viernes, mayo 25, 2007

De vuelta

Mi alma deambuló por un sinfín de pueblos de provincias remotas hasta que, por fin, encontré el mío. La cirrosis terminó conmigo hace años, ya no se cuántos. Pude haber sido feliz, pero no lo fui y lo que es peor tampoco dejé que los demás lo fueran.

No bien conocí a mi mujer nos enamoramos; las pupilas de ella se dilataban mientras se posaban sobre las mías. ¿Y yo? Cuando miraba la profundidad de sus ojos celestes me deshacía por dentro. ¿Cómo no devolver tanto amor con la misma moneda? No arruiné todo yo solo, fue mi vicio. Volvía a la madrugada, tambaleando; mi cuerpo se inclinaba hacia un costado y hacia el otro. No me caía, pero tiraba al piso de cerámica los objetos que mi ropa rozaba. Noche tras noche, mi error de cálculo se empecinaba con un enorme plato de bronce, involuntario despertador. Me acostumbré al estrépito, mi mujer siempre se sobresaltaba como la primera vez. Cuando aparecía en el living yo admiraba su figura a través del translúcido camisón. Lejos de cualquier reproche, su voz me calmaba. Aunque le daba repulsión la mezcla de olores fermentados, ella me limpiaba como a un chico y me llevaba a la cama. Si no hubiera sido por su madre, yo habría muerto en los brazos de mi mujer. Feliz. Mi suegra le llenó la cabeza con cosas raras, mi esposa y yo terminamos separándonos. Volví a la casa de mi madre, ella me había anticipado la actitud de mi suegra. Como siempre mamá tuvo razón.

Apreté dos veces el timbre y, antes de que alguien abriera la puerta, la atravesé como un fantasma. Vi la cabellera rubia de mi mujer, desde atrás, mientras ella apoyaba un ojo en la mirilla. Al comprobar que afuera no había nadie, ella fue al baño a lavarse los dientes. El camisón translúcido de siempre dejaba ver las sensuales curvas. Ella volvió a la cama, yo me acostee a su lado, frente a frente fui feliz. No me importó que ella no sintiera mis caricias. Ella mantenía abiertos los enormes ojos celestes, alumbraban mi cara en la espesa oscuridad del cuarto. No dormía, como los fantasmas. Un ruido no la inmutó, como a los fantasmas. Sonrió con un gesto que me pareció conocido. Sí, era el que me regalaba cada vez que nos veíamos. Sólo que esta vez no fue para mí. Un hombre entró al dormitorio. El beso me resultó conocido, igual al que ella me daba cuando estaba enamorada de mí. Aquel extraño se acostó en mi cama, de un salto llegué al living. El departamento era tan chico que se oía todo. Los gemidos de mi mujer me volvían loco. Tapándome las orejas, di vueltas sin saber qué hacer. Aunque estaba sobrio, como un buen fantasma, mi torpeza tiró el enorme plato de bronce; el estrépito fue mayúsculo. Los gemidos de mi esposa se interrumpieron; me parecio que ella pronunció mi nombre con un signo de interrogación. En lugar de decir presente, atravesé la puerta para salir como había entrado. Esa noche duró más que todos los años que había deambulado.
La luz del día me recordó adónde había ido después de la separación.
Estaba por apretar el timbre cuando con movimiento instintivo me palpé los costados de la cintura en busca del llavero. Atravesé la puerta como si fuera de humo. Fui directo a mi cuarto. En los estantes donde yo tenía películas y juegos había libros de medicina.
En la cocina, mi madre, con el rostro más ajado, le servía café y una tostada con “mi” mermelada, a un joven, quizás estudiante de medicina. El pensionista estudiaba la carrera que mi madre había elegido, en vano, para mí. Ella untaba “mí” mermelada sobre otra tostada y le contaba que mi padre había padecido la misma enfermedad que yo, “¿Es hereditario?”, remató y encajó la tostada en la mano del futuro doctor.
Esas palabras me cayeron como los gemidos de mi mujer. Corrí hasta la que había sido mi habitación y tiré al piso los libros más pesados. Mi madre, seguida del pensionista, llegó al minuto, a pesar de que caminaba vacilando sobre un bastón:
- ¡Ni que el vago de mi hijo estuviera escuchándonos! - mi mamá levantó el bastón amenazante y apuntó justo hacia el rincón donde yo estaba parado. Mi madre sabía tener pálpitos, seguro se habrá enterado de que me fui corriendo para no volver más.

Pasé el resto del día en un banco de la plaza, rodeado de la iglesia, la municipalidad y de mucha gente conocida que pasaba al lado mío. No me animé a seguir a nadie, aunque ganas no me faltaron. En menos de un día mi pueblo me enseñó cuanto iba a sufrir si quería volver a mis viejos afectos. Si yo molestaba, lo mejor era tomar otra dirección. Estaba decidido: iría a lo mi suegra.

Apreté dos veces el timbre y, antes de que alguien abriera la puerta, supe que me iba a quedar. Heredé esos palpitos de mi madre.

¿Quién fue?

La primera vez que se vieron fue el día que él empezó a trabajar en el aserradero. Ella posó la mirada sobre los anchos hombros del recién llegado. Él bajó los parpados; se concentró en los troncos que estaba acomodando. Ya le habían advertido que esa hermosa mujer era hija del dueño y estaba casada con el encargado del obraje. La esposa del nuevo obrero había quedado río arriba; esperaba el primer sueldo para saldar deudas y poder reunirse con el marido.

