domingo, septiembre 30, 2012

El señor Calzado

La nebulosa que cubre parte de mis recuerdos no me deja ver por qué mis padres decidieron cambiarme de escuela no bien empecé cuarto grado. Pero nada puede tapar lo que pasó el primer día en que estuve en el colegio nuevo. Recuerdo claramente aquella mañana otoñal de principios de abril en la que mi flamante maestro, el señor Calzado, hablaba a la clase con el tono magistral de quien dicta una conferencia. En mi escuela anterior, que era mixta, solo había tenido maestras, mientras esta era únicamente para varones. La raya bien dibujada de los pantalones asomaba al final del blanco guardapolvo almidonado del señor Calzado. Sus rasgos severos correspondían a los de un hombre que había vivido cincuenta y largos años en el campo. Al conocerlo cualquier persona se detendría en el extraño par de anteojos que usaba. Sobre los gruesos cristales se apoyaban otros lentes que también eran verdes pero más delgados y estaban prendidos con unos ganchitos de la parte superior de un armazón, lo que permitía suponer un gran problema de visión. En su abundante cabellera coexistían mechones negros con otros grises y blancos, todos nivelados por un fijador que los mantenía en perfecto orden. Las paredes del aula estaban cubiertas por láminas del aparato digestivo: boca, esófago, laringe, estómago, hígado, vesícula biliar e intestino delgado y grueso. —El proceso de la digestión termina cuando en el recto se almacenan las heces antes de ser excretadas por el ano —dijo el maestro haciéndome pensar que era la última de una serie de clases sobre el tema, y con la misma parsimonia académica concluyó— y finalmente la mierda sale por el culo. Esas palabras no me dieron risa, sino que me hicieron sentir una especie de nerviosismo. Una clase de nerviosismo del que le da a uno cuando no sabe cómo reaccionar ante algo inesperado. En una milésima de segundo miré alrededor buscando una respuesta en las caras de mis compañeros. Me llamó muchísimo la atención que nadie festejara lo que para mi era un chiste. “Estos chicos tienen reaccione lentas”, pensé y me reí para no quedar como un tonto. Al señor Calzado se le endurecieron aún más los austeros rasgos de la cara. Sin necesidad de hacer un paneo sobre la clase, me identificó como al autor de la risita. Seguramente su capacidad auditiva había evolucionado en forma inversamente proporcional a la de su visión. Enfurecido, me señaló con el índice y vociferó: —¡Ey, usted, señor, el nuevo! ¿De qué se ríe? ¿Por dónde caga su madre? ¿O acaso su madre no tiene culo? —Me hacía una pregunta tras otra sin darme tiempo a que le contestara ninguna—. ¡Venga para acá con su cuaderno de clase que Villa Pancha va a ponerle una mala nota! —gritó mientras buscaba una lapicera colorada entre otras azules y negras. Así fue como me enteré que su birome tenía nombre propio. Volví a mirar alrededor, buscando una explicación de lo que estaba pasando en las caras de mis compañeros, pero no vi en sus impávidos rostros una expresión distinta a la que habían tenido mientras escuchaban atentamente a la clase. Me puse de pie y llevé al frente mi cuaderno que se movía al ritmo del temblor de mi mano. —Villa Pancha le va a hacer entender a este jovencito que no hay malas palabras si se dicen cuando es necesario —dijo el hombre enojado. Cuando le hice firmar la mala nota tuve que esforzarme en sujetar a mi madre para que no fuera a quejarse al día siguiente. Mis compañeros conocían al maestro no solamente desde marzo sino de cuando cursaban los grados anteriores. En el colegio había instalada una vieja costumbre por la cual cada día de la semana una maestra o un maestro distinto asumía el rol de tutor de toda la escuela. Esto quería decir que presidía la formación de las filas antes de entrar a clase y el izamiento de la bandera. Cuando le tocaba el turno al señor Calzado, lejos de conformarse con liderar la ceremonia, extendía al resto del alumnado algunas de las exigencias que tenía para con nosotros, los alumnos de su grado. Se paraba en el primer escalón de la entrada del edificio y supervisaba detenidamente a cada uno de los alumnos. Quien llegara desalineado o con los zapatos sucios debía volver a su casa. —Pueden entrar con el guardapolvo o los zapatos viejos y gastados, pero no mugrientos — solía decir a los que rechazaba. Como se sabía con anticipación cuando le tocaba la tutoría, cada alumno se preparaba especialmente para esa mañana especial. Para los que lo teníamos como maestro, todos los días eran especiales. Así tomamos el hábito de lustrar nuestros zapatos y cuidar de nuestro aspecto personal. El señor Calzado le preguntaba a cada alumno cuál era el trabajo de su padre. Algunos se quejaron por eso. —No hago estas averiguaciones de puro entrometido —se justificaba—, sino porque los padres deben participar de la educación de sus hijos—. A cada uno le pedía ayuda según la profesión que tuviera. Así fue como había conseguido las láminas del aparato digestivo que tanto me habían llamado la atención en mi primer día de clases. A fines de abril le pidió unos retazos de tela a mi padre, que era sastre, y a una madre, que era modista, le pidió que cosiera una sotana. Con un mes de anticipación nuestro quinto grado ensayaba una representación de la asamblea del Cabildo Abierto del 22 de Mayo. Cada mañana, cuando llegábamos al aula, antes de empezar formalmente con la clase, el maestro nos hacía pasar al frente de a pequeños grupos. Cada uno leía las líneas de aquel famoso debate que le había tocado en suerte ese día. Al día siguiente repetíamos todo, pero a cada uno le tocaba hacer de otro personaje. Preparándonos con tanta antelación algunos aprendimos de memoria hasta las exposiciones más largas. Después de cada ensayo, íbamos todos juntos a uno de los