes. En el bar el humo de los cigarrillos cubre a los mozos, a las parejas y a también a los que están solos y esperan.

Las luces de la Avenida Corrientes hacen brillar el amarillo sobre el negro de los taxis y los diversos colores de los colectivos. Todos marchan en procesión hacia el obelisco. Sobre las veredas, las revistas El Gráfico y los libros de Borges comparten la fachada de los kioscos. En la esquina de Montevideo y Corrientes, el bar La Paz se enfrenta con el Ramos. Un joven de anteojos redondos, con un diario La Opinión bajo el brazo, cruza la calle. Parece buscar otros habitués, como él.

Bajo las luces de neón de los cines Lorca, Lorraine y Losuar, los que están por entrar tratan de escuchar las críticas de los que salen comentando la película. La naranaja mecánica, Contacto en Francia y El discreto encanto de la Burguesía son los estrenos que anuncian las carteleras.

El aroma a pizza napolitana, fugazzeta y fainá invade la cuadra de Corrientes al 1300. Los Inmortales, Banchero y Güerrin se llenan de comentarios de cine. Quienes optan por las pastas encaran para el Pipo de Paraná o para el Pipo de Montevideo. Ambos tienen mesas con manteles de papel. Desde la puerta se huelen salsas de tomate o pesto sobre fideos “al dente”. Pasar por La Giralda es sentir el aroma del chocolate con churros, ideal para noches más frías. Pero es tan rico que vale la pena igual.

En la puerta del Teatro San Martín, una vieja hace una gran reverencia a cualquiera que pasa. Con elegancia ofrece un poema a cambio de una moneda. Sobre Montevideo, La Casa de Iván Grondona invita a ver y debatir Los Compañeros. La película es anunciada en un afiche con la foto de Marcelo Mastroiani. Debajo de donde dice que el director es Mario Monicelli, se aclara que la entrada es libre y gratuita.

Una panadería que nunca cierra ofrece facturas a quienes quieran desayunar caminado por la calle que nunca duerme. El tráfico avanza como un arroyo en cascada hacia el obelisco. Sobre Diagonal Norte, el cine Arte marca el límite. La Avenida 9 de Julio emerge como un ancho río, también muy transitado. Se ve al otro lado la City. Los bancos están cerrados. Los sábados por la noche la ambición descansa. No vale la pena cruzar. Mejor volver por la otra vereda. Los bocinazos de la madrugada ni se oyen desde las librerías. Quedan muchos libros para leer de parado.

sábado, julio 11, 2009

José de Portobello.

José dio vuelta las sillas y las colocó sobre las mesas. Después baldeó el piso de cerámica. Esa noche había venido mucha gente a cenar. El restaurante de pescados y mariscos avanzaba viento en popa. La madre de José tenía un don en las manos. Los gustos y aromas que lograba del pulpo, el bacalao y la empanada a la gallega corrían boca en boca por todo Madrid. La cocina española carecía de secretos para ella. Como todas las noches, se persignó y rezó un padre nuestro de agradecimiento después de apagar la cocina. El padre de José mojaba el bigote canoso con su labio inferior mientras contaba el dinero de la caja. Los ingresos aumentaban al ritmo de la fama del establecimiento.

José cerró la puerta del local donde un letrero invocaba “Atendido por sus propios dueños”. Sus padres, que nunca habían aprendido a manejar, lo esperaban en el auto. Durante el viaje el padre repitió su frase preferida: “Mi restaurante no cerró un solo día en cuarenta años”. Lo había inaugurado un año antes del nacimiento de José, único hijo del matrimonio.

No bien llegaron a la casa, José se cambió de ropas y salió a recorrer las discotecas de Madrid. Esa madrugada iria a Ananda y Moma; la anterior había visitado Kapital y Duom.

Una noche en el restaurante, cuando el padre de José contaba el efectivo de la caja, se dio cuenta que faltaba dinero. Se derrumbó en el piso. Los billetes cayeron sobre él, desparramándose sobre la cerámica. El infarto le provocó un dolor extremo. Un grito terminal cortó por la mitad el silencio del local. José y su madre dejaron sillas y cacerolas para llegar al minuto póstumo. “No-ven-das-el-res-tau-ran-te”, fue lo último que le dijo el padre a José. La madre se santiguó antes de llorar.

Cuatro meses después del funeral, José y su madre firmaban los boletos de venta del restaurante y una propiedad sobre la Gran Vía. El último de los muchos papeles que firmaron, uno amarillo, era el de una transferencia. Los ahorros de cuarenta años viajaban a Panamá por “cable”. José los seguiría en avión.

En el aeropuerto, la madre, vestida de negro de pies a cabeza, le hizo hacer mil promesas: Que se cuidaría, que se casaría y que pronto le daría un nieto. Desde los puestos de control de pasajeros, José, descalzo y con los zapatos en la mano, miró por última vez a su madre. Ella hizo la señal de la cruz en el aire. Era la manera en que imploraba protección para su hijo.

“Sanscrito”, la discoteca más grande de Portobello, estaba ubicada frente a las playas del Caribe. Hasta ahí habían llegado Cristóbal Colon, el Pirata Morgan y José en busca de fortuna.

Milagros, una mulata exuberante, gritó al oído de Jose que volvía al escenario. Él le dio un beso en la boca, antes que ella retornara a su trabajo. Había que gritar fuerte para que se oyera. La música “tecno” hacía vibrar hasta el cuerpo más rígido, como el del español.

La oficina de José estaba al fondo y arriba del local. Desde el escritorio se podía observar toda la discoteca a través de un enorme ventanal. El vidrio blindado y el material aislante de las paredes amortiguaba solo una parte de la música que hacia bailar a Milagros. José mojaba su labio superior con el interior del inferior. Abajo, cientos de personas levantaban los brazos aclamando a Milagros. Ella se quitaba la ropa al ritmo de la música.

José encendió un habano. Exhaló el humo de la victoria, en forma de anillos. Le había ganado a su padre. Miró su Rolex. El sábado estaba a un minuto de fundirse con el domingo. En Madrid era la hora en que su madre se preparaba para la misa dominical. En los seis meses que llevaba en Portobello, Jose llamaba a su madre todas las semanas. Pulsó una tecla y al “Hola” le respondió con un “Mamá, me caso”. “Un milagro” dijo ella. Él contestó: “Así se llama. Tendrás nietos desde la semana que viene. Mili tiene dos hijitos”.

viernes, julio 10, 2009

Indocumentados

Los hombres mas ricos del mundo, cansados de pagar tantos impuestos, decidieron fundar su propio país. Compraron una isla donde realizaron la mejor urbanizacion del planeta, rodeada por yates lujosos. Contrataron mucamas, jardineros y otros trabajadores. Muchos de ellos ingresaron ilegalmente.

