domingo, septiembre 30, 2012

El señor Calzado

La nebulosa que cubre parte de mis recuerdos no me deja ver por qué mis padres decidieron cambiarme de escuela no bien empecé cuarto grado. Pero nada puede tapar lo que pasó el primer día en que estuve en el colegio nuevo. Recuerdo claramente aquella mañana otoñal de principios de abril en la que mi flamante maestro, el señor Calzado, hablaba a la clase con el tono magistral de quien dicta una conferencia. En mi escuela anterior, que era mixta, solo había tenido maestras, mientras esta era únicamente para varones. La raya bien dibujada de los pantalones asomaba al final del blanco guardapolvo almidonado del señor Calzado. Sus rasgos severos correspondían a los de un hombre que había vivido cincuenta y largos años en el campo. Al conocerlo cualquier persona se detendría en el extraño par de anteojos que usaba. Sobre los gruesos cristales se apoyaban otros lentes que también eran verdes pero más delgados y estaban prendidos con unos ganchitos de la parte superior de un armazón, lo que permitía suponer un gran problema de visión. En su abundante cabellera coexistían mechones negros con otros grises y blancos, todos nivelados por un fijador que los mantenía en perfecto orden. Las paredes del aula estaban cubiertas por láminas del aparato digestivo: boca, esófago, laringe, estómago, hígado, vesícula biliar e intestino delgado y grueso. —El proceso de la digestión termina cuando en el recto se almacenan las heces antes de ser excretadas por el ano —dijo el maestro haciéndome pensar que era la última de una serie de clases sobre el tema, y con la misma parsimonia académica concluyó— y finalmente la mierda sale por el culo. Esas palabras no me dieron risa, sino que me hicieron sentir una especie de nerviosismo. Una clase de nerviosismo del que le da a uno cuando no sabe cómo reaccionar ante algo inesperado. En una milésima de segundo miré alrededor buscando una respuesta en las caras de mis compañeros. Me llamó muchísimo la atención que nadie festejara lo que para mi era un chiste. “Estos chicos tienen reaccione lentas”, pensé y me reí para no quedar como un tonto. Al señor Calzado se le endurecieron aún más los austeros rasgos de la cara. Sin necesidad de hacer un paneo sobre la clase, me identificó como al autor de la risita. Seguramente su capacidad auditiva había evolucionado en forma inversamente proporcional a la de su visión. Enfurecido, me señaló con el índice y vociferó: —¡Ey, usted, señor, el nuevo! ¿De qué se ríe? ¿Por dónde caga su madre? ¿O acaso su madre no tiene culo? —Me hacía una pregunta tras otra sin darme tiempo a que le contestara ninguna—. ¡Venga para acá con su cuaderno de clase que Villa Pancha va a ponerle una mala nota! —gritó mientras buscaba una lapicera colorada entre otras azules y negras. Así fue como me enteré que su birome tenía nombre propio. Volví a mirar alrededor, buscando una explicación de lo que estaba pasando en las caras de mis compañeros, pero no vi en sus impávidos rostros una expresión distinta a la que habían tenido mientras escuchaban atentamente a la clase. Me puse de pie y llevé al frente mi cuaderno que se movía al ritmo del temblor de mi mano. —Villa Pancha le va a hacer entender a este jovencito que no hay malas palabras si se dicen cuando es necesario —dijo el hombre enojado. Cuando le hice firmar la mala nota tuve que esforzarme en sujetar a mi madre para que no fuera a quejarse al día siguiente. Mis compañeros conocían al maestro no solamente desde marzo sino de cuando cursaban los grados anteriores. En el colegio había instalada una vieja costumbre por la cual cada día de la semana una maestra o un maestro distinto asumía el rol de tutor de toda la escuela. Esto quería decir que presidía la formación de las filas antes de entrar a clase y el izamiento de la bandera. Cuando le tocaba el turno al señor Calzado, lejos de conformarse con liderar la ceremonia, extendía al resto del alumnado algunas de las exigencias que tenía para con nosotros, los alumnos de su grado. Se paraba en el primer escalón de la entrada del edificio y supervisaba detenidamente a cada uno de los alumnos. Quien llegara desalineado o con los zapatos sucios debía volver a su casa. —Pueden entrar con el guardapolvo o los zapatos viejos y gastados, pero no mugrientos — solía decir a los que rechazaba. Como se sabía con anticipación cuando le tocaba la tutoría, cada alumno se preparaba especialmente para esa mañana especial. Para los que lo teníamos como maestro, todos los días eran especiales. Así tomamos el hábito de lustrar nuestros zapatos y cuidar de nuestro aspecto personal. El señor Calzado le preguntaba a cada alumno cuál era el trabajo de su padre. Algunos se quejaron por eso. —No hago estas averiguaciones de puro entrometido —se justificaba—, sino porque los padres deben participar de la educación de sus hijos—. A cada uno le pedía ayuda según la profesión que tuviera. Así fue como había conseguido las láminas del aparato digestivo que tanto me habían llamado la atención en mi primer día de clases. A fines de abril le pidió unos retazos de tela a mi padre, que era sastre, y a una madre, que era modista, le pidió que cosiera una sotana. Con un mes de anticipación nuestro quinto grado ensayaba una representación de la asamblea del Cabildo Abierto del 22 de Mayo. Cada mañana, cuando llegábamos al aula, antes de empezar formalmente con la clase, el maestro nos hacía pasar al frente de a pequeños grupos. Cada uno leía las líneas de aquel famoso debate que le había tocado en suerte