Al llegar a este país sabía que sin un greencard no iba a conseguir trabajo. Convenía hacer algo por mi cuenta, que valiera una visa. Necesitaba un crédito. En el Bank of América me cerraron la puerta en la cara, como una docena de otros bancos adonde fui. Ya empezaba a creer que mi idea era descabellada cuando conocí a José Agüero. Él era gerente de un banco “especializado en la playa” según sus propias palabras.
- Ustedes los argentinos son un pueblo culto - José Agüero mostró de manera elegante que había reconocido mi acento, mientras me ofrecía una silla frente a su escritorio. Cuando me tratan mal titubeo, pero si de entrada me atienden bien me siento seguro, las palabras salen calmas de mi boca y suenan más creíbles. Festejé moviendo la cabeza y con una sonrisa, mientras abría la carpeta para explicar el proyecto. Con convicción.
José era un cubano educado, sabía escuchar. No interrumpía con sus dudas. Las guardaba para un momento oportuno, como cuando hice una primera pausa en mi entusiasmo.
- Es un buen proyecto - aseguró José Agüero sacándose los anteojos que había usado para ver los números - Lo que pides en relación a lo que tienes está bien - su dedo índice golpeteó sobre una de las cifras de la planilla, y concluyó: - El problema está en lo que tienes.
- ¿Cómo? ¿Si lo que tengo es garantía suficiente, cuál es el problema? - pregunté alzando los hombros.
- Aquí viene mucha gente de Sudamérica - José se pasó la mano por una mejilla, haciendo una pausa antes de seguir - Tú tienes que mostrar el origen del dinero que traes, obviamente no aceptamos efectivo.
- El único efectivo que tengo es para cubrir gastos. Lo que figura aquí - señalé una de las hojas esparcidas sobre el escritorio - fue transferido de banco a banco.
- Entonces tú no tienes de qué preocuparte, sigue adelante con el papeleo y ya - dijo José Agüero para motivarme mientras ayudaba a colocar en mi carpeta los papeles desparramados.
- ¿Perdón, le gusta Lezama Lima? Pregunté señalando un libro que había quedado al descubierto al ordenar el papelerío. En la tapa se leía el título: “Paradiso”
- Sí, claro. Es el mejor. ¿Conoces escritores cubanos? - preguntó mientras tomaba la novela para guardarla en el portafolios de cuero marrón que levantó del piso.
- Conozco algunos - respondí y a boca de jarro detallé: - Alejo Carpentier, José Martí, Nicolás Guillén. De Guillén tuve que estudiar de memoria algunas poesías en la escuela - En mi cabeza resonó: “¡Yambambó, yambambé! / Repica el congo solongo, / repica el negro bien negro; / congo solongo del Songo / baila yambó sobre un pie”. Pero, por las dudas, no dije nada.
- Ustedes los argentinos son un pueblo culto - Afirmó José Agüero mientras cerraba su portafolios. Levantó la vista y entornando los ojos preguntó - ¿No te lo había dicho?
Meses más tarde, no quedaban temas de negocios pendientes, pero sí muchos otros. En nuestras conversaciones era raro que el no evocara Manzanillo. Ese era el lugar donde había nacido y que ya no existía más por lo menos de la manera que él lo recordaba. Nos habíamos hecho amigos. Un día me invitó a comer a su casa.
- Para que conozcas a mi familia - dijo con un tono de voz que demostraba su orgullo.
Alicia, la esposa de José, fue quien abrió la puerta con una sonrisa de bienvenida enmarcada por su cabello entrecano cortado a la garzón. Ya sabía que era doctora en matemáticas. Se la percibía estricta y amable a la vez, pero sobre todo eficaz. Con una sola mirada lograba que su hija veinteañera sirviera la mesa. A la chica la reconocí de una foto de la oficina donde José exhibe con orgullo a sus dos bellas hijas. Personalmente, los cabellos castaños y los rasgos angulosos lucían aún mejor en su bello rostro.
- A mi otra hija le sigue yendo muy bien en New York - contó José con gesto inmodesto. No habría conocido del todo a José si no hubiera visto el patio del fondo de su casa, donde acostumbraba a leer. Las plantas rodeaban a un par de sillones en el centro de aquel patio techado de virio como un jardín de invierno. Afuera, una silvestre vegetación envolvía a un delgadísimo arroyo que corría al alcance de la mano. El ruido de agua atrajo mi atención hacia un extremo del patio donde había una pequeña cascada. La paz para la buena lectura.
Pasaron los años, José y yo nos seguimos reuniendo, hablábamos muy poco de negocios pero mucho de cine y de libros. Después de la última vez que nos vimos en su oficina, me acompañó por el pasillo, como siempre lo hacía. Mientras tocaba el botón del ascensor me contó sus planes para ese fin de semana.
- Este sábado unos amigos míos y yo iremos a un espectáculo de tango - contó José frotándose las manos como quien prevé un gran festín - Tanto en el escenario como en la platea, todos seremos cubanos - se abrieron las puertas del ascensor que venía con una de las secretarias de Presidencia. José trabó la puerta con el pie. Después de cruzar saludos con la mujer, siguió hablando.- Se me acaba de ocurrir algo. Tú vienes de la tierra del tango, sería bueno que nos acompañaras.
- Sí, claro - le contesté demasiado rápido, preocupado por la puerta que se bamboleaba amenazando cerrarse sobre el zapato negro charolado de Luis. Con urgencia le pregunté:
- ¿Cuándo? ¿Dónde?