Una reunión de los nuevos ciudadanos fue convocada con urgencia. Todos simularon sorprenderse. Un ex-ingles propuso una solución: Organizar grupos de la "caza del zorro" para capturar inmigrantes ilegales. Pero, triunfó la posición de un ex-norteamericano: Perseguirlos con una ley de inmigracion. Asi se hizo. Se permitio permanecer en la isla a los ilegales, pero sin derechos. Estos ciudadanos de segunda vivian bajo la amenaza permanente de la deportación. El ex-norteamericano tenia razon. Llegaron tantos indocumentados que bajó el costo de la mano de obra.

viernes, junio 05, 2009

Aprender a escribir

Me gusta escribir desde que garabateé mis primeras letras, pero viví postergando esa vocación. Mi padre soñaba con que yo terminara Económicas. Él no era contador ni nada parecido, sino un inmigrante que había llegado de Europa corrido por la persecución. Allá, la madre repartía en la mesa pan con aceite como si fuera una comida. Mi padre tenía miedo de que yo fuera escritor y me muriera de hambre. Le di el gusto: terminé la facultad.

Entre los bodrios de Contabilidad y Costos mechaba lecturas de Borges y Cortázar.
Trataba de evitar que los cuadros de doble entrada me alejaran de los simbolismos o que la partida doble anestesiara mis metáforas.

El otro día leí un viejo reportaje a Cortázar donde explicaba que muchos de sus cuentos eran nada más que la descripción de sus sueños. “Los escribí de una sentada”, decia humildemente.

Si, Cortázar vino al mundo con el don de las letras. Ahora, yo me pregunto si habrá algún gran escritor formado en talleres literarios.

Serendipity es una palabra en inglés que se usa para cuando uno está buscando algo, pero encuentra otra cosa. Mientras sigo preguntándome si escritor se nace o se hace, disfruto muchisimo tratando de aprender a escribir.

jueves, junio 04, 2009

Antes del atardecer

El primer subte del domingo que salía de la estación Leandro N. Alem arrastraba tres vagones solamente. Un hombre, con cabellera y bigotes blancos, apoltronó su modorra dominguera en un asiento del lado de la ventanilla. Lo siguió una barra de adolescentes noctámbulos que se adueñó de los asientos del pasillo. Ajeno al bochinche que los chicos hacían, el hombre mayor se puso a oler los jazmines del ramo que sostenía con las dos manos.
En Carlos Pellegrini subió una señora envuelta en un chal marrón, que se sacó no bien se sentó adelante del hombre de los jazmines. Descubrió su cabellera blanca y cara de abuela bonachona y bostezó. Un largo itinerario la había levantado muy temprano: De Lavallol a Constitución en el 51. De ahí a la estación Congreso de Tucumán, en Núñez, combinando los subtes C y B. Iba a lo de una amiga que vivía sola, tan sola como ella.
En Carlos Gardel bajaron los chicos, cantando. Su juventud los empujaba a rematar la trasnochada en el Abasto. Al arrancar el tren, el único ruido que oyeron fue el de las ruedas sobre las vías.
- Lindos jazmines - dijo la señora para disipar el silencio que habían dejado los jóvenes bochincheros al bajar del subte.
- Los plantó mi esposa hace un año. Ahora que están hermosos se los llevo... - el hombre hizo una pausa para tragar saliva y luego concluir - ...a la Chacarita.
- Mi marido también está allí, pero desde hace muchos años.
- ¿Yo me llamo Antonio, y usted? - el hombre sostuvo los jazmines en una sola mano mientras ofrecía la otra, que la mujer estrechó sonriente.
- Mi nombre es Pilar, mucho gusto. ¿Usted tiene hijos?
- Sí, una nena. ¡Bah! Ya no es una nena. Se fue a España en el 2001, y se casó allá.
- ¿Qué cosa quedarse solo, no? - se preguntó Pilar mirando al vacio. Se contestó ella misma, llevándose la mano al mentón - Si lo sabré yo. Mi único hijo, con lo del corralito, se tuvo que ir a vivir a Norteamérica.
Antonio notó que los ojos de Pilar se habían humedecido. Del ramo de jazmines, hizo dos. Le dio el más grande a Pilar.
- Puedo ir a visitar a mi amiga mañana. Hoy quiero poner estas flores sobre la tumba de mi marido - No bien Pilar terminó de decir estas palabras, se río.
- ¿De qué se ríe, Pilar? - preguntó Antonio inclinando la cabeza sobre uno de sus hombros.
- Me imaginé a mi esposo viendo que lo visitaba acompañada por un caballero.


Como si durante la visita los muertos les hubieran dado permiso, Pilar y Antonio empezaron a tutearse.
- A nuestra edad no es pecado - dijo Pilar mientras pasaba su brazo detrás del de Antonio. Caminaron del bracete entre alamedas, mausoleos y monumentos de ángeles.
- Me haces sentir joven - dijo Antonio y aspiró una bocanada de aire impregnado con el perfume de las calas.
- Vos también me haces sentir joven a mí, Antonio. Tengo ganas de hacer muchas cosas con vos. Vayamos a un cine, a un circo o a una peña - dijo suspirando Pilar mientras apoyaba la cabeza sobre el brazo de él.
- El domingo que viene vamos al cine - propuso Antonio, feliz, y agregó: - Nos podemos encontrar en Constitución - Pilar movió la cabeza afirmativamente y le dio un beso en la mejilla.
En la Estación Constitución, rodeados de vendedores ambulantes, Antonio sorprendió a Pilar comprándole una manzana cubierta de caramelo y pocholo.
- Comela vos, Antonio. Tus dientes son más fuertes que los míos.

Interés

Alfredo Bryce Menéndez, al volante de su 4x4, levantaba el polvo de la calle que partía por la mitad aquel pueblo fantasma, cuando de pronto el camino se bifurcó. Nadie le había avisado de esa contingencia cuando le explicaron cómo llegar a la estancia de los Barcarolo. Estacionó la camioneta frente a la única casa que no estaba completamente cerrada.

Por la puerta gris entreabierta se asomó el rostro inexpresivo de Don Lehr, sus ojos cansados apenas alcanzaron a distinguir la impecable campera de gamuza marrón y el pañuelo de seda que rodeaba el cuello del forastero.

Alfredo Bryce Menéndez, tras saludar amablemente, preguntó por los Barcarolo con el tono campechano que copió del padre y del abuelo.

Don Lehr, como si lo hubiera estado esperando, abrió la puerta del todo y dejó ver a su hija inválida.

Alfredo Bryce Menéndez, lejos de mostrarse sorprendido, halagó la compañía de Don Lehr en el pasillo. El cumplido desató el nudo que sujetaba la información acumulada por Don Lehr. En un segundo se despachó con que hacia poco la estancia había sido comprada por los Barcarolo con la plata que habían recibido or la venta de su cadena de supermercados. Alfredo Bryce Menéndez mostró su sonrisa medida ante el dato que ya conocía y reiteró su pedido de ayuda.