ese día. Al día siguiente repetíamos todo, pero a cada uno le tocaba hacer de otro personaje. Preparándonos con tanta antelación algunos aprendimos de memoria hasta las exposiciones más largas. Después de cada ensayo, íbamos todos juntos a uno de los patios y hacíamos ejercicios durante algunos minutos. A la vuelta el maestro repetía la frase de Juvanal: —Mens sana in corpore sano Pocos días antes del 25 de Mayo, el señor Calzado develó el casting para el acto. A mí me tocó hacer de Juan José Castelli y al chico que se sentaba detrás de apellido Dianovsky, de Obispo Lué. Al día siguiente la madre se presentó muy enojada para hablar con el maestro. No quería que su hijo apareciera en el escenario vestido de cura. El señor Calzado le dijo: —Su hijo actuará de obispo así como más adelante un chico católico hará de rabino —le dijo a la señora y en lugar de darle lugar para profundizar la disputa le tendió la mano en señal de despedida y le expresó—: No es un capricho, es parte central de mis enseñanzas. Un día el señor Calzado llenó el pizarrón con los conceptos más salientes de la clase que acababa de dictar, como hacía siempre, pero esa vez lo hizo con errores de ortografía. Se alejó del pizarrón, manteniéndose de espaldas a nosotros, con la tiza en una mano y el borrador en la otra dejó pasar un interminable minuto hasta que de pronto aulló: —Ustedes tienen que corregir al maestro si se equivoca —dándose vuelta—, y al mismísimo Presidente de la Nación, que también se puede equivocar. Cada vez que en la clase pasaba algo malo, como la desaparición de una cartuchera, el maestro se ponía muy serio, se sentaba, se sacaba los anteojos, y en lugar de gritar bajaba la voz. Con un tono melancólico nos contaba una historia sobre un alumno que había tenido en la provincia de Corrientes, donde había sido maestro rural. Las cosas que relataba de ese chico, llamado Felipe, eran peores que la que terminaba de suceder en el aula. Nos comentaba que él mismo iba con su Rastrojero a la casa de Felipe en medio del campo. —Los padres siempre tienen que ver con estas cosas —musitaba. Lo importante del relato era que Felipe al final cambió para bien. —Mi Rastrojero anduvo por los campos de Curuzú Cuatiá y de Monte Caseros visitando las casas de mis alumnos y voy a hacer lo mismo —advertía el maestro— aquí en la Capital. No se cómo lo tomaban mis compañeros, pero yo creía en esa omnipresencia y muchas veces me quedaba sentado en el umbral de mi casa prestando especial atención a cada Rastrojero que pasaba. En mi cabeza había un convencimiento de que iba a dar una vuelta para ver qué estaba haciendo. Hasta me sentaba con cierta prolijidad. En el medio de una clase se oyeron unas palabras. Se había interrumpido el absoluto mutismo que se imponía en el aula. —Venga para acá con su cuaderno —me gritó irascible mientras buscaba entre sus lapiceras, una roja. No tuve más remedio que obedecer. Pero cuando después de escribir “No hable en clase” me dijo que volviera a mi asiento, no le hice caso. —Yo no fui quien habló — lo sorprendí con mi desplante. —¡Ajá! Así que alguien habló por ahí, entonces usted me va a decir quién fue. —No le voy a decir nada —me atreví a contradecirlo ante el asombro de todos los compañeros y el mío también. A partir de ahí el frente de la clase se convirtió en un frente de batalla verbal donde su presión para la denuncia era contrarrestada por mis argumentos. —Que un sonido venga de donde yo estoy no me convierte en el responsable de investigar quien lo produjo y mucho menos redimir mi culpa echándosela a un compañero. Mi compañero de banco, Eduardo Goldoni, se puso de pie y dijo que había hablado. Inmediatamente recibió un “No hable en clase” en su cuaderno y lo mando a su asiento. A mí, que todavía estaba en el frente, me dijo: —¡Ey, orador de la Revolución de Mayo! Deme el cuaderno otra vez. —Y escribió: Señora Dora: Su hijo acaba de dar un ejemplo al resto de la clase. No dejó que se lo acusara injustamente ni acusó a un compañero para salvarse en una clara una demostración de carácter que le augura un buen futuro. Usted tiene motivos para estar orgullosa. Sinceramente, Calzado. El año anterior, el Consejo Escolar había ordenado que nuestro maestro debía tomar el puesto de Director de la Escuela. Pero él no quería perder el contacto directo con los alumnos y postergó la observancia de esa resolución. Pero, como siempre pasa lo que no tiene que pasar, antes de terminar el año nos enteramos que el maestro tenía que someterse a una operación en los ojos. Si prorrogaba la cirugía como lo había hecho con su nombramiento de Director, quedaría ciego indefectiblemente. La señora Dianovsky tomó la iniciativa para que entre todos los padres compraran un medallón de oro y entregárselo antes de la operación. El señor Calzado, durante todo el año, no sé por qué, no repetía que le trajéramos la libreta universitaria no bien la tuviéramos. No sé por qué no hablaba del título del secundario o de médico, abogado o cualquier otra carrera. Él pedía que le lleváramos para mostrarle la libreta universitaria, nada más. Le hice caso. Cuando me entregaron la libreta de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos Aires lo primero que hice fue ir hasta el Colegio para mostrársela. En ese momento el señor Calzado era el director del Colegio. Después de medio siglo tuve la suerte de encontrarme con compañeros de aquella clase. No nos acordábamos de muchos maestros, pero sí de quien nos grabara a fuego valores para el resto de nuestras vidas, del señor Calzado.