- El viernes a las 8 - alcanzó a decir mientras soltaba la puerta a punto de irritarse del todo - en el Teatro Tower - la voz atravesó el metal produciendo desconcierto en mi cara. No tenía idea de la existencia de ese lugar, menos de su ubicación. El trayecto a planta baja le alcanzó a mi compañera de viaje para explicármelo todo.
- El Teatro Tower está en el corazón de Little Habana - dijo la mujer tocándose la batida cabellera teñida de rubia - en la calle 8 a mitad de cuadra entre las calles 17 y 18. Ninguna pausa interrumpía la explicación fluida de la mujer. Ni siquiera cuando miraba los números que al iluminarse marcaban la marcha de nuestro descenso. Al ver los pisos que faltaban se daba cuenta de que le alcanzaba el tiempo para contar algo del lugar más cubano de Miami.
- La calle 8 cambió de nombre. El año pasado, le pusieron Celia Cruz cuando murió la cantante cubana conocida como la Reina de la Salsa. La calle está a nueve cuadras de acá - alzó su brazo en dirección a la puerta del ascensor que se abrió en al hall interrumpiendo tanta amabilidad.
En el teatro me senté a la derecha de Luis, del otro lado estaban sus dos amigos. El parloteo previo a la función era tan dramatizado como todo lo que hacen los cubanos. Se levantaban de sus butacas y cruzaban la platea de un extremo a otro para saludar a un conocido.
Cuando la luz se fue apagando todos se apuraron para volver a sus lugares. La oscuridad total fue interrumpida por una luz que iluminaba a una delgadísima mujer de rodete negro castaño que vestía una blusa negra y una pollera anaranjada. Imaginé que sería la cubana que cantaba tangos, idea que quedó disipada cuando de la nada apareció al guapo el galán. Él era un morocho engominado de pantalones negros y camisa anaranjada que la tomó de la cintura para componer un cuadro a dos colores. Un viejo con un acordeón a piano apareció en escena. Era toda la orquesta con la que contaban los bailarines Hubiera preferido un bandoneón. Al final de un largo trajinar que llevó a la pareja de una punta a la otra del escenario, la mujer quedó suspendida en el aire apenas sostenida por una mano del hombre. Eran buenos bailarines de tango, aunque mostraron más las dotes de acróbatas. A José no pareció importarle. Sus manos no pudieron esperar el minuto que faltaba para el final del número. Se lanzaron a un sonoro aplauso. La cara complacida no detectó que lo espiaba. Su atención había sido tomada por los bailarines saludando.
Las luces se volvieron a apagar para encenderse únicamente cuando apareció en el medio del escenario una mujer joven, un poco rellenita. Sobre la ropa negra llevaba un impermeable dorado que reflejaba la luz del foco que la perseguía por el escenario. Una gorra del mismo color brillante le cubría el cabello y la frente. Esta sí era la cubana que cantaba:
Madreselvas en flor / que me vieron nacer / y en la vieja pared / sorprendieron mi amor /
Tu humilde caricia / es como el cariño / primero y querido / que siento por él.
A esta altura de la melodía José dobló su cuello buscando mi adhesión. Era imposible no coincidir. La cubana de la voz privilegiada, que ya me estaba empezando a parecer no tan gordita, extinguió los incipientes aplausos enganchando los versos que tenía preparados:
Corrientes tres cuatro ocho / segundo piso, ascensor /
no hay portero ni vecinos / adentro, cóctel y amor.
Adelanté mi cabeza un poco, lo suficiente para observar los labios de José moverse.
Pisito que puso Maple / piano, estera y velador / un telefón, que contesta / una fonola que llora / viejos tangos de mi flor / y un gato de porcelana / pa que no maulle al amor.
Como José sabía la letra de memoria, seguramente me preguntaría si conocía el departamento de Corrientes 348. ¿Cómo le iba a explicar que aquel edificio fue demolido y en su lugar había un estacionamiento con una placa recordatoria del famoso bulín? Mis elucubraciones fueron interrumpidas por los bailarines que volvieron con el viejo del acordeón a piano y una milonga. Después el teatro quedó a oscuras. La vuelta de la luz nos sorprendió con una pantalla gigante que ocupaba todo el escenario. Desde ahí, Libertad Lamarque cantaba a dúo con la cubana que acababa de aparecer al pie de la imagen.
¡Déjame, no quiero que me beses! / Por tu culpa estoy sufriendo / la tortura de mis penas...
¡Déjame, no quiero que me toques! / Me lastiman esas manos / me lastiman y me queman
Esta vez eran los amigos de José los que acompañaban al dúo del escenario, no solo moviendo los labios. Ellos habían emigrado de Cuba a Méjico, donde Libertad Lamarque era una gran estrella. Todos estábamos lejos de donde habíamos nacido. Como si la cubana tanguera lo supiera, enganchó con esta melodía.
¡Adiós, pampa mía! / Me voy... Me voy a tierras extrañas. / Adiós, caminos que he recorrido,
ríos, montes y cañadas / tapera donde he nacido / Si no volvemos a vernos /
tierra querida, quiero que sepas / que al irme dejo la vida. / ¡Adiós!
No me animé a curiosear otra vez, pero me imaginaba a José con los ojos inundados de nostalgia. Estaba seguro que él oía Manzanillo en lugar de Pampa.
sábado, febrero 04, 2006
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