Silvia coloca suavemente un cigarrillo sobre sus labios mientras su marido le acerca la llama del encendedor. Tras aspirar una primera bocanada de humo, ella desliza una pregunta que emerge desgastada por repetida.
- ¿Deberíamos dejar de fumar, Eduardo, no te parece?
- Seguro, pero no vamos a arruinar nuestras vacaciones haciendo semejante esfuerzo. Mejor festejemos este lento atardecer con vista al mar - propone Eduardo mientras toma un cigarrillo del paquete de su mujer y lo prende con el encendedor que todavía no ha guardado.
Fumar es toda una ceremonia que se hace, las más de las veces, cuando hay algo para festejar o algo para ponerse nervioso - reflexiona Silvia mientras aleja el cigarrillo de su boca y sigue con la mirada el humo que se mezcla con el de su marido sobre mesa del bar.
- ¿Nervioso? No imagino quién puede ponerse nervioso en un paraíso como éste - ironiza Eduardo mientras redondea la boca para formar anillos de humo y, tras arrojarlos al aire, agrega - Disfrutemos de esta vista, el mar está tan tranquilo que lo único que es mueven son las olas. Además, acabamos de encontrarnos con Alejandro, al que no veíamos desde hace mucho tiempo.
- ¡Eduardo, Eduardo! - irrumpe Alejandro agitando una mano - La grúa está llevándose tu auto.
- Aquí en la playa, ¿también está la grúa?- pregunta Eduardo mientras se levanta de la silla y se dirige a las escaleras.
- Sí, y las multas son mucho más caras que en Buenos Aires.
Silvia y Alejandro cruzan miradas beligerantes, pero guardan silencio hasta que la cabeza de Eduardo termina de desvanecerse tras la pared que cubre las escaleras. Alejandro se sienta en la silla donde ha estado Eduardo. Silvia lo frena frunciendo el ceño y cargando con sarcasmo sus palabras:
- ¿Te invité a sentarte? Esa es la silla de Eduardo, en todo caso sentate en la otra.
- ¿Qué pasa? ¿Acaso, creés que fui yo quien llamó a la grúa? - responde él con otra pregunta que aumenta el nivel de sarcasmo en la atmósfera mientras se sienta en una silla que no era la de Eduardo.
- ¿No? A vos te creo capaz de todo - dijo la voz de Silvia temblando de bronca igual que su pulso, mientras saca un cigarrillo del paquete y lo enciende con la colilla del que se está por terminar.
- No, no fui yo - se defiende Alejandro en voz alta, la misma con la que agrega: - Porque no se me ocurrió. Pero lo hubiera hecho encantado, con tal de quedarme un minuto a solas con vos.
- La última vez que estuvimos a solas te diste vuelta y no te vi más - reprocha Silvia.
- Vos me pediste que me diera vuelta - protesta Alejandro
- Porque a vos se te había ocurrido venir a vivir a Fort Lauderdale mientras yo me quedaba sola. - Recrimina Silvia tratando de encender un cigarrillo, pero al darse cuenta que tiene otro encendido lo vuelve a poner en el paquete.
- Con tu marido - dice Alejandro señalando la silla vacía que Eduardo ha dejado al bajar de la terraza con la urgencia de quien acostumbra a dejar mal estacionado su auto.
- Nunca me pediste casamiento -
- Y como castigo no contestás mis mails y de pronto te aparecés por acá, pero con tu marido.
- No fue mi idea. Él quiso venir a visitarte – ahora es ella quien señala a la silla vacía con la vehemencia de quien quiere descargar una culpa que cree no tener.
- Yo trabajaba con vos, no con él - esgrime Alejandro en su defensa.
- Sí, pero vos fuiste tan sociable que te creyó su amigo - vuelve a atacar Silvia parodiándolo. Mueve la cabeza al estilo que lo hace Alejandro.
- Lo habré hecho para aliviar la culpa que sentía, - susurra Alejandro- no quería que se enterara de lo nuestro.
