viernes, junio 05, 2009

Aprender a escribir

Me gusta escribir desde que garabateé mis primeras letras, pero viví postergando esa vocación. Mi padre soñaba con que yo terminara Económicas. Él no era contador ni nada parecido, sino un inmigrante que había llegado de Europa corrido por la persecución. Allá, la madre repartía en la mesa pan con aceite como si fuera una comida. Mi padre tenía miedo de que yo fuera escritor y me muriera de hambre. Le di el gusto: terminé la facultad.

Entre los bodrios de Contabilidad y Costos mechaba lecturas de Borges y Cortázar.
Trataba de evitar que los cuadros de doble entrada me alejaran de los simbolismos o que la partida doble anestesiara mis metáforas.

El otro día leí un viejo reportaje a Cortázar donde explicaba que muchos de sus cuentos eran nada más que la descripción de sus sueños. “Los escribí de una sentada”, decia humildemente.

Si, Cortázar vino al mundo con el don de las letras. Ahora, yo me pregunto si habrá algún gran escritor formado en talleres literarios.

Serendipity es una palabra en inglés que se usa para cuando uno está buscando algo, pero encuentra otra cosa. Mientras sigo preguntándome si escritor se nace o se hace, disfruto muchisimo tratando de aprender a escribir.

jueves, junio 04, 2009

Antes del atardecer

El primer subte del domingo que salía de la estación Leandro N. Alem arrastraba tres vagones solamente. Un hombre, con cabellera y bigotes blancos, apoltronó su modorra dominguera en un asiento del lado de la ventanilla. Lo siguió una barra de adolescentes noctámbulos que se adueñó de los asientos del pasillo. Ajeno al bochinche que los chicos hacían, el hombre mayor se puso a oler los jazmines del ramo que sostenía con las dos manos.
En Carlos Pellegrini subió una señora envuelta en un chal marrón, que se sacó no bien se sentó adelante del hombre de los jazmines. Descubrió su cabellera blanca y cara de abuela bonachona y bostezó. Un largo itinerario la había levantado muy temprano: De Lavallol a Constitución en el 51. De ahí a la estación Congreso de Tucumán, en Núñez, combinando los subtes C y B. Iba a lo de una amiga que vivía sola, tan sola como ella.
En Carlos Gardel bajaron los chicos, cantando. Su juventud los empujaba a rematar la trasnochada en el Abasto. Al arrancar el tren, el único ruido que oyeron fue el de las ruedas sobre las vías.
- Lindos jazmines - dijo la señora para disipar el silencio que habían dejado los jóvenes bochincheros al bajar del subte.
- Los plantó mi esposa hace un año. Ahora que están hermosos se los llevo... - el hombre hizo una pausa para tragar saliva y luego concluir - ...a la Chacarita.
- Mi marido también está allí, pero desde hace muchos años.
- ¿Yo me llamo Antonio, y usted? - el hombre sostuvo los jazmines en una sola mano mientras ofrecía la otra, que la mujer estrechó sonriente.
- Mi nombre es Pilar, mucho gusto. ¿Usted tiene hijos?
- Sí, una nena. ¡Bah! Ya no es una nena. Se fue a España en el 2001, y se casó allá.
- ¿Qué cosa quedarse solo, no? - se preguntó Pilar mirando al vacio. Se contestó ella misma, llevándose la mano al mentón - Si lo sabré yo. Mi único hijo, con lo del corralito, se tuvo que ir a vivir a Norteamérica.
Antonio notó que los ojos de Pilar se habían humedecido. Del ramo de jazmines, hizo dos. Le dio el más grande a Pilar.
- Puedo ir a visitar a mi amiga mañana. Hoy quiero poner estas flores sobre la tumba de mi marido - No bien Pilar terminó de decir estas palabras, se río.
- ¿De qué se ríe, Pilar? - preguntó Antonio inclinando la cabeza sobre uno de sus hombros.
- Me imaginé a mi esposo viendo que lo visitaba acompañada por un caballero.


Como si durante la visita los muertos les hubieran dado permiso, Pilar y Antonio empezaron a tutearse.
- A nuestra edad no es pecado - dijo Pilar mientras pasaba su brazo detrás del de Antonio. Caminaron del bracete entre alamedas, mausoleos y monumentos de ángeles.
- Me haces sentir joven - dijo Antonio y aspiró una bocanada de aire impregnado con el perfume de las calas.
- Vos también me haces sentir joven a mí, Antonio. Tengo ganas de hacer muchas cosas con vos. Vayamos a un cine, a un circo o a una peña - dijo suspirando Pilar mientras apoyaba la cabeza sobre el brazo de él.
- El domingo que viene vamos al cine - propuso Antonio, feliz, y agregó: - Nos podemos encontrar en Constitución - Pilar movió la cabeza afirmativamente y le dio un beso en la mejilla.
En la Estación Constitución, rodeados de vendedores ambulantes, Antonio sorprendió a Pilar comprándole una manzana cubierta de caramelo y pocholo.
- Comela vos, Antonio. Tus dientes son más fuertes que los míos.