domingo, agosto 05, 2012

La Paternal

No olvidaré jamás el día en que los nuevos vecinos se mudaron a la casa de enfrente. Los vi por primera vez cuando estaban terminando la mudanza. Eran un chico de mi edad, una nena un poco más grande, la madre y la abuela. Todos eran rubios, salvo la abuela, que tenía el cabello blanco. Pero ella tenía ojos celestes, los mismos que heredaron su hija y sus nietos. Al día siguiente, mientras estaba sentado en el cordón de la vereda, vi al chico nuevo en el barrio salir de su casa. Levanté un brazo y agité la mano invitándolo a que se sentara a mi lado. Él no se atrevió a venir. —No me dejan cruzar la calle —se lamentó. Como yo tampoco gozaba de ese permiso nos quedamos uno de cada lado—. Me llamo Alfonso. Cada tanto el empedrado temblaba al paso de un camión cisterna cargado con vino. El barrio La Paternal era muy tranquilo y por nuestra calle, Maturín, circulaban muy pocos autos, pero transitaban camiones de la fraccionadora de vinos Talacasto, ubicada a una cuadra Pasaron varios días en los que nos saludábamos, cada uno sentado en su zaguán. Pero una tarde, Alfonso miró hacia ambos lados de la calle, tomó coraje y la cruzó corriendo. Se sentó a mi lado y como si todavía le durara el impulso de la corrida largó su nombre completo: —Alfonso Sánchez Gagneten. —Y agregó casi sin hacer siquiera una pausa—: Nací en Santa Fe A partir de ese día nos hicimos amigos inseparables, pero solamente de lunes a viernes porque los fines de semana él no estaba en la casa. El padre venía todos los sábados al mediodía en un taxi, que hacía parar en la esquina. La madre, después de despedirse dándole un beso a su hijo y otro a su hija, espiaba, detrás de la puerta entornada, como se llevaban a sus criaturas. Yo miraba desde mi ventana lo que para mí era algo nuevo: como compartían a sus hijos los padres que no vivían juntos. Ya sabía que algunos matrimonios se separaban, pero hasta ese entonces no había conocido a ningún chico cuyos padre no vivieron en la misma casa. Cada lunes, Alfonso le contaba a la madre lo que habían hecho durante el fin de semana y ella siempre respondía con un frío silencio. Cada tanto, asentía con la cabeza y como profusa respuesta emitía un par de monosílabos. Era como si hubiera hecho un pacto de silencio consigo misma respecto de todo lo que tuviera que ver con su ex marido, por lo menos frente a los hijos. Esta autocensura hacía sufrir a Alfonso, pero a veces la interpretaba, caprichosamente, como que la madre todavía quería al padre y le hacía abrigar la esperanza de que los cuatro volvieran a vivir juntos, sin la entrometida abuela. Mientras tanto, cada noche antes de ir a dormir, rezaba para que a la hipocondríaca anciana, que con frecuencia intranquilizaba a la familia con el ritmo del corazón, se le cumplieran los malos vaticinios respecto de su propia salud. Ella tenía un carácter demasiado fuerte. Le gustaba mandar a todos, pero el yerno no estaba acostumbrado a acatar órdenes de nadie, mucho menos de su suegra. Él decía que ya había transigido demasiado dejando que la vieja eligiera como se iban a llamar sus hijos. Alfonso, y Asunción. Casi nadie en el barrio sabía que se llamaba Asunción porque todos le decían Chony. Tenía dos años más que su hermano, era un poco regordeta de cara y siempre llevaba su largo cabello dorado con dos trenzas. Iba a un colegio católico de doble escolaridad por eso era raro no verla en su uniforme de saco azul y pollera tableada, del mismo color, que le cubría las piernas hasta la altura de las rodillas, lo suficiente como para dejar ver que era un poquito chueca. El padre de los chicos nunca se bajaba del taxi, pero una vez lo hizo y me di cuenta de que rengueaba. Respondiendo a mi curiosidad, Alfonso me puso al corriente de las proezas de su padre durante la Guerra Civil Española. —Tuvo suerte de salir de allá con vida. —El orgullo con el que contaba ser hijo de un héroe le encendió los ojos celestes—. Franco lo mataría si decidiera volver a España —agregó, y me explicó que una guerra civil es una pelea dentro de un mismo país, entre hermanos. Fue la primera vez que oí hablar sobre ese tipo de enfrentamiento. Me costaba entender cómo sería una pelea así. Me preguntaba cómo harían con los uniformes; cómo se distinguirían unos de otros. Cuando