Fort Lauderdale es un lugar tranquilo, no solamente para los que llegan de lejos atraídos por las playas sino también para los que residimos aquí. En la época en que vivía en Buenos Aires me tocaba correr de un lado para otro. Nunca se me hubiera cruzado por la cabeza tomar lecciones de baile, pero aquí sí.
Cuando era joven, me tenían que empujar para que bailara. Así lo hicieron en una fiesta en la que todos se movían muy bien. Oía la música, pero no el ritmo. Mientras levantaba un pie apoyaba el peso del cuerpo en el otro. Cuando el pie que había levantado volvía al piso, hacía lo mismo con el otro. No miraba la cara de mi partenaire, un tanto por vergüenza y otro porque controlaba mis piernas. Ellas se flexionaban con una rigidez que endurecía las caderas y al resto del cuerpo de la cintura para arriba. Me sentía como uno de esos soldaditos de plástico con articulaciones nada más que en las rodillas. Esperé a que terminara la música, alcé la mirada por primera vez, estiré los labios hacia los costados como si ese gesto fuese un pedido de disculpas, pero ese movimiento había salido tan ridículo como los anteriores, en la pista. Me escapé para el lado de las mesas, caminando rápido sin levantar la mirada del piso, como cuando bailaba. Los tonos subidos de mis mejillas acusaron el papelón. Nunca más permití que me obligaran a bailar, era capaz de forcejear. Aquel bochorno todavía permanece en mi recuerdo. Me importó. De ahí en más resistí muy bien a las invitaciones más obstinadas. No me gustaba bailar, o por lo menos es lo que decía.
Hace dos meses, caminaba de noche por el boulevard, desde la playa hacia el centro, cuando de pronto me sorprendió un letrero con luces de neón, rojo y violeta. Era de un negocio que antes no estaba: un gimnasio. Espié por la vidriera, pero no pude ver nada. Estaba oscuro. Un cartel, sobre el cristal de la puerta, informaba el horario y otro ofrecía clases de salsa.
Días después, volví a pasar por ese lugar y de puro curioso, entré. Dos chicas, una rubia y otra morocha, conversaban detrás del mostrador. La rubia iluminó sus ojos celestes y armó una sonrisa de apuro para preguntar en qué me podía ayudar. Cuando le dije que quería averiguar sobre las clases de salsa en lugar de contestar se dio vuelta y miró a la morocha de cabellos largos. Ésta que era más joven y más linda que la rubia, y salió de atrás del mostrador.
- Soy la profesora de salsa, mi nombre es Maritza - dijo en castellano, prueba de que reconoció mi acento. No bien terminó de pronunciar su nombre extendió la mano para saludarme, mientras con la otra señalaba el ballroom. La seguí.
En el salón, nuestras figuras aparecieron reflejadas en un enorme espejo que me ayudó a contemplar lo que más sobresalía en aquel lugar: el culo de la profesora. Parecía Jennifer López en “¿Bailamos?”. Mientras Maritza caminaba lentamente por el salón y hablaba sobre las bondades de la salsa, sus ojos negros y chiquitos se movían con avidez de un lado a otro como preguntando: ¿Bailamos? Jennifer López y Maritza tenían otras cosas en común además del trasero. Las dos estaban dispuestas a enseñar a bailar salsa a pataduras como Richard Gere o yo. Del salón volvimos al mostrador, sin pensarlo le hice a Maritza lo mismo que Richard Gere a Jennifer López: un cheque.
La primera clase reunió a una docena de alumnos alrededor de Maritza, quien se presentó con su nombre y su apodo: Boricua, como los indios de Puerto Rico. Con el tono de una maestra dijo que divertirse era una condición para aprender a bailar. Algo que fue festejado por la mujer que estaba a mi derecha, y también por la de mi izquierda. Eran mayoría, como en todos los cursos adonde había ido.
A simple vista resultaba más fácil adivinar lo patadura que podía llegar a ser un hombre que la edad de esas mujeres.