El viejo casi no respiró entre que dijo: “A la derecha” y contó que la única hija de los Barcarolo se estaba por casar. Alfredo Bryce Menéndez estaba por decir que el afortundado era su hijo cuando el ímpetu de Don Lehr adelantó otro comentario: “Pobre chico, no sabe qué mal carácter tiene su futura mujer”

Alfredo Bryce Menéndez saludó con la corrección de siempre y se dirigió a la camioneta convencido de que no iba a contar nada de lo que había oído.

Del fondo del baúl

Del fondo del baúl saqué la No.3 de Superman que no quise cambiar ni siquiera por una bicicleta porque convertía a mi colección en la mejor del barrio, el peor olor que sentí en mi vida que venía del Cementerio de la Chacarita cuando cremaban a los muertos, el miedo a saltar “el paso de la muerte” en la Carbonilla en la estación de trenes de La Paternal y que era el requisito para pertenecer a la barra del barrio, el olor de las piezas de género del taller de mi viejo, el metro amarillo de sastre colgando a ambos lados del cuello de mi viejo sentado en la máquina de coser, la sonrisa de mi tío Roberto dejando ver sus dientes muy separados unos de otros cuando medía “el tiro” del pantalón a un cliente y le preguntaba: “Che, vos de qué lado cargas?, el sonido del timbre del recreo del colegio como anticipo del placer de tomar mate cocido muy caliente y comer galletitas Manón durante las mañanas frías del cole, la enseñanza dada por la mala nota que me puso el Sr. Calzado de 4to. grado por hablar mientras el daba clase, la buena nota que me puso el Sr. Calzado por haberle discutido y demostrado sin denunciar al culpable que no había sido yo, el placer del pan con manteca mojado en el café con leche con el que me esperaba mi mama a la vuelta del cole, el sonido de las tijeras en la peluquería de Don Faustino mientras yo leía todas sus revistas, la risa que nos provocaba a la hija de Don Faustino y a mí Dick van Dyck cuando se tropezaba con un sillón cada domingo por la noche en la presentación del programa, la risa que le daba a mi viejo cada chiste de Tato Bores sin excepción, el placer de mi viejo cuando se tiraba en la rompiente de las olas del mar, el ra-ta ta-ta en la playa de la ruleta que nos decía cuanto barquillos nos daban por la misma moneda, la consistencia de la primera mordida a la manzana cubierta con caramelo y pochoclo, el sabor de los pedacitos de granizado de chocolate los domingos en la heladería Trieste de Corrientes y Acevedo, los "Patapufete", los "Azul quedo" y "Que suerte tengo para la desgracia" de Pepe Bondi, los Cheeeeé! de José Marrone, la inocencia en la mirada de Rebeca cuando me decía que yo era más lindo que Alain Delon, la sopa inglesa del Torino Norte de Avenida San Martín y Juan B. Justo, el dolor de garganta que me agarraba con los cigarrillos Parisienes que fumaba para parecer más grande, la curiosidad que me despertaba perderme a propósito por las calles del centro, la curiosidad por ver el programa del Cine Lorraine, el murmullo de las polémicas envueltas en humo de los bares La Giralda, El Foro, La Paz, Ramos, 36 billares y Opera, el placer de cuando se levantaba y bajaba el telón en el Teatro San Martín mezclado con las ganas de que la obra empezara otra vez y finalmente, en el fondo de todo, el largo camino que recorrí para conocerte.

jueves, octubre 02, 2008

Fort Lauderdale, Florida, Recepción de hotel, de madrugada.

Llegó la última reserva: dos viejitas, una muy alta y la otra muy bajita. Las dos muy simpáticas, digo, porque lo primero que preguntaron fue donde había un pub. "Nos gusta tomar", dijeron mientras acercaban y alejaban en forma intermitente el pulgar a la boca con el puño cerrado, el gesto internacional del chupi. Que las viejitas fueran simpáticas es todo un alivio, lo digo no solamente porque son los últimos pasajeros del día, así que cierro la oficina y me voy a dormir, sino porque es gente "normal" comparada con los que suelen caer estas horas. Se los llama los "walking". Unos minutos antes de que aparecieran las viejitas con la reserva en la mano, había "irrumpido" en la oficina un negro muy flaco y muy alto que estaba disfrazado de forma tal como para que no lo admitieran en ningún hotel, ni siquiera en un hotel berreta como el de la la esquina. Esa propiedad es de una hindú que agarra a cualquier tipo que entre con tal de que traiga dólares en la mano. Así entro el negro lungo del que te estoy hablando, con billetes desplegados en la mano. Esta clase de personas lo primero que muestra es que tiene efectivo y después el documento de identidad.

¡Que contraste con las dos chicas a las que les gusta tomar! Una dijo soy Mary y para mí ya estaba todo bien. Las imaginé con ascendencia irlandesa, no tanto porque toman sino porque lo proclaman a los cuatro vientos. Al final, no conté como estaba vestido el negro que entró con plata en la mano. Traía una especie de bermudas que le dejaban ver la parte de arriba de los calzoncillos. No se como será en otras partes, pero aquí está muy de moda eso de mostrar los calzoncillos. Es un hábito que se filtro de la cárcel, como muchos otros en el mundo. Aquí, los presos que quieren mostrar a otros presos que están disponibles sexualmente ajustan el cinturón de sus pantalones a una altura tan baja que muestra la parte de arriba de los calzoncillos. Este detalle funciona como la banderita de "libre" de los taxis.
El negro combinaba los colores verde y amarillo en la remera y el collar. Esto es el orgullo jamaiquino, así como las viejitas mostraron enseguida el orgullo irlandés proclamando el chupi. A estas horas de la madrugada sale la mala vida. Una madrugada entró una chica hermosísima que venía escapando de alguien. Era tan rara su belleza que no me contuve y le pregunté sobre su origen. En realidad yo vivo preguntando eso a todo el mundo, aquí a veces hay alguno que no te lo toma como una pregunta cortés. Pero a mi no me importa, yo sigo preguntando. La hermosura ésta era hija de un soldado norteamericano y una vietnamita, como en las películas. Yo ya hace mucho tiempo que estaba a favor de las mezclas. Esa chica tan bonita y mis hijos me reafirman que no hay nada mejor que mezclar sangres y cuanto mas lejanas mejor. Durante el día a este mostrador vienen personas que son más aceptables, supuestamente.