Alfonso se enojaba con alguien le decía “fascista”. Era como su padre llamaba a Franco y a todas las personas que no quería, incluyendo a su ex suegra. En mi casa se hablaba solamente de la Segunda Guerra Mundial donde habían matado a una parte de la familia de mis padres. Cada vez que visitábamos a mi tía, ella me mostraba el mismo libro. Tenía tapas duras y el título estaba en inglés: Wewillnotforget (“No olvidaremos”). Cada página era una lámina con una fotografía de gran tamaño en blanco y negro. Una de ellas mostraba a unos mellizos de más o menos mi edad, que estaban desnudos. Mi tía apoyaba el dedo índice sobre la imagen de esos chicos y mordiendo los dientes pronunciaba un nombre, una y otra vez, como para que yo no lo olvidara: “Doctor Mengele”. Mengele era un médico que experimentaba con chicos en Auschwitz. Después descargaba algún improperio en polaco, en idish o en un mal castellano según la ocasión. Cuando mi padre tachaba a alguien como muy malo decía que era un doctor Mengele o un Hitler. Cuando alguien hacía una maniobra o lo encerraba con el auto, le gritaba: “¡nazi!”. También se le había metido en la cabeza la idea de que todas las personas rubias y con ojos celestes podían ser alemanes; aunque le dije que eran de origen español nunca se alegró de mis visitas a la casa de enfrente. Ni Alfonso ni Chony intentaron jamás entrar a la mía. Habrá sido por pura intuición de ellos porque yo no le contaba a nadie sobre las ideas persecutorias de mi familia, que me avergonzaban. Paradójicamente, durante esos años, el doctor Mengele estuvo viviendo de lo más tranquilo en la Argentina sin que mis padres se enteraran, y muy cerca, en Vicente López. Pasó el tiempo y empezamos la primaria. A mí me mandaron, por la mañana, a una escuela del Estado sobre la calle Casofoust, mixta, pero con muchas mas chicas que chicos, y por la tarde a la escuela “Tel Aviv” en la calle Seguí. Alfonso fue al Colegio Claret, a tras cuadras, en la avenida San Martin y Donato Álvarez, el mismo adonde ya iba Chony. Una vez me invitó a la parroquia del colegio. Al entrar se santiguó y arqueó la rodilla derecha hasta el suelo con el torso erguido mientras miraba al altar. Yo había quedado detrás de mi amigo, rígido como una tabla, sin saber qué hacer. Aunque él se dio vuelta y me guiñó un ojo, un gesto que habitualmente empleaba conmigo para indicarme que todo estaba bajo control. —Vos no tenés que hacer nada —susurró para tranquilizarme. Pero mi incomodidad persistía. Los miembros de la congregación se paraban y se volvían a sentar, todos al mismo tiempo, según la parte del rezo. Cuando me puse de pie siguiendo al resto, Alfonso me dijo bajito al oído: —Podés quedarte sentado, nadie va a decir nada. — No te preocupes, es igual que la sinagoga donde estuve una vez, ahí también se paraban y se sentaban a cada rato —le susurré sin ahondar en lo que recién había captado toda mi atención: las estatuas que rodeaban el atrio representando a distintos santos. En mi casa cuestionaban a todos los dogmas y sus seguidores pero más a quienes, según mi padre, les rezaban a las estatuas. Cuando terminó aquella infinita misa, Alfonso y yo nos juntamos con Chony en la salida. Ahí, al fin, pude respirar aire fresco y relajarme. —A ver cuando me invitan otra vez —les pedí a los dos hermanos, sin mentirles. Mi curiosidad estaba por encima de cualquier tensión. Yo no sabía seguir ninguna clase de ritual. Mis padres no eran religiosos, más bien todo lo contrario. Bajaban las persianas y apagaban la luz para mirar hacia afuera sin ser vistos. Criticaban con saña a los personajes de un entorno, para ellos, hostil y juzgaban con el mismo rigor a unos muchachos con caftán negro y rulos cayéndole de las orejas. Cuando ellos pasaban cargando un tarro de tambo se preguntaban irónicamente por qué los religiosos tomaban una leche distinta, por qué comían cosas diferentes y por qué tenían hijos por docena. Por un lado, me gustaba ver a mis padres haciendo una pausa en sus permanentes discusiones. Pero por otro lado, me impresionaban las burlas a los ortodoxos de la otra cuadra que también hablaban idish y habían venido de Varsovia como ellos. Esas divisiones internas venían de Polonia, donde los nazis no hicieron distinciones entre quienes eran observantes y quienes no lo eran. A