La hija del dueño visitaba el galpón todos los días; el resto de las mujeres también lo hacían pero con las viandas para sus maridos. El nuevo trabajador rehuía de las manifiestas miradas de esa mujer, pero cuando ella se daba vuelta, el rostro del obrero nuevo se deslumbraba con aquella curvilínea silueta, sus compañeros se daban cuenta.
Un día, al finalizar la jornada de trabajo, cuando todos ya se habían ido a sus casas para descansar, el nuevo operario llegó con la barcaza cargada de troncos. Ató la soga a la baranda que rodeaba esa parte del río y bajó las maderas con la silenciosa parsimonia que le proponía el galpón despoblado. Acomodó los últimos troncos, el primero de la pila perdió el equilibrio; cayó al suelo y rodó hasta la penumbra del portón. Lo levantó la hija del patrón, acababa de entrar. Las manos de ella y los brazos de él se liberaron de los troncos se abrazaron por puro instinto. El beso fue inevitable como el cierre del portón y las caricias a los cuerpos rápidamente desnudos sobre una parva de aserrín.
Pasaron los meses; él se había hecho la costumbre de trabajar hasta tarde. A la hora del crepúsculo él llegaba de su último viaje; solo, en el aserradero ordenaba la estiba. En esos momentos llegaba la hija del dueño. A ella no le importaba nada. Ni siquiera cuando se cruzaba con algunos obreros rezagados que se quedaban mirándola mientras cerraba el portón.

Una tarde de la mitad del invierno, el sol se ocultó más temprano. El no había regresado aún. Ella lo esperó, en vano, hasta que la oscuridad, el frío y la obligación de estar con su marido la hicieron volver a su casa.

A la mañana siguiente, unas maderas de la barcaza brotaron del quieto río invernal. Ese trozo de quilla exhibió, ante la mirada más ingenua, la impunidad del autor del daño. La perfecta geometría de un serrucho no impidió que la policía decretase un accidente. El cuerpo que escupió el río desoló únicamente a la hija del patrón. Ella pensó en su marido, pensó en su padre y hasta pensó en la esposa de aquel pobre hombre. Desde entonces la hija del dueño va todas las tardes a recostarse en esa baranda, como si le agradara contemplar el río.

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Yo, revólver

Una mujer teñida de rubio levantó la tapa de la caja azul en la que estuve encerrado. Hacía rato que había perdido la cuenta del tiempo. La luz de los numerosos tubos del negocio y un brusco bamboleo me dieron vértigo. La mano pequeña de la mujer me tomó por la empuñadura revestida en madera y me sacudió con tal fuerza que el tambor salió hacia un costado. Los nueve orificios del cilindro tentaron a la dama; extendió la palma hacia arriba pidiendo municiones para tapar esos agujeros.
El vendedor -anteojos y unos pocos pelos blancos a los costados le daban aire de experto-, cargó ocho balas, con precisión y velocidad. La novena munición la dejó para que la mujer la colocara. Ella lo hizo con mano temblorosa. El hombre, versado en armas y en clientes, puso su mano encima de la de la señora para volver el tambor a mi interior. Me sentí opíparo después del banquete; el vendedor me puso otra vez en la caja azul. Dormí una siesta.
Desperté sobre una mesa de cocina, blanca. El comedor diario, también blanco, el techo era una lucarna, franqueaba el paso del sol. El enorme ventanal vidriado separaba aquel ambiente del jardín. Sentí alivio cuando la mujer tiró a la basura la caja de cartón azul con su interior de telgopor, me había servido de colchón. Si le hubiera podido explicar a mi dueña que era claustrofóbico no me habría creído, aunque era la verdad. Ella se estiró, en punta de pies, con las dos manos me acomodó en el estante más alto de la cocina.

Un sábado por la tarde, el marido y los chicos se fueron a la peluquería. La mujer aprovechó para leer recostada en su dormitorio, en la planta alta. Oyó un ruido en el jardín; saltó de la cama; dejó caer el libro al suelo. Bajó las escaleras y vio a dos hombres con barba de varios días y pelo oscuro, aceitoso, caminaban lentamente por el jardín hacia el enorme ventanal vidriado. Uno era flaco y alto; el otro, petiso y gordo. La mujer, sin dejar de mirarlos, dio unos pasos hacia atrás hasta que su espalda tropezó con el armario donde yo la estaba esperando. Con manos temblorosas ella me sacó del estante más alto y me sacudió para confirmar que estaba cargado. Por un segundo ella miró a los hombres que seguían acercándose. Después me miró a mí, para retirar el pestillo que sujeta el percutor y el seguro que traba el gatillo. Liberado mi cañón, ella apuntó a los hombres, ya habían alcanzado el ventanal vidriado. Mi gatillo se mantenía quieto, aún con el temblequeo del dedo inexperto. Oí como se aclaraba la respiración de mi dueña y la de los dos amenazadores muchachos del otro lado del ventanal vidriado. Oí también lo que se decían entre ellos:
- Tranquilo, tranquilo - obligó el más bajo. El muchacho no podía apartar la mirada del arma que lo apuntaba. Tampoco podía hablar.

Desde que soy un revólver sé que nosotros no fuimos hechos para quien no está dispuesto a matar. Por fortuna los ladrones no estaban armados, si lo hubieran estado no habrían titubeado en disparar como dudó mi inoportuna dueña. Se fueron por donde vinieron, impunemente. Con la misma parsimonia con la que habían irrumpido en el jardín, en pleno día. Manos tiritando me depositaron en el estante más alto de la cocina. Quise gritar para avisar que estaba sin los seguros, soy un revólver: lo único que oyen de mí son los disparos.
La puerta del armario quedó mal cerrada; el marido y los chicos volvieron de la peluquería.
La mujer llevó a su esposo al fondo del jardín para mostrarle la pared por donde habían saltado los ladrones; el menor de los chicos arrimó un banco al armario y se subió para alcanzar el estante más alto. Sin que le temblaran las manos me tomó por la culata.

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