A la cabeza de las rarezas diurnas hay un sueco que viene seguido, dos o tres veces al año por lo menos. Es soltero. Siempre viene su mama, octogenaria y dominante ella, que quedó viuda hace muchos años. El marido se ahogo en un accidente en el lago frente a su casa de verano, en los fiordos suecos. A ella le quedó Anders, su único hijo. Anders es coleccionista de uniformes nazis. Tiene pasión por este hobby y despliega su interés tan abiertamente que mando hacer una remera con la inscripción "I buy WWII German militaria" y anda con eso puesto por todas partes. Anders es rubio, de ojos profundamente celestes y saltones. Él los usa para asustar a propósito a quien sea en el momento que se le ocurre. Fija la mirada y el que está enfrente se asusta. Hasta yo. Anders siempre trata de parecer malo, pero conmigo mostró la hilacha muchas veces. Una vez, defendiendo a unas chicas que yo quería echar. Contradiciendo a su aspecto de vikingo rudo con el que se esfuerza en llamar la atención, se pone del lado de los más débiles, sobre todo cuando se trata de mujeres. Al mismo tiempo, hace alarde de su valentía llevando la contra a todos. Una vez desplegó una bandera roja con una esvástica negra en el medio de la oficina. Quería que sirviera como fondo de una foto que hizo que nos sacaran a él y a mí. Anders busca novia a través de Internet. Es su segundo hobby después de la colección de artículos militares. Con frecuencia viaja a Rusia para conocer a las candidatas personalmente. Alguna vez sospeché que Anders en realidad es un traficante de armas que usa sus dos hobbies como pantalla para comprar armas en Rusia, país que junto a Ucrania se convirtieron en los principales proveedores ilegales del rubro. Lo cierto es que hablando con Anders es evidente que conoce todo el mundo aunque no tiene trabajo conocido. Aquí mismo gasta mucha plata. No hay crucero que no haya tomado con su madre. Este sueco no es común.

Si uno se pregunta que es lo común acá, yo diría que es la gente sola, muy sola. No me refiero a los "homeless" ni a los que viven literalmente solos, sino a las personas que aún cohabitando con los conyugues y con los hijos no tienen con quien hablar.

Una noche, muy tarde, me llamó un viejo cliente que suele venir siempre. Me contó que recién le había caído un rayo a la casa, se le había quemado el televisor y otros aparatos. Antes de llamar a un familiar, me llamó a mí que estoy en la Florida, y él en New Hamphsire, casi en la frontera con Canadá. Pareciera que aquí la gente no tienen parientes ni amigos. Guardo muchas de las postales que me mandan en reconocimiento de alguna charla que tuvimos en este mostrador.

sábado, noviembre 17, 2007

Tres conversaciones sobre un mismo asunto

Taxista

¿La muerte? No se por qué me hace esa pregunta, el tiempo que llevo en la calle me enseñó que todos estamos muertos. ¿Por qué? Porque es de lo único de lo que nadie se puede escapar. Imagínese, la muerte engancha por igual a un cogotudo que a un tachero rasposo como yo. Ya lo dice el tango: “Que allá en el horno nos vamo a encontrar”. Claro que los que están forrados pagan lo que sea con tal de patear el horno para más adelante. Un viejo, por más arruinado que esté, no quiere ir al otro mundo. ¿Por qué? En una de esas porque todavía nadie volvió. Seguro que usted cree que hay otra vida. Así vestido se parece una lechuza, no el pájaro sino a uno de esos que andan por los hospitales esperando que alguien muera. Ahí se acerca a la familia para darle el pésame y, , ya que estamo, ser el primero en recomendar una cochería. No se me ofenda, señor. Mi propio viejo hizo de lechuza para parar la olla en casa. En el barrio los pibes me gritaban: ¡Yetatore!. ¿El viejo debería haberse hecho chorro como el de la casa de al lado? A él nunca se le dio por afanar, a mí tampoco. Una noche que lo acompañé a la cochería, vi el primer cadáver de mi vida. Por más que uno se termine acostumbrando, el color del primer muerto nunca se olvida. Ese se había puesto amarillo verdoso. ¡Qué lo tiró empezó otra vez la garúa! Por suerte hay algo seguro después de la muerte. Parece que lo dejé más mudo de lo que estaba. No hablo de los que se van a acordar de nosotros sino de algo más cercano. Asómese y mire la guantera. ¿Ve esa foto? Es la de mi pibe, es de cuando era chiquito. Pensar que mi mujer no quedaba embarazada. ¿Qué mala leche, no? Años meta médicos, tratamientos y más médicos. Todo al puro botón. Nos pudrimos y largamos todo. Recién ahí quedó. ¿Qué locura, no? Los médicos no entendían nada, nosotros tampoco. Yo no necesito explicaciones de algo que sale bien. Muchos se enroscan más en el sinsentido de la muerte que en el sentido de la vida. Para mí, mi hijo es todo. Por su futuro este taxi anda yirando a estas horas de la noche bajo una lluvia que no deja ver nada. Todo para que él no sea lechuza ni tachero. Con plata se compra hasta un buen futuro. Le juro por ésta que estoy dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de que él no tenga que bancar ni un cachito de lo que me tocó a mí. ¿Qué dice? ¿De qué manera me gustaría morir? ¡Qué se yo! No me imagino a ninguna como la mejor, pero la peor sería enroscado entre los fierros del taxi. Ahora, si no hay forma de zafar pido un tortazo de frente, tan fuerte como para no darme cuenta. Qué la culpa de la piña sea del otro, alguien con un flor de seguro para terceros. ¿Qué dijo? No le escuché bien. ¿Quién es usted? ¿De donde salió ese camión de la Coca Cola? ¡Viene a contramano! ¿Qué pasa con mis frenos? ¡La puta madre…!


El canillita

¿Clarín? ¿Nación? ¿Los dos? Usted no es del barrio. Mire que aquí conozco a todos. Hace más de cincuenta años que estoy en esta esquina. Cuando a Evita le pedían bicicletas yo le escribí contándole sobre mi sueño de un kiosco propio. ¿No hace falta que le diga que soy peronista a muerte, no? En aquel entonces me pusieron Pocho, me dicen así hasta los gorilas y mire que de esos sobran en este barrio. Nunca me quité el apodo, ni siquiera cuando lo de la Libertadora. Los gorilas dan asco. La noche que murió la Eva pintaron en la muralla de la casa presidencial un cobarde “Viva la Muerte”. ¿Señor, de qué se ríe? Espero que usted no sea un gorila ¿No me ubica a mí? Soy quien mejor vocea los titulares de los diarios en todo Buenos Aires. Cuando el semáforo se pone en rojo subo a los colectivos y desde el estribo grito la mitad de una noticia. Los que la quieren completa compran el diario. Los chóferes me aguantan, yo les dejo un Crónica sobre la gaveta. De la barbaridad de gente que me conoce en el barrio, mucha pide entrega a domicilio. Mis hijos se encargan de todo durante el día, el turno noche no se lo doy a nadie por más que los inviernos vengan cada vez más crudos. Mi mujer me tejió un gorro de lana con franjas azules y amarillas. Soy el hombre más feliz del mundo cuando gana Boca, lo festejo en el estribo de cada colectivo desde ahí relato cada tanto xeneize gritando ta ta ta gol al estilo de Víctor Hugo Morales. Jamás voceo un gol de River. Por como anda empilchado usted puede ser hincha de los millonarios. A ver si resulta ser de River y encima gorila. No se ofenda… no me va a matar por eso. Desde que estoy acá voceé diez y siete copas internacionales más diez y seis locales. Si quiere le relato los goles de de la final que usted elija. ¿No? Bueno, veo que no le interesa mucho el fútbol, se salteó la sección de deportes para ir directo a la necrológica. A mi no me asusta la muerte. En la vida conseguí más de lo que esperaba y encima dejo bien parados a mis hijos con este negocio andando. Eso sí, no me gustaría irme sin saber si Boca vuelve de Japón con la Copa Intercontinental. ¿Y usted para qué quiere saber cuándo juega la final Boca?