veces siento que el mundo siempre ha estado sumergido en una gran confusión y que el de mi infancia me exigió aprender a navegar en un mar revuelto de contradicciones. Tal vez por eso, durante el resto de mi vida cada vez que me exigían coherencia tuve que disimular la risa. Nuestros vecinos de enfrente trajeron sus propias divisiones de España. La abuela había iniciado las beligerancias al hacer bautizar a su nieta con el nombre de Asunción, que indica el ascenso de la Virgen María al cielo y la siguió con Alfonso, que fuera el último rey de España antes de la Guerra Civil. Los católicos y los republicanos españoles llevaron su pelea del otro lado del Atlántico y terminaron en divorcio, mejor dicho en separación, porque en esa época no había divorcio. Los adultos creen que el pasto del vecino es más verde, y los chicos también. Yo pensaba que hermanos de enfrente tenían más suerte que yo al no tener que batallar con las contradicciones todos los días. A ellos les pintaban un mundo durante los días de semana y otro los sábados y domingos. Tampoco se sentían bien con eso, más allá de lo que yo imaginaba. Por eso Alfonso, Chony y yo creíamos más fervientemente que los otros chicos del barrio en las fantasías inventadas por nosotros mismos. En el fondo de la casa de ellos había un gran terreno donde armamos una casilla. Allí establecimos una sociedad secreta compuesta por Alfonso, Chony y yo. Como nombre le pusimos la primera sílaba de mi apellido, FAR, seguida por como sonaba el comienzo del apellido de los Gagneten: GAN. Resultó FARGAN. Y FARGAN se dedicaría a la química, ciencia con la que, asegurábamos, nos íbamos a consagrar cuando fuéramos grandes. Juntábamos píldoras, grageas y comprimidos de todos los remedios que podíamos hacer desaparecer de los botiquines de nuestras casas. Los hacíamos polvo, los mezclábamos y experimentábamos. La abuela, que en cada enojo tomaba medicinas para el corazón, se transformó sin saberlo en la primera donante de nuestro emprendimiento. Como buen laboratorio abocado a la investigación que éramos, le dimos de probar nuestros desarrollos a un gato de la calle. Así fue como terminamos organizando el entierro del animal que había muerto por sobredosis de nuestro invento: Quietito-quietito. Por la noche, Alfonso llevó el cadáver a la estación La Paternal. Muy cerca de las vías del tren hicimos un hoyo en la tierra donde sepultamos los restos del felino. Chone marcó el lugar con una cruz de madera que le había robado a la abuela, como había hecho antes con las pastillas que llevaron a la víctima hasta ahí. Después de aquel accidente Alfonso en lugar de acobardarse, se envalentonó tanto que amenazaba con aquel invento a quienes lo molestaran. Así fue como el Quietito-quietito echó por tierra el carácter secreto que nuestra sociedad. Aunque no era lo que yo esperaba, la reacción de algunos chicos del barrio fue tratar de ingresar a FARGAN. Establecimos tantos obstáculos para ser admitido que nos resultó fácil dejar afuera a todos los aspirantes. Un día Alfonso me propuso que nos uniéramos a una pandilla que se llamaba como el terreno donde se reunía: La Carbonilla. Ese lugar era el que rodeaba las vías del Ferrocarril General San Martín en la estación La Paternal. Para entrar a ese grupo había que saltar un ancho canal que lindaba con los galpones de la estación. Quien no lo lograra debía arrodillarse frente a la bragueta del elegido por el grupo y abrir la boca para recibir lo que apareciera. Alfonso saltó el canal y falló. Entre dos forzudos lo levantaron dejando ver como los zapatos y los pantalones chorreaban un barro pestilente. Lo arrodillaron frente a un grandote que se estaba aflojando el cinturón. Mi amigo dio vuelta la cabeza para buscarme. Cuando nuestras miradas se encontraron me guiñó un ojo. En el momento en que el cierre de la bragueta ya se había bajado, mi socio escupió sobra la maraña negra que asomaba, se levantó y se largó a correr. Yo escapé detrás hacia la calle. No sé si fue por la adrenalina o por el miedo que se la producía, pero Alfonso tomó carrera y saltó por encima del canal. Todos los muchachones lo aplaudieron, menos el que había quedado con la boca y la bragueta abiertas. Mi amigo fue aceptado en el grupo. Pasaron los años. Chone estaba en la secundaria cuando se