Maritza pidió a los varones que formáramos una hilera y a las mujeres otra, enfrentada. A nosotros nos dijo que arrancáramos con el pie izquierdo, a ellas con el derecho. Así enfrentados nos enseñó los pasos básicos. ¡Uno! Los hombres teníamos que adelantar el pie izquierdo. ¡Dos! Taconear con el pie derecho. ¡Tres! Volver el pie izquierdo a su lugar. Enfrente, las mujeres hacían lo mismo pero con el otro pie. Mi mente gritó en silencio -¡Lo encontré!- como Arquímedes desnudo por la calle gritando ¡Eureka!
Acababa de darme cuenta que la simetría de los movimientos evitaba los pisotones de una pareja - me reí solo - y yo que pensaba que era por un talento innato. Me entusiasmé, por primera vez creí de verdad que se puede aprender a bailar. Feliz, me concentré en esa posibilidad y en vigilar a mis pies para que siguieran el ritmo que marcaba la profesora: ¡One! Two! ¡Three! ¡One! ¡Two! ¡Three! De pronto una mano con firmeza subió mi mentón. Maritza se había acercado para levantar mi vista del piso, sin dejar de marcar el compás. ¡Up! ¡One! ¡Two! ¡Three! ¡Up! Hablaba para todos pero en cada ¡Up! sus ojos chiquitos y bailarines me miraban a mí y suavizaban la orden ayudados por una sonrisa. Al alzar la cabeza, mis ojos se posaron en la cara de la dueña de unas piernas largas y flacas, apenas cubiertas por una insignificante minifalda. De su pálido rostro asomaban unos labios que habían sido tan abultados tanto que ni en una negra hubieran pasado por naturales. A la nariz se la habían dejado demasiado chiquita y a los pómulos exageradamente sobresalidos. Cuando la vi de perfil me di cuenta que la boca sobresalía a la nariz. De tantos estiramientos los ojos le habían quedado rasgados. Sin embargo, bailaba y sonreía, orgullosa.
En la clase siguiente empezamos otra vez con los pasos básicos: -¡One! ¡Two! ¡Three! - Después de hacer un millón de veces lo mismo, nos mostraron tres pasos más. Iguales, pero para atrás. Si alguien nos hubiera espiado desde la calle apostaría a que estábamos haciendo gimnasia. El cartel de neón reforzaría el error. Algunos matizaban los movimientos básicos con el vaivén de las caderas. La profesora cambió el conteo por un sermón:
- Ya van a tener tiempo para mostrar la gracia con que mueven sus cuerpos. Si aprenden a controlar los pies, el resto viene solo. - Con tono más serio agregó: – No se puede aprender si uno cree que sabe.
- Al final de la clase, la profesora hizo formar un círculo y pidió que cada uno dijera qué había aprendido ese día. Cuando me tocó el turno, dije que los pasos básicos que tantas veces nos hacían repetir eran como los palotes con los que nos habían enseñado a escribir.
En otra clase, después de practicar los pasos básicos hasta la transpiración, Maritza largó la música y pidió a los hombres que nos quedáramos en nuestros lugares. Las mujeres cambiarían de pareja cada vez que ella lo dijera. Coloqué la mano derecha a la altura del omóplato de la mujer. Nos habían dicho que tenía que ser exactamente en ese lugar, funcionaba como un timón. Con una leve presión ellas se darían cuenta que venía el giro. Mi mano izquierda alzada recibía la derecha de mi eventual compañera, como en el vals. La primera que me tocó en suerte no esperaba a que yo diera mi primer paso. Otra, tenía los pasos más largos que los míos. Una me miraba como si yo fuera transparente. Otra, después de cada giro, me mostraba los labios comprimidos como si me lanzaran un beso rojo. Entre tanto le sonreía, mis dedos tocaban los huesos de la espalda que no era fofa como la de las gordas.
Los ojos de esa mujer decían que había sido muy linda de joven.
Seguimos arrancando con los pasos básicos durante muchas clases, hasta que Maritza vio que los hacíamos como autómatas. Ese día nos hizo improvisar con el resto del cuerpo. Dijo que cambiáramos de tema, que nos fuéramos por las ramas y que las piernas eran la garantía de volver.
¡Qué bien se movían las mujeres! Agitaban los brazos en el aire disparatadamente, pero sin salirse de los pasos básicos. Al final, formamos otra vez un círculo para contar qué nos había pasado en la clase. Cuando fue mi turno halagué a las “chicas” por lo bien que se movían. Divagaban sin perder el hilo.
sábado, febrero 04, 2006
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