domingo, septiembre 11, 2005

Suecos

Únicamente la avenida costanera separa el Océano Atlántico del hotel en cuya recepción trabajo desde hace unos meses. Sobre la entrada del edificio hay un bar que tiene las mesas en la calle. Como tantas otras tardes estacionaron dos buses frente al edificio, eran el transporte de los suecos. El Hotel trabajaba con la agencia más grande de Estocolmo, por eso era conocido en la zona como el Hotel de los Suecos. Esa mañana había partido un contingente, algunos tostados pero la mayoría rojos como camarones. El mismo colectivo que los había llevado al aeropuerto, trajo otro grupo de cabelleras rubias y piel completamente blanca. Aunque las valijas empezaron a juntarse al pie del enorme vidrio que separa la recepción del bar, no me impidieron ver como una mujer alta, rubia y de ojos celestes se sentaba a una de las mesas. Sin que las suecas lo supieran, a veces con mis compañeros las hacíamos competir por el primer premio de belleza según nuestro criterio. Sin lugar a dudas, ésta era la ganadora del día. Los rasgos angulosos mostraban vestigios de sus ancestros vikingos. No bien se sentó, se puso a mirar hacia todos los costados hasta que una hermosa sonrisa irrumpió en su rostro y comenzó a agitar sus manos. El hombre que se le estaba aproximando era rubio y con ojos celeste, como los de ella. Llevaba un llamativo bolso de mano amarillo azul con unas cintas amarillas, como la bandera de Suecia. Parecía mayor que la chica, pero no mucho, debería tener treinta años. Al sentarse en la mesa llamó al mozo. Pidió dos bebidas que vinieron en seguida con un paragüitas de colores sobre la copa, distintivo de las margaritas. El calor de julio de aquella tarde era una razón para inferir que los suecos toman alcohol a toda hora, más por costumbre que para combatir el frío. Después del primer sorbo, ella abrió un bolsillo de la valija de mano amarilla y azul y sacó un paquete de Marlboro. Lo encendió para luego apoyarlo suavemente sobre los labios se su acompañante, quien supuse, sería el novio. Desde la adolescencia me sentí atraído por las suecas que veía en las películas de Bergman. Esta chica ni interrumpía su sonrisa para beber la margarita de su copa. La forma sugestiva en que me miraba a su novio era una pista, serían sus primeras vacacaciones de una relación que llevaba poco tiempo, tan poco que no había acumulado reproches. Cuando la sueca se puso de pie y se acerco a él, que estaba haciendo lo mismo, y le dio un beso apasionado beso en la boca, se confirmaron mis suposiciones. Ellos habrían estado esperando que se registraran todos los pasajeros para llenar los formularios sin apuro, con la misma calma con que habían disfrutado sus margaritas en el bar. Ya frente a mí, el hombre me dijo en perfecto inglés que quería alquilar una habitación. En ese momento, la mujer le habló para decirle que preferiría una con vista al mar y él le dijo que me preguntaría a mí. Ella no sabía que yo hablaba castellano. Nadie se había imaginado que los tres éramos porteños. Estos suecos !

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