lunes, octubre 15, 2007

El camión cisterna

La Paternal ha sido un típico barrio porteño desde la época en que la mayoría de las casas de Buenos Aires eran bajas. Los chicos jugábamos al fútbol en el medio de la calle. “Antes, por acá pasaban gallinas” solía repetir el viejo de enfrente señalando los adoquines. Recién había empezado la primaria y repartía el tiempo entre la escuela, el umbral de mi casa y la peluquería de la esquina.
En los momentos en que no tenía clientes, Don Faustino me ayudaba a descifrar los globitos donde cada tanto Superman le mentía a Luisa Lane. Un tal Castro visitaba la peluquería dos veces al mes. Era el dueño de Talacasto, la bodega que ocupaba toda la manzana vecina. Los clientes que esperaban su corte de cabello le ofrecían sus turnos. En la calle los chicos interrumpían el juego para curiosear el Impala azul de Castro, un batimóvil en medio de infinitos camiones cisterna. El barrio se había acostumbrado a respirar aquella atmósfera impregnada de vino. La peluquería era una isla con aroma a jabón y colonia.
Una puerta, disimulada por un espejo, comunicaba el local de Don Faustino con su casa. A eso de las seis de la tarde, asomaba al flequillo de Noemí cayendo sobre los enormes ojos negros. La hija del peluquero me regalaba una guiñada, que era la contraseña para invitarme a tomar la leche. Ella cursaba el último año de la secundaria por la tarde, yo el primer grado de la primaria por la mañana.
La puerta de la peluquería daba a un patio iluminado por el sol que entraba por una lucarna. Desde media docena de macetas los jazmines garantizaban perfume para el lugar. Noemí, todavía de uniforme, vertía de una jarra blanca un humeante café con leche. “No te vayas a quemar” decía apoyando el dedo índice sobre mis labios. Soplábamos las tazas, nos reíamos, seguíamos soplando y nos volvíamos a reír. A Noemí le nacían hoyuelos en las mejillas que formaban un triángulo con el pocito del mentón, éste era perceptible solamente para los que teníamos el privilegio de verla de cerca. Con la camisa celeste, la pollera tableada y el blazer azul parecía más chica. La vincha blanca que separaba al flequillo de la melena era una exigencia de las monjas. Aunque el uniforme incitaba la rebeldía de Noemí a mi me gustaba. Pan con manteca en mano la miraba fascinado de arriba abajo. Ella, por su lado, nunca dejaba de mover sus ojos vivarachos.
Mi padre no se perdía su programa político favorito de los domingos a la noche. Entonces, yo iba a la casa de Noemí a ver “El Show de Dick Van Dick”. Ella sacaba el osito de la cama para hacerme un lugar a su lado. Yo aprovechaba la oscuridad de la habitación para espiar furtivamente su rostro bajo la luz intermitente de la televisión.