La peluquera

Nunca vi a nadie que ponga semejante cara mientras le lavo el cabello con shampoo. Ni que fuera la primera vez en su vida que le masajean la cabeza. ¡Qué cabellos negros tiene! Permítame ponerle la pechera para que los pelos no caigan sobre su traje negro. Tiene una melena tan larga como si no se lo cortara desde hace siglos. Sí ríase, pero a una persona mayor le queda más prolijo el pelo corto. Le juro que no quise ofenderlo tratándolo de viejo. Es que me resulta difícil calcular la edad de cualquier persona, y a usted mucho más. ¿Se ríe otra vez? Toco su pelo y es joven. Se lo digo porque usted ya debería tener canas y no le veo ni una sola. Mi padre también tenía el pelo completamente negro hasta hace poco que le aparecieron las pocas canas que tiene. De él yo saqué el pelo y espero que nada más porque él no tiene corazón, es sin sentimientos. ¿Qué cosa tan grave me hizo, se preguntará usted? Me abandonó cuando tenía seis meses. ¿Le parece poco? Sí, eso es nada al lado de las cosas que me hizo después. No tuve la suerte de otras personas abandonadas que nunca más volvieron a ver a su padre. Cada vez que él estaba con el caballo cansado caía a casa. Mi mamá, la reina de los silencios, le servía comida y dormía con él hasta que se volvía a ir. Cuando me hice señorita venía más seguido. ¿Qué andaba buscando? De repente empezó a tener conmigo, por llamarlo de alguna forma, demostraciones de cariño que nunca antes había tenido. Un perro es mejor que él. Cuando le conté a mi mamá ella levantó la mano para pegarme una cachetada. Mi propia madre no me creía. Señor, no se por qué estoy diciendo estas cosas que nunca le conté a nadie. ¿A quién le importa, no? Pero hay algo que me dice que a usted sí le interesa. La puerta de calle era tan vieja como toda la pensión, crujía cada vez que se abría, yo me santiguaba rogando que no fuera mi padre quien el que estaba entrando. A veces venía con unos humos bárbaros, no se sabía que bicho le había picado. Le juro que me agarraba terror cuando entraba a la pieza. Esa parte de mi vida fue de lo más negra, y eso que la parte que le siguió no fue color de rosa. Lo único rosa que tuve por aquel entonces fue una ropita de lana que me regalaron para mi hija. La muerte se llevó a mi mamá cuando mi panza empezó a notarse. “Fue el corazón” dijeron los de la ambulancia cuando llegaron a la pensión y la encontraron muerta. Los médicos no sabían que fue por vergüenza. La muerte se llevó a mi madre cuando yo deseara que me buscara a mí. Ella murió como había vivido, en silencio. Después del entierro, mi padre desapareció. Dijo que se volvía al interior. Quedamos las dos solas, mi hija no tiene a nadie más que a mí. Después de muchos años, mi padre acaba de volver. Lo que son las vueltas de la vida. Alquiló una pieza aquí a la vuelta, al fondo de donde esta el almacén. ¿Por que se saca la pechera? ¿No le gusta como le corté? ¿Le surgió algo urgente?

lunes, octubre 15, 2007

El camión cisterna

La Paternal ha sido un típico barrio porteño desde la época en que la mayoría de las casas de Buenos Aires eran bajas. Los chicos jugábamos al fútbol en el medio de la calle. “Antes, por acá pasaban gallinas” solía repetir el viejo de enfrente señalando los adoquines. Recién había empezado la primaria y repartía el tiempo entre la escuela, el umbral de mi casa y la peluquería de la esquina.
En los momentos en que no tenía clientes, Don Faustino me ayudaba a descifrar los globitos donde cada tanto Superman le mentía a Luisa Lane. Un tal Castro visitaba la peluquería dos veces al mes. Era el dueño de Talacasto, la bodega que ocupaba toda la manzana vecina. Los clientes que esperaban su corte de cabello le ofrecían sus turnos. En la calle los chicos interrumpían el juego para curiosear el Impala azul de Castro, un batimóvil en medio de infinitos camiones cisterna. El barrio se había acostumbrado a respirar aquella atmósfera impregnada de vino. La peluquería era una isla con aroma a jabón y colonia.
Una puerta, disimulada por un espejo, comunicaba el local de Don Faustino con su casa. A eso de las seis de la tarde, asomaba al flequillo de Noemí cayendo sobre los enormes ojos negros. La hija del peluquero me regalaba una guiñada, que era la contraseña para invitarme a tomar la leche. Ella cursaba el último año de la secundaria por la tarde, yo el primer grado de la primaria por la mañana.
La puerta de la peluquería daba a un patio iluminado por el sol que entraba por una lucarna. Desde media docena de macetas los jazmines garantizaban perfume para el lugar. Noemí, todavía de uniforme, vertía de una jarra blanca un humeante café con leche. “No te vayas a quemar” decía apoyando el dedo índice sobre mis labios. Soplábamos las tazas, nos reíamos, seguíamos soplando y nos volvíamos a reír. A Noemí le nacían hoyuelos en las mejillas que formaban un triángulo con el pocito del mentón, éste era perceptible solamente para los que teníamos el privilegio de verla de cerca. Con la camisa celeste, la pollera tableada y el blazer azul parecía más chica. La vincha blanca que separaba al flequillo de la melena era una exigencia de las monjas. Aunque el uniforme incitaba la rebeldía de Noemí a mi me gustaba. Pan con manteca en mano la miraba fascinado de arriba abajo. Ella, por su lado, nunca dejaba de mover sus ojos vivarachos.
Mi padre no se perdía su programa político favorito de los domingos a la noche. Entonces, yo iba a la casa de Noemí a ver “El Show de Dick Van Dick”. Ella sacaba el osito de la cama para hacerme un lugar a su lado. Yo aprovechaba la oscuridad de la habitación para espiar furtivamente su rostro bajo la luz intermitente de la televisión.