Interés

Alfredo Bryce Menéndez, al volante de su 4x4, levantaba el polvo de la calle que partía por la mitad aquel pueblo fantasma, cuando de pronto el camino se bifurcó. Nadie le había avisado de esa contingencia cuando le explicaron cómo llegar a la estancia de los Barcarolo. Estacionó la camioneta frente a la única casa que no estaba completamente cerrada.

Por la puerta gris entreabierta se asomó el rostro inexpresivo de Don Lehr, sus ojos cansados apenas alcanzaron a distinguir la impecable campera de gamuza marrón y el pañuelo de seda que rodeaba el cuello del forastero.

Alfredo Bryce Menéndez, tras saludar amablemente, preguntó por los Barcarolo con el tono campechano que copió del padre y del abuelo.

Don Lehr, como si lo hubiera estado esperando, abrió la puerta del todo y dejó ver a su hija inválida.

Alfredo Bryce Menéndez, lejos de mostrarse sorprendido, halagó la compañía de Don Lehr en el pasillo. El cumplido desató el nudo que sujetaba la información acumulada por Don Lehr. En un segundo se despachó con que hacia poco la estancia había sido comprada por los Barcarolo con la plata que habían recibido or la venta de su cadena de supermercados. Alfredo Bryce Menéndez mostró su sonrisa medida ante el dato que ya conocía y reiteró su pedido de ayuda.

El viejo casi no respiró entre que dijo: “A la derecha” y contó que la única hija de los Barcarolo se estaba por casar. Alfredo Bryce Menéndez estaba por decir que el afortundado era su hijo cuando el ímpetu de Don Lehr adelantó otro comentario: “Pobre chico, no sabe qué mal carácter tiene su futura mujer”

Alfredo Bryce Menéndez saludó con la corrección de siempre y se dirigió a la camioneta convencido de que no iba a contar nada de lo que había oído.

Del fondo del baúl

Del fondo del baúl saqué la No.3 de Superman que no quise cambiar ni siquiera por una bicicleta porque convertía a mi colección en la mejor del barrio, el peor olor que sentí en mi vida que venía del Cementerio de la Chacarita cuando cremaban a los muertos, el miedo a saltar “el paso de la muerte” en la Carbonilla en la estación de trenes de La Paternal y que era el requisito para pertenecer a la barra del barrio, el olor de las piezas de género del taller de mi viejo, el metro amarillo de sastre colgando a ambos lados del cuello de mi viejo sentado en la máquina de coser, la sonrisa de mi tío Roberto dejando ver sus dientes muy separados unos de otros cuando medía “el tiro” del pantalón a un cliente y le preguntaba: “Che, vos de qué lado cargas?, el sonido del timbre del recreo del colegio como anticipo del placer de tomar mate cocido muy caliente y comer galletitas Manón durante las mañanas frías del cole, la enseñanza dada por la mala nota que me puso el Sr. Calzado de 4to. grado por hablar mientras el daba clase, la buena nota que me puso el Sr. Calzado por haberle discutido y demostrado sin denunciar al culpable que no había sido yo, el placer del pan con manteca mojado en el café con leche con el que me esperaba mi mama a la vuelta del cole, el sonido de las tijeras en la peluquería de Don Faustino mientras yo leía todas sus revistas, la risa que nos provocaba a la hija de Don Faustino y a mí Dick van Dyck cuando se tropezaba con un sillón cada domingo por la noche en la presentación del programa, la risa que le daba a mi viejo cada chiste de Tato Bores sin excepción, el placer de mi viejo cuando se tiraba en la rompiente de las olas del mar, el ra-ta ta-ta en la playa de la ruleta que nos decía cuanto barquillos nos daban por la misma moneda, la consistencia de la primera mordida a la manzana cubierta con caramelo y pochoclo, el sabor de los pedacitos de granizado de chocolate los domingos en la heladería Trieste de Corrientes y Acevedo, los "Patapufete", los "Azul quedo" y "Que suerte tengo para la desgracia" de Pepe Bondi, los Cheeeeé! de José Marrone, la inocencia en la mirada de Rebeca cuando me decía que yo era más lindo que Alain Delon, la sopa inglesa del Torino Norte de Avenida San Martín y Juan B. Justo, el dolor de garganta que me agarraba con los cigarrillos Parisienes que fumaba para parecer más grande, la curiosidad que me despertaba perderme a propósito por las calles del centro, la curiosidad por ver el programa del Cine Lorraine, el murmullo de las polémicas envueltas en humo de los bares La Giralda, El Foro, La Paz, Ramos, 36 billares y Opera, el placer de cuando se levantaba y bajaba el telón en el Teatro San Martín mezclado con las ganas de que la obra empezara otra vez y finalmente, en el fondo de todo, el largo camino que recorrí para conocerte.

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Escribir es lo que mas me gusta