- Entonces, cambiá de tema porque ahí viene.
miércoles, noviembre 30, 2005
Odio subterráneo
El vagón del subterráneo, colmado de pasajeros, avanzaba ruidosamente hacia el centro de la ciudad. Muchos de ellos comenzaban a agolparse para descender en la próxima estación: Carlos Pellegrini. Al abrirse las puertas se bajaron todos, menos dos. Uno era un adolescente de campera negra y pelo cortado al ras. El otro, de aproximadamente la misma edad, viajaba sentado en el extremo opuesto del vagón. Vestía un traje negro, camisa blanca y un amplio sombrero que no alcanzaba a cubrir los rulos de cabellos oscuros que se enrollaban detrás de las orejas. El chico de campera negra se levantó de su asiento sonriendo, como si festejara la intimidad que lo vinculaba al otro pasajero. Mantuvo esa mueca de regocijo mientras cruzaba el vagón en busca de su único compañero de viaje. Éste, viendo que se aproximaba, abrió el libro que llevaba bajo el brazo e hizo como si lo leyera con un explícito propósito de ignorar el entorno. Sobre el libro apareció un dedo que no era el suyo y que le interrumpía la lectura.
-¿Ésto es ruso como vos? - preguntó el provocador sin dejar de sonreír burlonamente.
- No, es hebreo - respondió con voz dócil el chico de sombrero, mientras cerraba el libro suavemente como para darle tiempo al dedo usurpador a que se retirara. Tomó el caftán negro que reposaba plegado sobre su falda y lo coloco a un costado.
- Entonces sos un hebreo - corrigió el joven que seguía de pie, pero irguiendo cada vez más su arrogante cabeza rapada. El muchacho del sombrero bajó la cabeza hasta esconder la mirada entre sus rodillas y alzó la voz para balbucear.
- Soy argentino, y… – el brillo de una navaja lo interrumpió. Saltó como un resorte y se puso de pie frente al agresor. Con una toma de karate le pegó en el abdomen, lo dejó paralizado; aprovechó para doblarle el brazo de cuero negro hacia la espalda del mismo material y sacarle la navaja. Finalmente, lo tiró sobre la opuesta hilera de asientos. El muchachote con poco pelo y mucho miedo, aunque era más corpulento, en lugar de defenderse alzó las manos para mostrar que nada intentaría.
- ¿Skinhead, no lees los diarios? ¿No te enteraste que ya no nos dejamos matonear?
El ruido de los frenos del subterráneo no dio lugar a una tercera pregunta. El convoy comenzaba a reducir la marcha a medida que se acercaba a la luz del final del túnel: la estación Florida. Cuando la formación se detuvo totalmente, el joven - que yacía desmoronado sobre dos asientos - alcanzó la puerta cuando todavía estaba abriéndose, con solo dos saltos; y con un tercero llegó al andén. Al mismo tiempo que se escuchaba el pito del guarda avisando que las puertas volvían a cerrarse, el joven rapado levantó su brazo derecho de cuero negro y acercó el dedo índice al cuello. Lo deslizó lentamente de izquierda a derecha como si fuera el cuchillo que había quedado en el vagón. El joven del sombrero se alejaba dentro del subte que reiniciaba su marcha. Sus ojos sostuvieron fijamente la mirada llena de odio del recuperado provocador. El solitario pasajero abrió otra vez su libro. La lectura de un solo versículo le importaba más que la amenaza de la ventanilla. Quería llegar a su destino.
-¿Ésto es ruso como vos? - preguntó el provocador sin dejar de sonreír burlonamente.
- No, es hebreo - respondió con voz dócil el chico de sombrero, mientras cerraba el libro suavemente como para darle tiempo al dedo usurpador a que se retirara. Tomó el caftán negro que reposaba plegado sobre su falda y lo coloco a un costado.
- Entonces sos un hebreo - corrigió el joven que seguía de pie, pero irguiendo cada vez más su arrogante cabeza rapada. El muchacho del sombrero bajó la cabeza hasta esconder la mirada entre sus rodillas y alzó la voz para balbucear.