Una mañana de diciembre, aprovechando que el colegio había terminado para los dos, Noemí me invitó a su casa. “Sostené este adorno con mucho cuidado, por favor”, ella dijo mientras depositaba en mis manos una frágil esfera de color rojo. El árbol de Navidad iba tomando color con la nieve de algodón y los adornos que le colgábamos. Como en mi casa no se celebraban esas fiestas, mantuve en la clandestinidad sin que disminuyera mi orgullo por la confianza de Noemí.
Una mañana me desperté con mucho dolor de cabeza, mi madre apoyó los labios sobre mi frente en busca de fiebre que no encontró, igual me obligó a faltar al colegio. La mañana siguiente me emperré con que quería ir. Mi padre se había quedado en casa más tarde que de costumbre, le insistí para que me llevara. Por más que mi cabeza era un bombo, viajé contento en el asiento del acompañante, era la primera vez que mi padre me llevaba al colegio. Su sonrisa de despedida fue lo último que vi. Al bajar del auto me llevé por delante un árbol y me golpeé la frente. No estoy seguro si el mareo vino antes del golpe o después. De lo que sí estoy seguro es que al chocar contra el árbol vi todo blanco.
Durante la vuelta, disfruté del viaje al lado de mi padre, los dos solos. El resto del día me aburrí en casa. Para mí lo del golpe no había sido nada y como el dolor de cabeza no era permanente quise ir a la peluquería. Mi madre no me dejó salir de la casa y me obligó a ir a la cama. Esa tarde al no encontrarme, Noemí vino a verme. Se arrodilló al pie da la cama, con la mano corrió mi flequillo y besó mi frente. Sentí que me hundía en el colchón y en seguida rebotaba para darle un beso en la mejilla con una alegría más grande que mi dolor de cabeza.
Al otro día amanecí con fiebre y vómitos. Mi madre se sacó el delantal y cruzó hasta lo del médico del barrio, que vivía frente a Talacasto. El médico llegó con una casaca blanca, un maletín y un estetoscopio alrededor del cuello. Primero me fastidió con una chapa fría y después con sus manos, las que hundía en distintas partes de mi cuerpo. Cuando oprimió la porción derecha de la cintura, pegué un alarido. Los ojos exultantes del profesional dijeron “¡Eureka, lo encontré!” y su voz dictaminó: “ataque al hígado”. Garabateó la palabra Chofitol sobre un talonario de recetas y se fue.
Medio mareado y con las ventanas de la habitación cubiertas por pesadas cortinas no me daba cuenta si en el cielo estaba el sol o la luna, perdí la cuenta de los días. El frasco de Chofitol a punto de quedar vacío era una prueba del paso del tiempo y de la ineptitud. Una noche, mi padre y mi madre sigilosamente entraron a la habitación, me tocaron la frente uno después del otro y se sentaron al borde de la cama donde acordaron cambiar de médico. Esa noche, la fiebre no me impidió ponerme contento al ver que mis padres habían dejado la costumbre de pelear todo el tiempo.
Al día siguiente llegó un pediatra, uno muy importante según dijo mi padre, que por primera vez en años no había ido a trabajar. Después de hacerme las mismas pruebas que el médico de barrio, el pediatra quiso ver el remedio que me venían dando. Con el Chofitol en la mano, se puso de pie y dijo: “El chico tiene meningitis”. “? Cuál es el próximo paso?” preguntó mi padre con un tartamudeo que nunca antes había tenido. El pediatra dijo que el primer paso era buscar otro médico ya que esa misma noche él se iba al campo. Con una resolución no acostumbrada, mi padre tomó el saco del ropero y salió a buscar un médico que no tuviera campo.
Al abrir los ojos, me encandilaron unas luces que se parecían a las del quirófano de una serie de televisión. Al reconocer a mis padres y a mi tía hablando con un médico me puse contento, no me iban a operar. Faltaban las enfermeras con los barbijos de la tele. El médico convencido de que yo seguía dormido, explicaba libremente mi estado. Con los ojos cerrados escuché que era posible que no pasara de esa noche. Quise incorporarme para decirles a todos que no se preocuparan, que yo estaba bien, pero no me dieron las fuerzas. No me hizo falta abrir los ojos para darme cuenta que era mi tía la que lanzaba unos gritos desgarradores y mi madre la que le pedía que no hiciera espamento. Finalmente, el portazo llevaba el sello inconfundible de la tía. Era la primera vez que mi madre se revelaba contra su cuñada mandona y conventillera. Hubiera querido felicitarla. En medio de la noche, ya sin luces encandilándome, tuve fuerzas para abrir los ojos. A un costado, mi papá y mi mamá estaban sentados al borde de una cama vacía. Me sentí feliz al verlos tomados de la mano.
A la mañana siguiente, apareció una enfermera con una jeringa enorme que asustaba más que el pinchacito que me dio para sacarme sangre, aunque por las dudas no miré. Deletreé las palabras estampadas en las sábanas celestes: ‘Sa-na-to-rio Me-tro-po-li-ta-no’. El médico cuchicheó algo con mis padres que se abrazaron felices. Se acercaron a mí para acariciarme.
Noemí fue la primera en llegar no bien permitieron las visitas. Me trajo un camión cisterna parecido a los de la bodega del barrio. El chasis y el acoplado rodaban sobre diez y ocho ruedas cargando dos tanques de aluminio. La parte superior de esos tanques era recorrida por sendas escalerillas de metal que los obreros usarían para llegar con la manguera hasta las compuertas de donde se descargaba el vino. Era el mejor regalo que había recibido en mi vida.
Me recuperé muy rápido, apenas unas semanas más tarde ya jugaba en la vereda de mi casa. Esa mañana que nunca olvidaré estaba por volcar el vino, que había quedado de la cena, en la escotilla del acoplado justo en el preciso instante en que mi madre se asomaba por la ventana ordenándome que entrara urgente. Me apuré en poner el corcho a la botella, la acosté contra el zócalo del zaguán y la tapé detrás del camión. Me preparé para negar cualquier acusación, pero mi madre solamente quería preguntarme de que quería el sándwich. Esperé a que lo hiciera, delante de ella lo devoré con voracidad. Convencida de que mi recuperación dependía de la comida, verme con apetito la ponía feliz. La botella de vino seguía inmutable contra el zócalo sin que nada la cubriera. Levanté la botella del piso y salí a buscar el camión. Me calmaba diciéndome que seguramente sus diez y ocho ruedas lo habrían arrastrado afuera. En la calle había un camión cisterna, pero de verdad. En mi vereda y en la de mis vecinos no había más que hojas rojizas del otoño. Un viento comenzó a soplarlas y a mí también. Crucé la calle sin pedir permiso y sin darme cuenta. Desde otro camión cisterna una larga manguera negra entregaba su carga a un agujero en el piso. Allí el olor a vino era más fuerte. Una media docena de obreros de la bodega me miraba caminar con mi botella mitad llena de vino. Cuando uno de ellos comenzó a acercarse, me di vuelta y salí corriendo en dirección a mi casa. Castro quedó paralizado en el Imapala después de frenar frente a mi huída. No pensé en él sino en quien podía haber robado mi camión. No podía creer que el ladrón fuera de mi barrio. Acomodé la botella de vino en el umbral de mi casa y me senté al lado de ella. Cuando me di cuenta que hacía más de un año que no lloraba, apoyé las palmas de mis manos sobre mi cara. Las retiré con lágrimas.

viernes, agosto 10, 2007

What if

En abril de 1903, cuatro meses antes de que en Basilea, Suiza, se celebrara el Sexto Congreso de la Organización Sionista Mundial, se había producido el pogrom Kishinev. Más matanzas se vislumbraban a corto plazo. Los judíos de Rusia debían conseguir con urgencia otro lugar donde vivir.