Una mañana de diciembre, aprovechando que el colegio había terminado para los dos, Noemí me invitó a su casa. “Sostené este adorno con mucho cuidado, por favor”, ella dijo mientras depositaba en mis manos una frágil esfera de color rojo. El árbol de Navidad iba tomando color con la nieve de algodón y los adornos que le colgábamos. Como en mi casa no se celebraban esas fiestas, mantuve en la clandestinidad sin que disminuyera mi orgullo por la confianza de Noemí.
Una mañana me desperté con mucho dolor de cabeza, mi madre apoyó los labios sobre mi frente en busca de fiebre que no encontró, igual me obligó a faltar al colegio. La mañana siguiente me emperré con que quería ir. Mi padre se había quedado en casa más tarde que de costumbre, le insistí para que me llevara. Por más que mi cabeza era un bombo, viajé contento en el asiento del acompañante, era la primera vez que mi padre me llevaba al colegio. Su sonrisa de despedida fue lo último que vi. Al bajar del auto me llevé por delante un árbol y me golpeé la frente. No estoy seguro si el mareo vino antes del golpe o después. De lo que sí estoy seguro es que al chocar contra el árbol vi todo blanco.
Durante la vuelta, disfruté del viaje al lado de mi padre, los dos solos. El resto del día me aburrí en casa. Para mí lo del golpe no había sido nada y como el dolor de cabeza no era permanente quise ir a la peluquería. Mi madre no me dejó salir de la casa y me obligó a ir a la cama. Esa tarde al no encontrarme, Noemí vino a verme. Se arrodilló al pie da la cama, con la mano corrió mi flequillo y besó mi frente. Sentí que me hundía en el colchón y en seguida rebotaba para darle un beso en la mejilla con una alegría más grande que mi dolor de cabeza.
Al otro día amanecí con fiebre y vómitos. Mi madre se sacó el delantal y cruzó hasta lo del médico del barrio, que vivía frente a Talacasto. El médico llegó con una casaca blanca, un maletín y un estetoscopio alrededor del cuello. Primero me fastidió con una chapa fría y después con sus manos, las que hundía en distintas partes de mi cuerpo. Cuando oprimió la porción derecha de la cintura, pegué un alarido. Los ojos exultantes del profesional dijeron “¡Eureka, lo encontré!” y su voz dictaminó: “ataque al hígado”. Garabateó la palabra Chofitol sobre un talonario de recetas y se fue.
Medio mareado y con las ventanas de la habitación cubiertas por pesadas cortinas no me daba cuenta si en el cielo estaba el sol o la luna, perdí la cuenta de los días. El frasco de Chofitol a punto de quedar vacío era una prueba del paso del tiempo y de la ineptitud. Una noche, mi padre y mi madre sigilosamente entraron a la habitación, me tocaron la frente uno después del otro y se sentaron al borde de la cama donde acordaron cambiar de médico. Esa noche, la fiebre no me impidió ponerme contento al ver que mis padres habían dejado la costumbre de pelear todo el tiempo.
Al día siguiente llegó un pediatra, uno muy importante según dijo mi padre, que por primera vez en años no había ido a trabajar. Después de hacerme las mismas pruebas que el médico de barrio, el pediatra quiso ver el remedio que me venían dando. Con el Chofitol en la mano, se puso de pie y dijo: “El chico tiene meningitis”. “? Cuál es el próximo paso?” preguntó mi padre con un tartamudeo que nunca antes había tenido. El pediatra dijo que el primer paso era buscar otro médico ya que esa misma noche él se iba al campo. Con una resolución no acostumbrada, mi padre tomó el saco del ropero y salió a buscar un médico que no tuviera campo.
Al abrir los ojos, me encandilaron unas luces que se parecían a las del quirófano de una serie de televisión. Al reconocer a mis padres y a mi tía hablando con un médico me puse contento, no me iban a operar. Faltaban las enfermeras con los barbijos de la tele. El médico convencido de que yo seguía dormido, explicaba libremente mi estado. Con los ojos cerrados escuché que era posible que no pasara de esa noche. Quise incorporarme para decirles a todos que no se preocuparan, que yo estaba bien, pero no me dieron las fuerzas. No me hizo falta abrir los ojos para darme cuenta que era mi tía la que lanzaba unos gritos desgarradores y mi madre la que le pedía que no hiciera espamento. Finalmente, el portazo llevaba el sello inconfundible de la tía. Era la primera vez que mi madre se revelaba contra su cuñada mandona y conventillera. Hubiera querido felicitarla. En medio de la noche, ya sin luces encandilándome, tuve fuerzas para abrir los ojos. A un costado, mi papá y mi mamá estaban sentados al borde de una cama vacía. Me sentí feliz al verlos tomados de la mano.
A la mañana siguiente, apareció una enfermera con una jeringa enorme que asustaba más que el pinchacito que me dio para sacarme sangre, aunque por las dudas no miré. Deletreé las palabras estampadas en las sábanas celestes: ‘Sa-na-to-rio Me-tro-po-li-ta-no’. El médico cuchicheó algo con mis padres que se abrazaron felices. Se acercaron a mí para acariciarme.
Noemí fue la primera en llegar no bien permitieron las visitas. Me trajo un camión cisterna parecido a los de la bodega del barrio. El chasis y el acoplado rodaban sobre diez y ocho ruedas cargando dos tanques de aluminio. La parte superior de esos tanques era recorrida por sendas escalerillas de metal que los obreros usarían para llegar con la manguera hasta las compuertas de donde se descargaba el vino. Era el mejor regalo que había recibido en mi vida.
Me recuperé muy rápido, apenas unas semanas más tarde ya jugaba en la vereda de mi casa. Esa mañana que nunca olvidaré estaba por volcar el vino, que había quedado de la cena, en la escotilla del acoplado justo en el preciso instante en que mi madre se asomaba por la ventana ordenándome que entrara urgente. Me apuré en poner el corcho a la botella, la acosté contra el zócalo del zaguán y la tapé detrás del camión. Me preparé para negar cualquier acusación, pero mi madre solamente quería preguntarme de que quería el sándwich. Esperé a que lo hiciera, delante de ella lo devoré con voracidad. Convencida de que mi recuperación dependía de la comida, verme con apetito la ponía feliz. La botella de vino seguía inmutable contra el zócalo sin que nada la cubriera. Levanté la botella del piso y salí a buscar el camión. Me calmaba diciéndome que seguramente sus diez y ocho ruedas lo habrían arrastrado afuera. En la calle había un camión cisterna, pero de verdad. En mi vereda y en la de mis vecinos no había más que hojas rojizas del otoño. Un viento comenzó a soplarlas y a mí también. Crucé la calle sin pedir permiso y sin darme cuenta. Desde otro camión cisterna una larga manguera negra entregaba su carga a un agujero en el piso. Allí el olor a vino era más fuerte. Una media docena de obreros de la bodega me miraba caminar con mi botella mitad llena de vino. Cuando uno de ellos comenzó a acercarse, me di vuelta y salí corriendo en dirección a mi casa. Castro quedó paralizado en el Imapala después de frenar frente a mi huída. No pensé en él sino en quien podía haber robado mi camión. No podía creer que el ladrón fuera de mi barrio. Acomodé la botella de vino en el umbral de mi casa y me senté al lado de ella. Cuando me di cuenta que hacía más de un año que no lloraba, apoyé las palmas de mis manos sobre mi cara. Las retiré con lágrimas.

1 comentario:

Alicia Abatilli dijo...

Qué belleza de relato, más bien es un re_greso a tu niñez?, a pesar de las lágrimas, que siempre acopañan una infancia que se precie.
Un saludo cordial.
Alicia

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