Mi alma deambuló por un sinfín de pueblos de provincias remotas hasta que, por fin, encontré el mío. La cirrosis terminó conmigo hace años, ya no se cuántos. Pude haber sido feliz, pero no lo fui y lo que es peor tampoco dejé que los demás lo fueran.
No bien conocí a mi mujer nos enamoramos; las pupilas de ella se dilataban mientras se posaban sobre las mías. ¿Y yo? Cuando miraba la profundidad de sus ojos celestes me deshacía por dentro. ¿Cómo no devolver tanto amor con la misma moneda? No arruiné todo yo solo, fue mi vicio. Volvía a la madrugada, tambaleando; mi cuerpo se inclinaba hacia un costado y hacia el otro. No me caía, pero tiraba al piso de cerámica los objetos que mi ropa rozaba. Noche tras noche, mi error de cálculo se empecinaba con un enorme plato de bronce, involuntario despertador. Me acostumbré al estrépito, mi mujer siempre se sobresaltaba como la primera vez. Cuando aparecía en el living yo admiraba su figura a través del translúcido camisón. Lejos de cualquier reproche, su voz me calmaba. Aunque le daba repulsión la mezcla de olores fermentados, ella me limpiaba como a un chico y me llevaba a la cama. Si no hubiera sido por su madre, yo habría muerto en los brazos de mi mujer. Feliz. Mi suegra le llenó la cabeza con cosas raras, mi esposa y yo terminamos separándonos. Volví a la casa de mi madre, ella me había anticipado la actitud de mi suegra. Como siempre mamá tuvo razón.
Apreté dos veces el timbre y, antes de que alguien abriera la puerta, la atravesé como un fantasma. Vi la cabellera rubia de mi mujer, desde atrás, mientras ella apoyaba un ojo en la mirilla. Al comprobar que afuera no había nadie, ella fue al baño a lavarse los dientes. El camisón translúcido de siempre dejaba ver las sensuales curvas. Ella volvió a la cama, yo me acostee a su lado, frente a frente fui feliz. No me importó que ella no sintiera mis caricias. Ella mantenía abiertos los enormes ojos celestes, alumbraban mi cara en la espesa oscuridad del cuarto. No dormía, como los fantasmas. Un ruido no la inmutó, como a los fantasmas. Sonrió con un gesto que me pareció conocido. Sí, era el que me regalaba cada vez que nos veíamos. Sólo que esta vez no fue para mí. Un hombre entró al dormitorio. El beso me resultó conocido, igual al que ella me daba cuando estaba enamorada de mí. Aquel extraño se acostó en mi cama, de un salto llegué al living. El departamento era tan chico que se oía todo. Los gemidos de mi mujer me volvían loco. Tapándome las orejas, di vueltas sin saber qué hacer. Aunque estaba sobrio, como un buen fantasma, mi torpeza tiró el enorme plato de bronce; el estrépito fue mayúsculo. Los gemidos de mi esposa se interrumpieron; me parecio que ella pronunció mi nombre con un signo de interrogación. En lugar de decir presente, atravesé la puerta para salir como había entrado. Esa noche duró más que todos los años que había deambulado.
La luz del día me recordó adónde había ido después de la separación.
Estaba por apretar el timbre cuando con movimiento instintivo me palpé los costados de la cintura en busca del llavero. Atravesé la puerta como si fuera de humo. Fui directo a mi cuarto. En los estantes donde yo tenía películas y juegos había libros de medicina.
En la cocina, mi madre, con el rostro más ajado, le servía café y una tostada con “mi” mermelada, a un joven, quizás estudiante de medicina. El pensionista estudiaba la carrera que mi madre había elegido, en vano, para mí. Ella untaba “mí” mermelada sobre otra tostada y le contaba que mi padre había padecido la misma enfermedad que yo, “¿Es hereditario?”, remató y encajó la tostada en la mano del futuro doctor.
Esas palabras me cayeron como los gemidos de mi mujer. Corrí hasta la que había sido mi habitación y tiré al piso los libros más pesados. Mi madre, seguida del pensionista, llegó al minuto, a pesar de que caminaba vacilando sobre un bastón:
- ¡Ni que el vago de mi hijo estuviera escuchándonos! - mi mamá levantó el bastón amenazante y apuntó justo hacia el rincón donde yo estaba parado. Mi madre sabía tener pálpitos, seguro se habrá enterado de que me fui corriendo para no volver más.
Pasé el resto del día en un banco de la plaza, rodeado de la iglesia, la municipalidad y de mucha gente conocida que pasaba al lado mío. No me animé a seguir a nadie, aunque ganas no me faltaron. En menos de un día mi pueblo me enseñó cuanto iba a sufrir si quería volver a mis viejos afectos. Si yo molestaba, lo mejor era tomar otra dirección. Estaba decidido: iría a lo mi suegra.
Apreté dos veces el timbre y, antes de que alguien abriera la puerta, supe que me iba a quedar. Heredé esos palpitos de mi madre.
viernes, mayo 25, 2007
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