Aunque la pierna del amo apenas se mueve debajo de la mesa, me gusta esa caricia en los alrededores de mi hocico, casi tan agradable como recoger pedacitos de carne asada directo de sus manos. Él se considera mi amo porque es el hombre de la casa, pero yo elegi a su esposa, la dueña de mi amor. No entiendo a las personas que no se dan cuenta de que somos nosotros quienes elegimos a nuestro dueño.
El amo me trajo a esta casa en una caja de zapatos. Fui el regalo de cumpleaños de su hijo. Él me llevó a una pieza al fondo del jardín, al lado de la pileta de natación. La primera noche no me di cuenta de que era un vestuario, eso recién lo supe el verano siguiente. Mis aullidos despertaron a toda la casa, pero sólo la esposa del amo vino a ver qué me pasaba. Apareció con un biberón lleno de leche tibia.
La noche siguiente también la pasé en la pieza del fondo. No tuve que hacer ruido para llamar la atención, antes de que fuera necesario vi la sonrisa de la esposa del amo. Su mano en alto agitaba el biberón. A partir de ese momento la declaré dueña de mi gratitud. ¿El hijo? ¿El del cumpleaños? Él ansiaba un perro de raza, un ovejero alemán. El día que me vio en la caja de zapatos, extendió su mano no para acariciarme, igual que hacían los demás. Tomó una libreta que vino conmigo. Era el acta de nacimiento, con los nombres de mis padres, abuelos, bisabuelos y tatarabuelos, de parte de padre y de madre. Los ojitos del cumpleañero brillaban de la alegría por tener un perro de pura raza. “Se va a llamar El Perro Verde”, gritó mientras daba un salto con los brazos en alto. Estaba entusiasmado conmigo, aunque se desentendió de mí antes del primer esfuerzo. Esperó a que creciera para jugar al perro y el ladrón. Yo siempre era el ladrón. Él me mordía y yo no podía hacerle nada. Adoraba a su madre, la dueña de mi amor.
La caja de zapatos le quedaba grande. Ese cachorrito necesitaba cuidados que mi marido ni mi hijo le iban a dar; yo me vería obligada a hacerme cargo. Siempre estuve en contra de tener un perro en la casa. De chica, en mi pueblo, tuve uno, murió atropellado por una camioneta. Juré que nunca más. No podría volver a sufrir la pérdida de otro perro. Termino queriéndolos demasiado. El único que trabaja en esta casa es mi marido, eso le hace creer que puede tomar las decisiones sin consultarlas con nadie. Él malcría a nuestro hijo, no le niega nada, ni siquiera un perro. La noche anterior al cumpleaños, con la cabeza apoyada en mi almohada le volví a contar mi problema con los perros. Él me miraba sin escucharme, tenía la cabeza apoyada en su almohada y los sentidos volando, vaya a saber por dónde. Cansada de hablarle al respaldo de la cama, mi conciencia se desvaneció. Imágenes del pasado trajeron al perro de mi infancia vivito y coleando.
Al día siguiente, concentrados en el biberón, los ojitos de Verde me hicieron romper la promesa. Volví a enamorarme de un perrito. Compartimos aquella primera noche en la piecita del fondo, así como el resto de los días que siguieron, él iba detrás de mí por donde yo anduviera. Al disfrutar de su compañía me di cuenta de lo sola que había estado antes. Mi marido trabajaba tanto que el poco tiempo que estaba en casa, dormía, o miraba televisión, sin ganas de mantener una charla con nadie. Él decía que lo hacía por nosotros.
Con los meses, Verde multiplicó su tamaño. Iba pegado a mi pierna cuando caminábamos por la calle. No permitía que nadie se me acercara demasiado, ni siquiera mi marido. Si él me levantaba la voz, Verde era capaz de reaccionar más allá que con sus feroces ladridos. A partir de la segunda vez, mi marido cuidó el tono. Si alguna vez se le olvidaba acompañaba las palabras siguientes con una forzada sonrisa dirigida mi perro de la guarda. Yo era tan feliz con Verde que quise devolverle un poco de lo mucho que me estaba dando. Pense que si nos mudábamos de esa casa en la capital a otra más grande en los suburbios Verde tendría más espacio para corretear. Esa misma mañana se lo propuse a mi marido, el dijo que esperara hasta la noche para charlar sobre el tema.
La caja de zapatos era una pobre presentación para tan buen regalo de cumpleaños, no tuve tiempo para buscar algo mejor. Mi mujer se especializa en presentar las cosas. Aunque no sean tan buenas ella las presenta como si fueran espléndidas, lazos, moños, papeles de colores y qué se yo cuánto más, pero ella está tan ocupada con la casa que no quise pedirle nada. Yo me encargué de darle el gusto a mi hijo.
Es mejor así. Ella hubiera comprado un perro salchicha parecido al que tuvo en ese pueblito del interior donde creció. Para mi hijo el perro ideal es un ovejero alemán. Un animal entrenado para obedecer lo va a ejercitar desde chiquito a mandar. Saber dar órdenes es lo más importante en la vida, por eso me fue bien a mí. Mi mujer se apoderó del perro, ya había hecho lo mismo con mi hijo. Toma rehenes para tener poder, ella todavía no sabe que su destino está por cambiar. Me sacrifiqué trabajando de sol a sol para mi familia. Por suerte, llegó el momento de la cosecha y esta noche voy a festejar.
Aunque mi pierna apenas se mueve debajo de la mesa, Verde aprecia esa caricia en los alrededores del hocico, le resulta casi tan agradable como recoger pedacitos de carne asada de mis manos. El silencio de la mesa me da lugar para compartir con la mejor noticia en muchos años: me ascendieron y me trasladan al exterior. Nuestro próximo hogar será un departamento en Park Avenue, Manhattan. Al ser el traslado inminente, no dejo detalles sin tocar, ni siquiera los del lujoso edificio donde vamos a vivir, que no permiten perros. Que nadie se preocupe, eso tambien lo tengo resuelto. Dentro de dos días, a lo sumo, un colega va a pasar a buscar a Verde. Se lo regalé.
jueves, junio 07, 2007
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