le afinó la cara y la figura. Había dejado las trenzas por la vincha blanca, parte del uniforme del colegio. Su cabellera lacia y rubia le llegaba hasta la cintura. Seguía con los hoyitos en las mejillas y las piernas un poco chuecas. Hasta eso empecé a ver con buenos ojos. Como Alfonso pasaba mucho tiempo en La Carbonilla, FARGAN estaba inactiva. Yo buscaba cualquier excusa para estar con ella. Mis visitas a la casa de enfrente siguieron siendo frecuentes. Una impulso más fuerte que yo me llevaba a hacer cosas inauditas en mí hasta ese entonces como dedicar tiempo a elegir la ropa que me iba a poner antes de cruzar la calle o como volver a peinarme antes de tocar el timbre. Le pedía prestado los libros de Julio Verne que a ella le encantaban y los leía con placer pensando en comentárselos. Enfrascado en esas lecturas rechacé muchas veces las invitaciones del hermano para volver con los experimentos o ir a La Carbonilla. El regreso de lo de Chone me dejaba un sabor agridulce. Por un lado me daba mucho placer haber estado en su casa, escucharla y verla sonreír, pero por el otro me inquietaba seguir pendiente de ella después de cada encuentro. Contaba las horas que faltaban para volver a encontrarla. Esta era una sensación nueva en mi vida y pensaba que nunca más experimentaría esa ansiedad. Estaba convencido que esa agitación era tan única e irrepetible como la chica que la provocaba. Me equivoqué. Volvió a sucederme una vez más, y ya no tenía la excusa de ser chico. Chony hizo que mi interés por la química fuera desplazándose por el de la lectura. Admiraba como contaba una historia que yo ya había leído. Admiraba cómo se hacía querer por todos. Su casa, al revés que la mía, recibía visitas todos los días. Casi todos los que llegaban eran compañeras del Claret donde era la chica más popular del Colegio. Venían todas con el mismo uniforme azul. Algunas eran más delgadas, más altas y hasta más bonitas, pero ninguna me gustaba como Chony. Si algo definía su personalidad era que no se peleaba con nadie; donde estuviera generaba una atmósfera tranquila, contraria a la que yo vivía todos los días en mi casa. Como uno siempre quiere lo que no tiene yo quería a Chony. Me preocupaban los centímetros que me llevaba de estatura, los años que me llevaba de edad y la cara que iban a poner mis padres cuando se enteraran. Imaginaba a las estatuas de los santos de la iglesia del Claret rodeándome y riéndose de mí. Estando con ella era fácil notar que ella todavía no sabía nada de lo que yo sentía. Para terminar con eso la invité al cine Taricco. En esa sala, que quedaba a una cuadra del Colegio Claret nos habíamos colado con Alfonso en sus funciones continuadas. Ese día me vestí con la ropa que había dejada preparada sobre una silla desde el día anterior. Toqué el timbre y apareció la sonrisa de Chony; una voz venía de atrás del pasillo. —¿Adónde van? —preguntó Alfonso. Terminamos yendo los tres al cine. Chony se sentó en el medio. Mis ojos pasaren menos tiempo mirando la pantalla que a la mano de ella, sobre la que estuve por poner la mía, pero no me atreví porque estaba Alfonso del otro lado. Al día siguiente fui con la excusa de pedirle otra novela de Julio Verne. Estábamos los dos solos en el terreno del fondo justo enfrente de la casilla abandonada cuando le iba a decir: “Vos sabés que te quiero”, pero de mi boca salió: —Vos sabés que todos te queremos. —Los hoyitos en las mejillas le enmarcaron la sonrisa que me dispensaba a cambio del cumplido. Mientras tanto y yo estaba preocupado pensando si la cobardía se me notaba en la cara. Hice un esfuerzo enorme para no volver a su casa enseguida. Me prometí a mí mismo ir a verla no bien terminara de leer el libro. Me apuraba con cada párrafo, pero después tenía que volver atrás porque mi mente había estado en otra historia y no en la Verne. Al fin llegué a la última página. Crucé la calle cargado de coraje, dispuesto a declararme. Ella me recibió con la encantadora sonrisa de siempre. Sin dejarme decir palabra, tomó mi mano y me llevó al living. En uno de los sillones estaba sentado un desconocido. —Te presento a Carlos, mi novio —dijo Chony. Al volver a casa, mi padre dio la noticia de que nos mudábamos lejos de La Paternal. Mi madre pensó que era un milagro, yo también. Jamás volví al barrio.