- Soy argentino, y… – el brillo de una navaja lo interrumpió. Saltó como un resorte y se puso de pie frente al agresor. Con una toma de karate le pegó en el abdomen, lo dejó paralizado; aprovechó para doblarle el brazo de cuero negro hacia la espalda del mismo material y sacarle la navaja. Finalmente, lo tiró sobre la opuesta hilera de asientos. El muchachote con poco pelo y mucho miedo, aunque era más corpulento, en lugar de defenderse alzó las manos para mostrar que nada intentaría.
- ¿Skinhead, no lees los diarios? ¿No te enteraste que ya no nos dejamos matonear?
El ruido de los frenos del subterráneo no dio lugar a una tercera pregunta. El convoy comenzaba a reducir la marcha a medida que se acercaba a la luz del final del túnel: la estación Florida. Cuando la formación se detuvo totalmente, el joven - que yacía desmoronado sobre dos asientos - alcanzó la puerta cuando todavía estaba abriéndose, con solo dos saltos; y con un tercero llegó al andén. Al mismo tiempo que se escuchaba el pito del guarda avisando que las puertas volvían a cerrarse, el joven rapado levantó su brazo derecho de cuero negro y acercó el dedo índice al cuello. Lo deslizó lentamente de izquierda a derecha como si fuera el cuchillo que había quedado en el vagón. El joven del sombrero se alejaba dentro del subte que reiniciaba su marcha. Sus ojos sostuvieron fijamente la mirada llena de odio del recuperado provocador. El solitario pasajero abrió otra vez su libro. La lectura de un solo versículo le importaba más que la amenaza de la ventanilla. Quería llegar a su destino.
sábado, septiembre 24, 2005
Mi nombre
Mi nombre me delimita del resto de las personas. Aún si enfrente de mí hubiera otro individuo con el mismo nombre, él estaría definido por un círculo y yo por otro. Cada círculo separa el afuera del adentro y cada uno hace centro en la conciencia que gira según se mueve el radio. Ese radio es la voluntad, que al dar vueltas dibuja una circunferencia. Este contorno es mi piel, la que aparta el afuera de mi cuerpo y de mi alma, dos entidades que no se podrán separar mientras yo esté vivo. El círculo gira sobre un eje de emociones que se proyectan desde el interior hacia el exterior hasta tantear la circunferencia, la única parte visible para los demás. A veces, paso de la empatía a la aversión sin que lo perciban los demás. La circunferencia exterior que rodea a mi círculo interno es una piel que no tiene ángulos ni aristas que faciliten la percepción del indiscreto. La puedo usar como un anillo que protege el círculo al que esta envolviendo. Pero, cada tanto aparece un buen observador que en lugar de dejarse distraer con los colores que irradio, repara en los tonos, diferenciando los diáfanos de lo turbios. A él no lo puedo engañar.
Karl, el memorioso
La primera vez que lo vi, estaba con un martillo en la mano queriendo torcer un caño a pura fuerza. Los duros ojos celestes ejercían también presión sobre el metal. Un martillazo hizo chillar al testarudo objeto que al fin cobró la forma deseada. A su sonrisa victoriosa le faltaban tres dientes. Para quien gusta demasiado de la cerveza todo es motivo para festejar. Destapó una lata plateada y encendió un cigarrillo. Sus rasgos se hicieron angulosos al aspirar el humo y al beber arrugó la frente que se extendía por el afeitado cráneo. Dejó la lata en el piso y se dirigió con el cigarrillo en la boca y el caño en la mano a la estrecha escalerilla. Tenía un físico fornido y delgado como el de un boxeador welter júnior. Ya en la azotea, conectó el caño con otro. Al bajar, recobró la lata de donde la había dejado y después de un anhelado trago se presentó. Al darle la mano sentí la aspereza del trabajo acumulado, mientras oí su gutural voz que me decía:"Mucho gusto, mi nombre es Karl". Las consonantes en ingles sonaban con un tono puntiagudo que descubría al alemán como su primera lengua. Aquellos que lo trataron no hablaban bien de él. Un testimonio diferente como el mío podrá sonar ilusorio. Pero, los hechos que afectaron a mi familia impiden la lisonja a un alemán que contaba que su padre había sido un soldado nazi.Mi primer recuerdo de Karl es muy manifiesto. Lo vi subiendo al techo para arreglar la azotea que alguna vez había sido impermeable. Para pintar el negro alquitrán con un aislante plateado, cada día apuraba una carrera contra la oscuridad de la noche.