En agosto la situación era apremiante. Teodoro Herzl, presidente del Sexto Congreso, antes de las sesiones tuvo una con Jospeh Chamberlain, Ministro de colonias de Inglaterra. Chamberlain, en lugar de de interceder frente al Imperio Otomano, le ofreció el territorio de Uganda, país africano, lindante con Kenya, recién ocupado por los británicos. Los judíos asentándose en Uganda solucionaban dos problemas: las tropas británicas no terminaban de someter a los nativos gandas. Además esa salida resultaba la más inmediata para los judíos de Rusia, que estaban en peligro.
Los pogroms provocaban cada vez más muertes. La indiferencia del Zar se mantenía invariable. La situación era apremiante.

Herzl, con entusiasmo, transmitió la propuesta ingles en el discurso de apertura del Sexto Congreso: “La nueva región no tiene el valor histórico de Israel, pero espero que el Congreso acepte la propuesta con cálido agradecimiento. Significa la construcción de un asentamiento judío en África, con un gobierno judío bajo el control de Gran Bretaña. Se propone este giro de política para aliviar las penurias de nuestro pueblo”.

Max Nordau apoyó la propuesta de Herzl: “A diferencia de nosotros que estamos establecidos de forma permanente, miles de nuestros desdichados hermanos deambulan de continente en continente. Si no hacemos algo para salvarlos ahora mismo se perderán para siempre. Este territorio les dará techo y comida”.

Najman Sirkin también apoyó a Herzl: “Lo que nos obliga a dirigirnos a otra tierra es el riesgo que hoy corre nuestra gente y la urgente necesidad de organizar la emigración”

Iejiel Chelnov se opuso: “El anhelo de volver a Israel creó al sionismo. Íbamos hacia donde éramos empujados por la voluntad de extraños. Pero desde que somos sionistas no vamos adonde nos mandan”.
La discusión se tornó tan ardua que el Congreso estuvo a punto de romperse. Paradójicamente, los delegados rusos fueron quienes más se opusieron a la propuesta británica. Su líder, Jaim Weismann, se estaba retirando de la reunión con muchos de sus compatriotas cuando el prestigioso filántropo, Barón Maurice Hirsh, irrumpió en escena: “Quienes están retirándose en este momento son unos egoístas. Es cierto: Uganda es un territorio hostil hasta para los ingleses, por eso no apoyo la moción. Tampoco les podemos pedir a los judíos de Rusia que esperen a Israel. Todos sabemos que en cualquier momento les cae otro pogrom. Hay que sacarlos de allí ya mismo, y no para llevarlos a Israel ni a Uganda sino a la Argentina. Allí fundé diez y siete colonias, invitado por el actual Presidente. El general Julio Argentino Roca, ocupa la Primera Magistratura por segunda vez, fue mi vecino durante los dos años que vivió en París con su esposa y sus hijas. En aquel entonces venía de vencer a los indios en la llamada Campaña del Desierto. Dominó la Patagonia, un territorio cuarenta veces más grande que el de Israel. Aunque el lema de los políticos argentinos reza ‘Gobernar es poblar’ no consiguen voluntarios para ir al sur. Las temperaturas son bajas, pero no tanto como las de Moscú. Los judíos pueden dejar Rusia mañana mismo”.
Cuando el Barón Edmond de Rothschild subió al estrado, el Teatro de Basilea donde se estaba desarrollando el Sexto Congreso era la sumatoria de cientos de murmullos. Se apagaron al ritmo febril de los pasos de ese hombre: “El Imperio Otomano me vende tierras en Jerusalém y en los alrededores. Al Sultán no le importa que el dinero venga de un judío. Conseguí varios asentamientos, verdaderos semilleros para el futuro, todos logrados a fuerza de inversiones. La propuesta del Barón Hirsh es contraria a mis intereses, aun así es la mejor. Trae resultados inmediatos”.
Una parva de sombreros negros voló de los palcos a la platea.

En 1903 los judíos comenzaron a llegar a la Argentina, en gran número. Como descendían de barcos rusos, tenían apellidos rusos y hablaban en ruso, los llamaron rusos. Ese apodo cayó en desuso al poco tiempo, cuando arribaron judíos desde los cinco continentes.

Los nuevos colonos judíos desmalezaron la tierra con más perseverancia que herramientas. Los constantes cuidados de los cultivos hicieron que las cosechas fueran cada vez abundantes. Con los primeros ahorros se instalaron molinos, talleres para procesar materias primas y líneas de envasado. Gracias a esta nueva situación el la Argentina pasó a exportar más alimentos con valor agregado en lugar de simples productos genéricos. El “granero del mundo” -como llamaban al país en aquel entonces- se industrializó. La asombrosa transformación de aquellos primitivos colonos en empresarios atrajo a judíos de todas partes del mundo, aunque ya se trataba de gente con más capital.

En 1914 la Primera Guerra Mundial enfrentó al Imperio Británico con el Otomano.

En 1917 Balfour, el canciller inglés, firmó el tratado que se recuerda con su nombre; quedó sellado el compromiso: el Imperio Británico, si ganaba la Guerra, cedería tierras a los judíos, en Medio Oriente.

En 1919 los británicos ganaron la guerra. Nunca cumplieron con el Tratado de Balfour.
En la Argentina, en 1928 el Presidente Hipólito Irigoyen convocó a un Congreso Constituyente. La nueva Carta Magna dejó de lado la exigencia de ser católico para ocupar la Presidencia de la Nación.

En 1933 Hitler fue designado Canciller de Alemania. Albert Einstein fue uno de los primeros en reaccionar: emigró a la Argentina. Einstein motivó a otros científicos a seguirlo. Lazlo Biro dejó Hungría. Tiempo después desarrolló su creación: la birome. Otros científicos judíos llevaron consigo sus descubrimientos: Albert Sabin, después de ser corrido de su Polonia natal, descubrió la vacuna contra la polio. Zalman Waxman esclareció la cura de la tuberculosis; Widall Weill descubrió la eficacia de la xilocaina como anestesia y Oscar Malinoswsy trabajó hasta consolidar a la insulina en al lucha contra la diabetes. Todos ellos son algunos de los ejemplos sobre los trabajos que se concretaron lejos de las persecuciones.