domingo, julio 22, 2012

Palermo Viejo

Pedro deambula por las calles de Palermo. Acostumbra hacerlo cuando se le presenta un problema, y lo hace convencido de que caminar ayuda a pensar. Tiene que tomar una decisión y es de las más difíciles que le han tocado en la vida. De pronto se detiene a mirar a un abuelo que arroja al aire a su nieto y lo agarra inmediatamente. El chico ríe a carcajadas. Pedro se conmueve viendo disfrutar al anciano y no sigue su camino hasta que el viejo toma a la criatura en brazos y se va. Después de dar algunas vueltas aspirando el verde del Jardín Japonés, toma la avenida Sarmiento. Un taxi tras otro marchan hacia plaza Italia. Uno de los taxistas disminuye la velocidad y mira a Pedro como a un potencial pasajero mientras le señala el cartel encendido de “Libre”. Pero el viento suave de septiembre es lo suficientemente persuasivo como para hacer que Pedro siga caminando. “Total, no tengo ningún apuro en llegar”, piensa. La verdad es que no tiene ganas de llegar adonde va. Delante de él, y con el mismo paso lento, camina una pareja tomada de la mano. El muchacho, con pantalón gris y saco azul, y la chica, con camisa blanca y pollera tableada azul. Están disfrutando juntos de un adelanto del Día del Estudiante en lugar de aburrirse en clase, y por separado. Llega a plaza Italia y cruza la avenida Santa Fe. Si esta mañana quiere olvidarse de algunas cosas, el cartel que indica el nombre de la calle Thames no se lo permite. Sobre Thames su padre había tenido un taller de confecciones. El olor de las piezas de género lo sigue por la avenida Santa Fe hasta que dobla en la primera esquina. Esta calle ahora se llama Jorge Luis Borges. Baja diez cuadras, sin contarlas, para encontrarse con Julio Cortázar, una plaza tan rejuvenecida como la gente que pasea por ahí. Los restaurantes que rodean la placita y que ahora están de última moda eran casas tipo chorizo donde funcionaban talleres de confección. En uno de esos talleres trabajaba Eva. Pedro se ve a sí mismo cuando era adolescente cruzando la vieja placita con una caja de botones en la mano. Le lleva el paquete a Eva por pedido de su padre. Aquella mujer había dejado una marca indeleble en su vida. Aunque ella lo duplicaba en edad se convirtió primero en su amiga, después en confidente y por último en su primera amante. Pedro cruza la plaza llena de recuerdos y la calle Borges vuelve a ser Serrano, como había sido siempre, como había sido antes de que Pedro abandonara el barrio y la ciudad. Después de caminar tres cuadras por Serrano, llega a donde iba. Se lo indica un enorme cartel con la palabra Serranía sobre el edificio, que no existía cuando era un adolescente. Toca el único botón del portero eléctrico y una mujer rubia, alta y muy bien vestida abre la puerta. —Soy Alicia, mucho gusto— dice la elegante mujer —El gusto es mío—replica Pedro extendiendo su mano. Aunque ya habían hablado por teléfono, en este momento se encuentra personalmente por primera vez. Como ella está acostumbrada a mostrar las comodidades del edificio a los familiares de los potenciales huéspedes, sabe que es mejor empezar por los pisos de arriba. Allí están alojados los residentes con mejor estado de salud, sobre todo los que tienen autonomía. Como Alicia quiere que la primera impresión sea la mejor, lleva a Pedro al salón de entretenimientos. Ahí hay una docena de mesas, todas ocupadas. Dos mujeres comparten una de ellas pero el resto tiene un solo ocupante. Pedro mira y asiente con la cabeza mientras trata de sondear en sí mismo por qué un grupo de ancianos en un salón le produce una sensación opuesta a la que le había producido el anciano al que vio en Palermo con su nieto hacia unos minutos. Alicia, intuyendo una vacilación de Pedro, se apura en comentar que por las noches este mismo salón se colma de gente jugando al bingo. Cruza el pasillo indicando el camino y abre la puerta de otro salón, esta vez lleno de aparatos: bicicletas fijas, cintas para correr y colchonetas en el piso. Las paredes tienen espejos y en uno de los rincones cuelga un televisor. La mujer se esmera en mostrar lo nuevos que son los aparatos y dar detalles de su funcionamiento, pero Pedro la interrumpe con una pregunta. —¿Por qué no hay nadie en el gimnasio?