sábado, febrero 04, 2006

Fort Lauderdale City Hall

Estoy yendo a la Municipalidad de Fort Lauderdale para cambiar el status, o algo así, de mi casa. Ahora que conseguí una mejor visa que la que tenía, puedo pagar menos impuestos con solo hacer un trámite. Las visas son tema de conversación obligado en las fiestas de cumpleaños donde hay argentinos. Con una copa en la mano y una masita en la otra, alguien lanza una pregunta, que siempre es la misma: “Cómo andás de papeles?” Diversas respuestas invaden parte de lo que dura la fiesta. Qué ganas de ir a una en lugar de andar dando vueltas con este papelito en la mano! Consulto la dirección sin poder creer que en esta ciudad no existan las vistosas chapas esmaltadas que marcan la altura de las calles en Buenos Aires. Nunca me acostumbré a las indicaciones que dan los norteamericanos para llegar a un lugar: “Siga diez minutos hacia arriba y cuando vea una Texaco doble a la izquierda hasta que encuentre un Walgreens, es justo enfrente.” Esta será la primera potencia mundial, pero en materia de direcciones están subdesarrollados. Tengo que tragarme la última palabra que acabo de pronunciar por una puerta que aparece de pronto frente a mí. Miro hacia arriba y veo que es la entrada de un edifico imponente. No tiene ninguna ventana. Me pregunto por qué. “Debe ser por los vientos huracanados” contesto mientras giro para echarle una rápida ojeada a la torre de enfrente. El último huracán había dibujado un crucigrama en una de las caras del edifico. Veo las líneas de ventanales que permanecen con sus vidrios intactos, mientras que otros están provisoriamente cubiertos con maderas. Los huracanes son remolinos de agua caliente que se forman en los calidos veranos de la costa norte de África. Tardan tres meses en llegar a estas costas, como todos los años, puntualmente en Septiembre. A veces tienen efectos arrasadores. Los únicos realmente previsores son los que construyeron este edificio público sin ventanas. ¿Los que establecen las ordenanzas no habrán querido compartir el secreto? Si lo hubieran hecho no habría crucigramas gigantes por toda la ciudad. Entro al Hall de la Municipalidad donde me recibe un negro. Me pregunta para que vengo, y convierte al propósito de mi visita en un número de oficina autoadhesivo que coloca sobre mi camisa. Busco esa dependencia en la planta baja, camino a través de un lugar que se parece más a un túnel que a un pasillo. Las paredes están cubiertas, del piso al techo, con piedras Mar del Plata, que también se llaman piedras Jerusalém. Cada edificio de esa milenaria ciudad, antiguo o moderno, tiene su frente cubierto con estas piedras veteadas y amarillentas. El sol se refleja sobre estas superficies doradas y la ciudad se hace merecedora de su apodo: Jerusalém de Oro. Sigo mi camino hasta el final de pasillo con la asfixiante sensación de estar dentro de un bunker. Llego a la oficina con el mismo número que el papel autoadhesivo de mi camisa. Un empleado me pide que me registre en un papel con columnas ávidas de nombres, firmas y otra vez el propósito de la visita. Sin hacerme esperar ni un minuto, el funcionario me deriva a una señora que está al fondo de la oficina. La única, entre muchos empleados, que está libre. La saludo, y me siento al costado de esta mujer y su computadora. La falta de un escritorio pone en descubierto sus pantalones rojos rellenos con lo que se supone una pierna pero que abultan como si fueran tres. Trato de ser disimulado en mi puntillosa observación. De a poco me doy cuenta de lo obesa que es, no solamente en las piernas que son imperdonablemente gordas sino que tiene rollos cayéndose por donde se la mire. Oigo su voz que me habla en un inglés pastoso. Me pide mi nuevo documento de identidad, el que le alcanzo mirándola de frente. Con extrañeza descubro que ella no abre del todo sus ojos. No logro salir de mi asombro mientras ella comenta algo que no entiendo, sé que es algo del trámite que vine a hacer. Habla con los párpados caídos y aunque los ojos están casi cerrados alcanzo a ver parte de sus pupilas. Me distrae. No puedo dejar de preguntarme a quién me hacer acordar. Parece un pescado, un enorme pescado. No sé por qué, pero se me cruza una película de dibujos animados donde una bruja muy mala quiere separar a dos enamorados. Mientras la bruja de la Municipalidad me sigue hablando del trámite, yo la miro moviendo mi cabeza con un ritmo de aprobación. Pero, en realidad, no puedo dejar de verla como la gorda mala de la película cuyo nombre no me acuerdo. De pronto, una pareja que está sentada en el siguiente puesto de trabajo se pone de pie y comienza a despedirse de la empleada que los termina de atender. Todo en castellano. Al quedar sola se me hace más visible. Apuesto a que si esa chica pasó los veinte años, fue hace muy poco. Su juventud estalla en la boca carnosa y los ojos vivarachos. Sus cabellos renegridos y la tez oscura son los de una colectora de café de una publicidad que excitaba mi imaginación en la época en que todavía vivía lejos de mulatas, mestizas y del Mar Caribe. El silbido de un mar lejano o el viento suspirando por el cafetal no me dejan oír lo que me dice la bruja norteamericana. De pronto, la colectora de trámites en español se levanta de su silla. Se acerca a mí. Los pocos metros que nos separan le sobran para contonear sus redondeces: grandes pechos y caderas que emergen de una estrechísima cintura. No tengo dudas, ésta es la Sirenita y la otra es la bruja que la hostiga. La Sirenita viene a socorrerme del inglés viscoso de la rolliza hechicera. Con voz suave voz y en un límpido castellano con acento de las sierras colombianas dice que puede conseguir una rebaja retroactiva al inicio del trámite. Necesita la solicitud. Me toco los bolsillos y digo que no lo tengo, pero que la tengo en mi casa. Me sonríe. Le sonrío sin esfuerzo, y con gusto le digo: - Vuelvo mañana.

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