En la zona era bastante mentado por no darse con nadie y emborracharse muy seguido. Decían que después de chocar un auto contra una pared, se escapó de Alemania. Antes de ese accidente, ya le habían sacado el registro por manejar alcoholizado. Alguno añadía con malicia que detrás de la pared había quedado un muerto que le impedía volver.
A los seis meses de su llegada a Fort Lauderdale se convirtió en un inmigrante ilegal. “La gente es mejor en los lugares chicos” defendía su elección del lugar. Vivía a dos cuadras de la playa en un hotel abandonado. "Con el consentimiento del dueño" se escudaba de las críticas y con cierto orgullo ario decía: “Me pidieron que lo cuide”. No faltaba quien se le mofara cuando contaba que en Alemania había sido ingeniero.Fui a buscarlo para que me hiciera una biblioteca. Cuando llegó a mi casa sacó de una pila de libros el Antiguo Testamento, lo abrió al azar y leyó: “El faraón soñó que siete vacas flacas que devoraban siete vacas bien alimentadas…” Cerró el libro y mirándome fijo señaló: “Este capítulo se llama Miketz, y es donde por primera vez se habla de las crisis cíclicas”. Levanté las cejas, él entendió que debía seguir con la explicación.
"Desde entonces se sabe que cuando hay se debe guardar para el momento en que no haya más. Pero, de una generación a otra se olvida la escasez. La falta de memoria hace que las cosas se repitan. Hoy hay chicos que no saben que es el Holocausto. Mi país es el primero que debiera tener memoria". Una tarde, oí el acento alemán en el teléfono. Me pedía que fuera a buscar sus herramientas al hotel abandonado y que le hiciera el favor de guardarlas. Pensaba que por un tiempo no podría volver allí y tenía miedo de que alguien se las robara. Cuando le pregunté de dónde hablaba, me dijo que estaba en el Broward Hospital. Había sufrido un infarto. Colgué el teléfono y salí para allá inmediatamente. Me recibió en una cama rodeada de máquinas con cables que confluían en un monitor repleto de titilantes números. Fatigosamente alzó un brazo apuntando al cartel que estaba arriba de la puerta con el nombre de la sala. Le respondí sin palabras, solamente alcé los hombros para expresar que no advertía nada anormal en ese cartel. Karl, señalándose el vendaje del pecho, dijo: “La sala se llama Levy, el cirujano Cohen y la única persona que vino a visitarme, Farber”.
En la zona era bastante mentado por no darse con nadie y emborracharse muy seguido. Decían que después de chocar un auto contra una pared, se escapó de Alemania. Antes de ese accidente, ya le habían sacado el registro por manejar alcoholizado. Alguno añadía con malicia que detrás de la pared había quedado un muerto que le impedía volver.
A los seis meses de su llegada a Fort Lauderdale se convirtió en un inmigrante ilegal. “La gente es mejor en los lugares chicos” defendía su elección del lugar. Vivía a dos cuadras de la playa en un hotel abandonado. "Con el consentimiento del dueño" se escudaba de las críticas y con cierto orgullo ario decía: “Me pidieron que lo cuide”. No faltaba quien se le mofara cuando contaba que en Alemania había sido ingeniero.Fui a buscarlo para que me hiciera una biblioteca. Cuando llegó a mi casa sacó de una pila de libros el Antiguo Testamento, lo abrió al azar y leyó: “El faraón soñó que siete vacas flacas que devoraban siete vacas bien alimentadas…” Cerró el libro y mirándome fijo señaló: “Este capítulo se llama Miketz, y es donde por primera vez se habla de las crisis cíclicas”. Levanté las cejas, él entendió que debía seguir con la explicación.