— —Es que a la mayoría le gusta dormir hasta tarde—explica ella mostrando el camino al ascensor. A Pedro no le resulta convincente que ella justifique la ausencia total de personas entrenando por lo temprano de la hora; los ancianos no duermen demasiado. Pero Alicia no parece registrar el desliz y sigue con su rutina —. Este es el área de descanso—indica cuando llegan a otro piso—. Hay uno solo dormitorio disponible —aclara mientras abre la puerta que está en el fondo del pasillo. Es una habitación preparada para recibir familiares de potenciales residentes. La mujer entra con confianza al lugar donde ella misma se encargó de los detalles. Sobre la mesita de luz hay un portarretratos con la foto de una pareja joven, la mujer sostiene a un bebé en sus brazos. Parecen ser los hijos de quien fuera huésped de esa habitación. Al lado de la foto hay un libro y anteojos de lectura. Pedro toma el libro y lee en voz alta: — Como vivir mejor, de Claudio María Domínguez —y agrega con tono reflexivo—. Parece que alguien vive en este cuarto. Alicia le contesta solamente con una sonrisa, pero ella sabe muy bien la mala impresión que causa una habitación sin vida. Justamente por eso decora así los cuartos vacíos. El ascensor los lleva a la realidad de la planta baja, cuanto más cerca de la salida a la calle más real. Allí no hay gimnasio sino una sala de terapia intensiva que Alicia nombra con un eufemismo: “de cuidados intensivos”. Por el estado del paciente que va a traer Pedro, se ve obligada a mostrar ese lugar pero no quiere hacerlo por respeto a quienes lo ocupan. Se adelanta unos pasos, abre apenas la puerta y mete la cabeza para espiar que pasa ahí. Por suerte, piensa, están todos durmiendo. Invita a Pedro a seguirla mientras se lleva el dedo índice a los labios. En una de las camas un hombre de cara alargada duerme apaciblemente. Cuando Alicia llegó al trabajo, la enfermera le informó que ese paciente, otra vez, había pasado la noche pidiendo plata a los gritos. Cree que la familia lo abandonó en la indigencia. La enfermera le había dado un billete de dos pesos, él lo dobló prolijamente, lo escondió en el forro de la almohada y se calmó. Esta hilera de camas está separada de otra por una cortina celeste. Del otro lado de la cortina hay varias camas vacías, pero una sola está deshecha. Esa cama es la de una señora de ochenta años que había llegado del Hospital Italiano, tras una fallida operación de cadera. Nunca más pudo caminar, ni siquiera sentarse. Al estar acostada todo el tiempo corre el riesgo de producir escaras en la espalda. Todo el personal de cuidados intensivos sabe lo delicado del caso. Pedro sigue a Alicia, que sale disparada de la sala como si se hubiera olvidado de él. En la habitación contigua encuentran a la señora en una camilla reprimiendo el dolor, mordiéndose los labios. Dándole la espalda a la sufrida anciana, la médica de guardia le está mostrando a una enfermera unas botas de cuero que acaba de comprar. Alicia clava la mirada en la joven médica, que como respuesta se encoge de hombros. —Ya no hay nada que podamos hacer —le susurra—. Estamos esperando la ambulancia que la va a llevar al Italiano, de donde seguramente no va a volver. Hizo una septicemia —concluye secamente la doctora. — ¿No había que rotar todo el tiempo el cuerpo de esta señora? —Alicia respira hondo después de hacer la pregunta. —Sí, pero yo no puedo estar aquí todo el tiempo —rebate la médica todavía con una bota en la mano. Alicia no le responde, da media vuelta y sale del lugar escoltada por Pedro, quien la sigue hasta su oficina. Se sientan uno de cada lado del escritorio, sobre el que hay solamente un papel: el formulario de admisión. La ambulancia avanza por Serrano hasta rodear la plaza Julio Cortázar para tomar Thames. A los jóvenes que están almorzando en los reciclados restaurantes de moda les inquieta por un segundo la sirena. Ese sonido no sorprende a nadie en la avenida Corrientes y menos en Pringles donde doblan todos los que van al Hospital Italiano. — ¿Vendrá por mí? —se pregunta un hombre sentado en su cama, mientras mira por la ventana como dos enfermeros trasladan la camilla recién llegada. Una enfermera interrumpe esos interrogantes al entrar con la bandeja del almuerzo. Le acerca una cuchara a la boca, pero el paciente la rechaza con gemidos y usando la mano izquierda, la única que puede mover. Había estado unos minutos dentro de una niebla, durmió por veinte días y solamente una mitad de él despertó. No puede hablar pero entiende y recuerda todo. Se siente prisionero dentro de un cuerpo que no responde más a sus órdenes. Apenas puede manotear la cuchara para demostrar que todavía puede comer solo. Quiere irse a su casa, pero nadie lo escucha porque no le salen las palabras enteras, solo sílabas sueltas. Piensa que en su casa, entre sus cosa, va a poder hilvanarlas mejor. “¿Dónde está mi hijo?” Se pregunta mientras le chorrea sopa de la boca al mentón y le arranca la servilleta a la enfermera. “Si en lugar de llevarme a mi casa me lleva a otro lado, dejo de comer para siempre”. Piensa, afligido, por no poder habérselo dicho a Pedro… por no poder hablar.

Acerca de mí

Escribir es lo que mas me gusta