Una mujer teñida de rubio levantó la tapa de la caja azul en la que estuve encerrado. Hacía rato que había perdido la cuenta del tiempo. La luz de los numerosos tubos del negocio y un brusco bamboleo me dieron vértigo. La mano pequeña de la mujer me tomó por la empuñadura revestida en madera y me sacudió con tal fuerza que el tambor salió hacia un costado. Los nueve orificios del cilindro tentaron a la dama; extendió la palma hacia arriba pidiendo municiones para tapar esos agujeros.
El vendedor -anteojos y unos pocos pelos blancos a los costados le daban aire de experto-, cargó ocho balas, con precisión y velocidad. La novena munición la dejó para que la mujer la colocara. Ella lo hizo con mano temblorosa. El hombre, versado en armas y en clientes, puso su mano encima de la de la señora para volver el tambor a mi interior. Me sentí opíparo después del banquete; el vendedor me puso otra vez en la caja azul. Dormí una siesta.
Desperté sobre una mesa de cocina, blanca. El comedor diario, también blanco, el techo era una lucarna, franqueaba el paso del sol. El enorme ventanal vidriado separaba aquel ambiente del jardín. Sentí alivio cuando la mujer tiró a la basura la caja de cartón azul con su interior de telgopor, me había servido de colchón. Si le hubiera podido explicar a mi dueña que era claustrofóbico no me habría creído, aunque era la verdad. Ella se estiró, en punta de pies, con las dos manos me acomodó en el estante más alto de la cocina.
Un sábado por la tarde, el marido y los chicos se fueron a la peluquería. La mujer aprovechó para leer recostada en su dormitorio, en la planta alta. Oyó un ruido en el jardín; saltó de la cama; dejó caer el libro al suelo. Bajó las escaleras y vio a dos hombres con barba de varios días y pelo oscuro, aceitoso, caminaban lentamente por el jardín hacia el enorme ventanal vidriado. Uno era flaco y alto; el otro, petiso y gordo. La mujer, sin dejar de mirarlos, dio unos pasos hacia atrás hasta que su espalda tropezó con el armario donde yo la estaba esperando. Con manos temblorosas ella me sacó del estante más alto y me sacudió para confirmar que estaba cargado. Por un segundo ella miró a los hombres que seguían acercándose. Después me miró a mí, para retirar el pestillo que sujeta el percutor y el seguro que traba el gatillo. Liberado mi cañón, ella apuntó a los hombres, ya habían alcanzado el ventanal vidriado. Mi gatillo se mantenía quieto, aún con el temblequeo del dedo inexperto. Oí como se aclaraba la respiración de mi dueña y la de los dos amenazadores muchachos del otro lado del ventanal vidriado. Oí también lo que se decían entre ellos:
- Tranquilo, tranquilo - obligó el más bajo. El muchacho no podía apartar la mirada del arma que lo apuntaba. Tampoco podía hablar.
Desde que soy un revólver sé que nosotros no fuimos hechos para quien no está dispuesto a matar. Por fortuna los ladrones no estaban armados, si lo hubieran estado no habrían titubeado en disparar como dudó mi inoportuna dueña. Se fueron por donde vinieron, impunemente. Con la misma parsimonia con la que habían irrumpido en el jardín, en pleno día. Manos tiritando me depositaron en el estante más alto de la cocina. Quise gritar para avisar que estaba sin los seguros, soy un revólver: lo único que oyen de mí son los disparos.
La puerta del armario quedó mal cerrada; el marido y los chicos volvieron de la peluquería.
La mujer llevó a su esposo al fondo del jardín para mostrarle la pared por donde habían saltado los ladrones; el menor de los chicos arrimó un banco al armario y se subió para alcanzar el estante más alto. Sin que le temblaran las manos me tomó por la culata.
viernes, mayo 25, 2007
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