"Desde entonces se sabe que cuando hay se debe guardar para el momento en que no haya más. Pero, de una generación a otra se olvida la escasez. La falta de memoria hace que las cosas se repitan. Hoy hay chicos que no saben que es el Holocausto. Mi país es el primero que debiera tener memoria". Una tarde, oí el acento alemán en el teléfono. Me pedía que fuera a buscar sus herramientas al hotel abandonado y que le hiciera el favor de guardarlas. Pensaba que por un tiempo no podría volver allí y tenía miedo de que alguien se las robara. Cuando le pregunté de dónde hablaba, me dijo que estaba en el Broward Hospital. Había sufrido un infarto. Colgué el teléfono y salí para allá inmediatamente. Me recibió en una cama rodeada de máquinas con cables que confluían en un monitor repleto de titilantes números. Fatigosamente alzó un brazo apuntando al cartel que estaba arriba de la puerta con el nombre de la sala. Le respondí sin palabras, solamente alcé los hombros para expresar que no advertía nada anormal en ese cartel. Karl, señalándose el vendaje del pecho, dijo: “La sala se llama Levy, el cirujano Cohen y la única persona que vino a visitarme, Farber”.
Juego
Toco a oscuras la piel desconocida
un rechazo me daría tiempo para pensar el próximo paso
pero, esta misteriosa mujer lo da primero
mi lengua recibe la suya con un sabor nuevo
mis dedos indagan sus inexplorados cabellos
su busto se apoya sobre mi pecho
acelerándole la marcha
su boca abre un trayecto que recorre mi cuello
ella suspira según mi mano baja por su espalda
sé que debo callar, pero no puedo
y se me escapa un ¡Te quiero!
- Reconozco esa voz –
dice mi mujer recordándome
que así no se juega este juego.
un rechazo me daría tiempo para pensar el próximo paso
pero, esta misteriosa mujer lo da primero
mi lengua recibe la suya con un sabor nuevo
mis dedos indagan sus inexplorados cabellos
su busto se apoya sobre mi pecho
acelerándole la marcha
su boca abre un trayecto que recorre mi cuello
ella suspira según mi mano baja por su espalda
sé que debo callar, pero no puedo
y se me escapa un ¡Te quiero!
- Reconozco esa voz –
dice mi mujer recordándome
que así no se juega este juego.
Caja negra
Mr. Jones era un viudo que vivía en Fort Lauderdale. Después de haber trabajado durante treinta años, dejó su puesto de cajero de banco para jubilarse. Un mes más tarde, su mujer, murió sorpresivamente de un infarto. Ella había sido una eximia cocinera y siempre se encargó de de todas las tareas de la casa. Mr. Jones nunca necesitó saber sobre quehaceres hogareños, pero ante la nueva realidad, empezó a pensar en buscar ayuda.
Una mañana, mientras Mr. Jones revisaba con la lupa la piedra montado en un anillo de platino, uno de los muchos que integraba su apreciada colección, oyó golpes provenientes de la puerta de calle. Guardó la joya en una caja negra y bajó desde el ático dos pisos por escaleras con la agilidad que los años no le habían quitado. Se paró frente a la entrada y cuando estaba por girar el picaporte, se detuvo. A través del vidrio esmerilado se insinuaba una silueta con curvas que casi se tocaban en la mitad. La estrecha cintura entonaba bien con la amplitud de las caderas. Mr. Jones pasó sus dedos por la entrecana cabellera, abundante para su edad. Pensándose peinado, dibujó su mejor sonrisa para abrir la puerta. El ingente busto, asomándose por un generoso escote, atrajo su mirada haciéndola despeñar por las flores del vestido traslúcido contra de su instinto, sólo por recato al zó la vista hasta que tropezó con la vivacidad de un par pupilas. Debajo de esos ojos negros, una boca carnosa comenzaba a moverse.
- ¿Aquí necesitan ayuda? - preguntó la mujer en un inglés con acento caribeño.
- Sí, pase usted, por favor - respondió Mr. Jones mientras terminaba de abrir la puerta con con una mano, con la otra hizo un cortés ademán invitando a pasar a esta chica que le resultaba parecida a su esposa en la época que la había conocido, hacía cuarenta años.
