jueves, mayo 25, 2006

El Mundial

Una mujer miraba por la ventana de la cocina cuando de pronto aparecieron en el jardín los Cuatro Jinetes del Apocalipsis. El primero empezando desde la ventana de la cocina montaba un caballo azabache como la bata que vestía. El segundo tenía una túnica sin mangas bordada en oro y cabalgaba un delfín gordo. El tercero tenía una barba negra, cuadrada y respetable, iba sentado ostentosamente en una silla atada con correas a la joroba de un dromedario. El cuarto, aceleró los latidos de la mujer, montaba una moto negra y plateada, sus brillos contrastaban como las tachas metálicas en su campera. Sus largos cabellos rubios y lacios flotaban a sus espaldas. Ella dejó de lavar la olla que tenía en la mano, corrió al living mientras se fregaba las manos mojadas en un repasador a cuadros. Alarmada, le contó al marido que habían vuelto las alucinaciones, esas que la atacaban junto con el aburrimiento. Nunca salía de la casa, salvo para hacer las compras en el supermercado. Él, como siempre, asentía con la cabeza pero en esta época de Mundial se preocupaba de que los ojos se mantuvieran a la altura del televisor. En ese momento la pantalla mostraba un primer de la pelota que era disputada por los pies de dos países archirivales.
Pasaron los días de la semana y con ellos una docena de partidos, el hombre no se perdió ninguno. Una noche, ella estaba preparando un sándwich para que su marido no tuviera que levantarse del sillón en medio de algún partido cuando por la ventana de la cocina volvió a ver el brillo de la moto y del rubio jinete que le sonreía. Mientras le alcanzaba al el sándwich al marido contuvo las palabras sobre la última visión que ya no era apocalíptica, el jinete rubio la hacía temblar por dentro, pero no de miedo.
La visión volvió a la mañana siguiente mientras el marido estaba trabajando, la moto se detuvo en el jardín y los ojos celestes del rubio se posaron sobre la ventana de la cocina con la parsimonia de quien tiene todo el tiempo del mundo. Ella se dio cuenta de la inutilidad de plantearse cualquier conducta adulta, abrió la puerta del fondo de la casa y caminó decidida y rápidamente por el césped hacia la moto. Una mano enguantada en cuero negro la invitó a subir al asiento de atrás. El motor rugió llevándose una sonrisa que la mujer había olvidado desde hacía años.
Ese día el marido salió del trabajo muy temprano, jugaba la Selección Nacional. Un par de encuentros posteriores entre países extravagantes lo mantuvieron despierto hasta tarde inmóvil frente al televisor. La mujer entró por la puerta de atrás y atravesó la cocina; el espejo del pasillo le mostró que todavía no se le había borrado la sonrisa de un día maravilloso. Al llegar al living pensó que no había mejor defensa que un buen ataque: Recriminó al marido por no haber notado su ausencia. Él pensó en pasar a la ofensiva reprochándole la inusual sonrisa, pero contuvo los argumentos. Era un experto en contenerse, se había acostumbrado a aguantárselas en el trabajo donde tenía una jefa sádica que estaba a punto de jubilarse y que sería reemplazada por una más joven y más cruel todavía. Aunque él estaba harto, en su casa no podía decir nada, las únicas frustraciones que contaban eran las de su mujer. El hombre calló y el silencio motivó a la mujer a seguir provocándolo.
Ella le enrostró que al principio eran solo los partidos de la Selección los que a él importaban, pero al ser eliminada por penales se puso a ver todos los partidos que se televisaban: cuartos de final, semifinal, final. A esa altura de los reproches, el marido fue hasta el la mesa donde estaba el fixture con la programación de todos los partidos del Mundial, pasó las páginas hasta la quinta fecha, la froto como si se tratara del quinto sello: el de la venganza. Inmediatamente, en el jardín apareció un caballo montado por una amazona devota de la diosa Artemisa. Ni en su rostro ni su postura se notaba el cansancio de haber recorrido los tres milenios que la separaban de la Antigua Grecia. La bella mujer se mostraba disponible para cumplir con cualquier deseo del hombre como si fuese el genio de Aladín recien salido de la lámpara. El hombre apagó el televisor y atravesó el jardín iluminado por la luz de la luna llena. La amazona corrió de su espalda el arco y las flechas para hacer un lugar en su montura. Ella le explica que su tribu compuesta solamente por mujeres lo había elegido para que las fecundara. Un trabajo que le llevaria cuatro años. Él le susurró algo al oido, una propuesta que ella asintió. Despues de terminar con la tribu lo llevaría a Sudafrica, a tiempr para ver el proximo Mundial.

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