patios y hacíamos ejercicios durante algunos minutos. A la vuelta el maestro repetía la frase de Juvanal: —Mens sana in corpore sano Pocos días antes del 25 de Mayo, el señor Calzado develó el casting para el acto. A mí me tocó hacer de Juan José Castelli y al chico que se sentaba detrás de apellido Dianovsky, de Obispo Lué. Al día siguiente la madre se presentó muy enojada para hablar con el maestro. No quería que su hijo apareciera en el escenario vestido de cura. El señor Calzado le dijo: —Su hijo actuará de obispo así como más adelante un chico católico hará de rabino —le dijo a la señora y en lugar de darle lugar para profundizar la disputa le tendió la mano en señal de despedida y le expresó—: No es un capricho, es parte central de mis enseñanzas. Un día el señor Calzado llenó el pizarrón con los conceptos más salientes de la clase que acababa de dictar, como hacía siempre, pero esa vez lo hizo con errores de ortografía. Se alejó del pizarrón, manteniéndose de espaldas a nosotros, con la tiza en una mano y el borrador en la otra dejó pasar un interminable minuto hasta que de pronto aulló: —Ustedes tienen que corregir al maestro si se equivoca —dándose vuelta—, y al mismísimo Presidente de la Nación, que también se puede equivocar. Cada vez que en la clase pasaba algo malo, como la desaparición de una cartuchera, el maestro se ponía muy serio, se sentaba, se sacaba los anteojos, y en lugar de gritar bajaba la voz. Con un tono melancólico nos contaba una historia sobre un alumno que había tenido en la provincia de Corrientes, donde había sido maestro rural. Las cosas que relataba de ese chico, llamado Felipe, eran peores que la que terminaba de suceder en el aula. Nos comentaba que él mismo iba con su Rastrojero a la casa de Felipe en medio del campo. —Los padres siempre tienen que ver con estas cosas —musitaba. Lo importante del relato era que Felipe al final cambió para bien. —Mi Rastrojero anduvo por los campos de Curuzú Cuatiá y de Monte Caseros visitando las casas de mis alumnos y voy a hacer lo mismo —advertía el maestro— aquí en la Capital. No se cómo lo tomaban mis compañeros, pero yo creía en esa omnipresencia y muchas veces me quedaba sentado en el umbral de mi casa prestando especial atención a cada Rastrojero que pasaba. En mi cabeza había un convencimiento de que iba a dar una vuelta para ver qué estaba haciendo. Hasta me sentaba con cierta prolijidad. En el medio de una clase se oyeron unas palabras. Se había interrumpido el absoluto mutismo que se imponía en el aula. —Venga para acá con su cuaderno —me gritó irascible mientras buscaba entre sus lapiceras, una roja. No tuve más remedio que obedecer. Pero cuando después de escribir “No hable en clase” me dijo que volviera a mi asiento, no le hice caso. —Yo no fui quien habló — lo sorprendí con mi desplante. —¡Ajá! Así que alguien habló por ahí, entonces usted me va a decir quién fue. —No le voy a decir nada —me atreví a contradecirlo ante el asombro de todos los compañeros y el mío también. A partir de ahí el frente de la clase se convirtió en un frente de batalla verbal donde su presión para la denuncia era contrarrestada por mis argumentos. —Que un sonido venga de donde yo estoy no me convierte en el responsable de investigar quien lo produjo y mucho menos redimir mi culpa echándosela a un compañero. Mi compañero de banco, Eduardo Goldoni, se puso de pie y dijo que había hablado. Inmediatamente recibió un “No hable en clase” en su cuaderno y lo mando a su asiento. A mí, que todavía estaba en el frente, me dijo: —¡Ey, orador de la Revolución de Mayo! Deme el cuaderno otra vez. —Y escribió: Señora Dora: Su hijo acaba de dar un ejemplo al resto de la clase. No dejó que se lo acusara injustamente ni acusó a un compañero para salvarse en una clara una demostración de carácter que le augura un buen futuro. Usted tiene motivos para estar orgullosa. Sinceramente, Calzado. El año anterior, el Consejo Escolar había ordenado que nuestro maestro debía tomar el puesto de Director de la Escuela. Pero él no quería perder el contacto directo con los alumnos y postergó la observancia de esa resolución. Pero, como siempre pasa lo que no tiene que pasar, antes de terminar el año nos enteramos que el maestro tenía que someterse a una operación en los ojos. Si prorrogaba la cirugía como lo había hecho con su nombramiento de Director, quedaría ciego indefectiblemente. La señora Dianovsky tomó la iniciativa para que entre todos los padres compraran un medallón de oro y entregárselo antes de la operación. El señor Calzado, durante todo el año, no sé por qué, no repetía que le trajéramos la libreta universitaria no bien la tuviéramos. No sé por qué no hablaba del título del secundario o de médico, abogado o cualquier otra carrera. Él pedía que le lleváramos para mostrarle la libreta universitaria, nada más. Le hice caso. Cuando me entregaron la libreta de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos Aires lo primero que hice fue ir hasta el Colegio para mostrársela. En ese momento el señor Calzado era el director del Colegio. Después de medio siglo tuve la suerte de encontrarme con compañeros de aquella clase. No nos acordábamos de muchos maestros, pero sí de quien nos grabara a fuego valores para el resto de nuestras vidas, del señor Calzado.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

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Un privilegio .Haber tenido a este maestro Muy bien escrito. Detallista,fácil y rápido de leerte

Daniel R. Ashworth dijo...

Que buen relato Marito, y excelente historia vivida, llena de ense;anzas y valores.
Te escuche hablar del Se;or Calzado en youtube en una de las pelis y m etente en saber más de
lo que hablabas. Abrazo muy grande !!

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