En 1940 Gran Bretaña y Francia declararon la Guerra a Alemania, que había invadido Polonia. El Congreso de la Argentina aprobó el inmediato despacho de tropas. Albert Einstein le envió una carta al Presidente para avisarle que los nazis estaban desarrollando la bomba atómica. Julius Robert Oppenheimer viajó al país para trabajar con Einstein en un proyecto secreto.

En 1945 el resultado de ese esfuerzo terminó con la Guerra. A la comunidad judía se la reconoció como nunca antes.

En 1946 Pedro Sledock fue elegido el primer Presidente judío de la historia argentina, Después de su mandato se sucedieron presidentes católicos y judíos sin que esto generara inconvenientes.

En 1990 los ingleses -casi cinco décadas después de aquella Guerra siguen ocupando Jerusalém -, descubrieron enterrada una pared del Gran Templo (Beit Amikdash), también conocida como el Muro de los Lamentos. Los turcos -sometieron Jerusalém durante cuatro siglos-, usaron como basural el lugar más sagrado de los judíos. Literalmente lo taparon con basura. Luego de este descubrimiento, y una vez restaurado el lugar, fue visitado por miles de judíos oriundos de todos los confines.

Los peregrinos fueron atacados por los árabes. Los ingleses no pudieron controlar a los árabes ni garantizar la seguridad de los visitantes. El problema se llevó a las Naciones Unidas. Allí se dictaminó que Jerusalém sería “Patrimonio Universal de la Humanidad, protegido por los cascos azules”.
Los árabes se enfurecieron.

En 1994 en Buenos Aires un camión conducido por un suicida voló el edificio de la Asociacion Mutual Israelita Argentina, AMIA, una represalia mas de los árabes por haber perdido lo que no cuidaron.

Jean Paul Sarte escribió: “El antisemitismo es la enfermedad mental de los antisemitas. Es su refugio ante las dificultades de la realidad que no son capaces de resolver por sí mismos. Los judíos son el chivo expiatorio de los fracasados. Si el judío no hubiese existido, antisemita los habría inventado.

lunes, julio 16, 2007

Isla Flotante

La voz de la secretaria anuncia a Donald Trump. Bill Gates acomodo los anteojos cuadrados sobre la nariz antes de recibir al invitado:
- Cada vez somos más los que creemos en un país propio - las palabras de Trump sonaron mullidas como el sillón de cuero negro donde se apoltronó. - En todos lados nos quieren cobrar más impuestos. ¿A cambio de qué? A cambio de nada, ni siquiera nos garantizan seguridad. Llegó el momento del éxodo. Adónde sea.
- ¿Adónde? Nadie mejor que quien construyó en los cinco continentes para saber donde levantar un proyecto tan grande. – Gates se sentó frente a su interlocutor.
- No tan grande – Trump dibujó una trompa con los labios antes de explicar tanta certidumbre - Somos tan pocos que alcanza un lugar como Mónaco, que tiene dos kilómetros cuadrados. Hice obras más grandes y con menos inversores.
- Hablando de inversores – Gates sacó del bolsillo interno del saco una agenda electrónica - aquí tengo una lista de personas que quieren financiar la idea, pensar que hace poco apenas contábamos con Soros y Rockefeller.
- Es como con mis edificios - Trump hace una pausa para rastrillar con los dedos el jopo pintado de rubio-, - Mucha gente acaudalada hace cualquier cosa con tal de ver sus apellidos junto a los nuestros.

Meses más tarde, en una reunión convocada en la mansión de Spilberg, el exitoso director, expuso aspectos creativos del nuevo país ante una audiencia colmada de billonarios. En una pantalla se proyectaba la imagen de una bandera dorada acompañada de una banda de sonido que entonaba un Himno Nacional.



Arriba los ricos del mundo
de pie esta nueva y gloriosa nación
donde brota oro de lo más profundo
para terminar con cualquier revolución

Volveremos al pasado
cuando todo era del amo
nada del esclavo
y era una virtud permanecer callado

Arriba los ricos del mundo
los empresarios con un plan
para que todo cambie
y al final todo quede igual

Sindicatos, nunca más
Ahora decide el patrón.
Revueltas, nunca más
Se acabó la liberación.

Que caiga la quimera
la que nos iba a derrocar
Usemos tecnología de primera
La que no sabe otra cosa que trabajar

Las ideologías nos han culpado
Por el sufrimiento de los perdedores
Mejor culpen al Estado
nosotros somos emprendedores.

Basta ya de proteger tanta bobada
Basta ya de igualar hacia abajo
Apoyemos la iniciativa privada
Ser dueño es el principal trabajo.

- Tenemos himno y bandera, falta el nombre del país-el anfitrión detuvo la película con un control remoto.
- Todos los presentes están el ranking que publica mi revista - exclama Forbes - propongo que el nuevo país se llame Forbesland. El nombre quedó aprobado por aclamación. Clarines y trompetas de un programa de Microsoft anunciaron en pantalla el nuevo título: “Diez Mandamientos para Forbesland”.

1) Amarás al dinero sobre todas la cosas.
2) No arriesgarás tu capital en vano
3) Santificarás el día que te hiciste rico.
4) Honrarás a quien te dé y no a quien te pide.
5) No matarás, salvo que uses mano de obra contratada.
6) No cometerás el acto impuro de perder plata.
7) No robarás. A menos que nadie se de cuenta.
8) No levantarás más falsos testimonios que los necesarios.
9) No consentirás el deseo impuro de gastar plata.
10) Nunca dejarás de codiciar aquello de quien tenga más.

Tiempo después Forbesland fue designada una de las maravillas del mundo. Un reconocimiento pleno de justicia, ya que era una isla flotante en el medio del Mediterráneo construida por la mano del hombre. La Isla estaba rodeada por las más lujosas embarcaciones del mundo y en el centro contaba con un avanzado aeropuerto. Un ejército de mucamas, jardineros y otros trabajadores prestaban servicios a los ciudadanos. Desde el principio el número de habitantes creció sin cesar, todo el mundo quería trabajar en la Forbesland. Una reunión fue convocada de urgencia, donde todos simularon sorprenderse. La llegada de balseros africanos no era un secreto para nadie. Un fundador propuso a los grupos de la caza del zorro para capturar inmigrantes ilegales. Triunfó otra posición. Los inmigrantes serían perseguidos legalmente. Ellos podrían estar en la isla, sin derechos. Serían ciudadanos de segunda clase, con la amenaza permanente de la deportación.
Los resultados de esta política no se hicieron esperar desasido: Bajó el costo de la mano de obra.

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