La primera vez que se vieron fue el día que él empezó a trabajar en el aserradero. Ella posó la mirada sobre los anchos hombros del recién llegado. Él bajó los parpados; se concentró en los troncos que estaba acomodando. Ya le habían advertido que esa hermosa mujer era hija del dueño y estaba casada con el encargado del obraje. La esposa del nuevo obrero había quedado río arriba; esperaba el primer sueldo para saldar deudas y poder reunirse con el marido.
La hija del dueño visitaba el galpón todos los días; el resto de las mujeres también lo hacían pero con las viandas para sus maridos. El nuevo trabajador rehuía de las manifiestas miradas de esa mujer, pero cuando ella se daba vuelta, el rostro del obrero nuevo se deslumbraba con aquella curvilínea silueta, sus compañeros se daban cuenta.
Un día, al finalizar la jornada de trabajo, cuando todos ya se habían ido a sus casas para descansar, el nuevo operario llegó con la barcaza cargada de troncos. Ató la soga a la baranda que rodeaba esa parte del río y bajó las maderas con la silenciosa parsimonia que le proponía el galpón despoblado. Acomodó los últimos troncos, el primero de la pila perdió el equilibrio; cayó al suelo y rodó hasta la penumbra del portón. Lo levantó la hija del patrón, acababa de entrar. Las manos de ella y los brazos de él se liberaron de los troncos se abrazaron por puro instinto. El beso fue inevitable como el cierre del portón y las caricias a los cuerpos rápidamente desnudos sobre una parva de aserrín.
Pasaron los meses; él se había hecho la costumbre de trabajar hasta tarde. A la hora del crepúsculo él llegaba de su último viaje; solo, en el aserradero ordenaba la estiba. En esos momentos llegaba la hija del dueño. A ella no le importaba nada. Ni siquiera cuando se cruzaba con algunos obreros rezagados que se quedaban mirándola mientras cerraba el portón.
Una tarde de la mitad del invierno, el sol se ocultó más temprano. El no había regresado aún. Ella lo esperó, en vano, hasta que la oscuridad, el frío y la obligación de estar con su marido la hicieron volver a su casa.
A la mañana siguiente, unas maderas de la barcaza brotaron del quieto río invernal. Ese trozo de quilla exhibió, ante la mirada más ingenua, la impunidad del autor del daño. La perfecta geometría de un serrucho no impidió que la policía decretase un accidente. El cuerpo que escupió el río desoló únicamente a la hija del patrón. Ella pensó en su marido, pensó en su padre y hasta pensó en la esposa de aquel pobre hombre. Desde entonces la hija del dueño va todas las tardes a recostarse en esa baranda, como si le agradara contemplar el río.
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viernes, mayo 25, 2007
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