- Mi nombre es Guadalupe, pero me dicen Lupe - se presentó mientras que con soltura in gresaba al living
- El mío es Jones - el hombre ensanchó aún más su s suonrisa de bienvenida.
Me gusta ver como algo sucio queda bien limpio - didjo mientras pasaba un dedo por una mesa polvorienta. Un gesto de reprobación le frunció los labios antes de agregar - Me gusta que se note mi trabajo. c Adoro ver gozar mi comida - Lupe se acercó a Mr. Jones contoneando su talle al trasluz de su vestido y susurró::L” - Conozco los secretos de los picantes, su debilidad.
- Sí, es cierto. Sucumbo ante la comida muy condimentada pero ¿cómo lo supo?
- Sus mejillas no se pusieron coloradas de un día para otro - contestó la mujer mientras su dedo índice apuntaba con desparpajo a la cara del hombre que la doblaba en edad.
-¿Cómo se enteró que estaba por tomar a alguien, si todavía no se lo dije a nadie? - quiso averiguar Mr. Jones.
- Las plantas descuidadas al frente de una casa tan linda están pidiendo auxilio mientras usted se decide.
- Es cierto. Pero, por favor siéntese – Mr. Jones le señaló el sillón de cuero negro del living. Se mantuvo de pie hasta que ella se sentó. Este trato no era el habitual para una aspirante a empleada doméstica, pero Lupe no era una mujer que se encontrara todos los días. Mr. Jones pensó que ella era merecedora del puesto, además de un trato especial (dijo lo primero, pero calló lo segundo).
Al amanecer, Mr. Jones se encontraba desvelado por la mujer que dormía en otro cuarto de la casa. Todavía se relamía de la sabrosísima cena. No había comido algo tan exquisito desde que murió su esposa. Sé levantó y subió al ático en busca de su colección de anillos. Al revisar las piedras con la lupa lograba poner la mente en blanco. Cierta torpeza, resultado del insomnio, le hizo tirar al piso la pesada caja negra. Se había arrodillado para levantarla, cuando vio a su lado un camisón blanco y sobre él la larga y negra cabellera de Lupe.
- ¿Mr Jones, Mr. Jones, está usted bien? - Lupe preguntó arrodillándose al lado de él.
Mr Jones la miró para contestarle que sí, que estaba bien, pero al verla de perfil enmudeció. Notó que el camisón tenía una abertura tan grande que de ella emergía un brazo y sobraba lugar para dejar a la vista un pecho Mr. Jones acercó su rostro al de ella y le dio un beso. Cuando sintió que Lupe le acariciaba la cabeza, él podría haberle dicho, sin exagerar que estaba bien que se sentía tan bien como si fuera joven otra vez. Pero, siguió en silencio porque tenía ocupada la boca y los pensamientos en el próximo paso. Le levantó el camisón a la altura de la cintura y ella alzó los brazos para que siguiera. Mr. Jones contempló la frescura de ese cuerpo mientras ella le desabotonaba el pijama. En el tercer botón, él la interrumpió. La ayudó a levantarse y la llevó hasta un diván que estaba al pie de la única ventana del ático. Recorrió esos pocos metros abrazándole la cintura desnuda. Lupe apoyó una mano sobre la espalda del pijama y la larga y negra cabellera sobre el hombro de Mr Jones. Él trató de disimular la alteración de su respiración, pero no pudo. Su pecho se hinchaba y deshinchaba con pausas cada vez más breves. Recordó haber tenido la misma sensación durante su noche de bodas. No bien la recostó suavemente sobre el diván y le dio otro beso, terminó de desabotonar el pijama y observándola más detenidamente se dijo: “la misma desnudez”. Después de ciertas lubricaciones y escarceos voluptuosos, Lupe lanzó un grito tan fuerte que se escuchó en la vecindad. Mr. Jones pensó “Como hace cuarenta años”.
A medida que Mr. Jones se entusiasmaba cada vez más con la juventud de esta mujer fue mostrándole sus secretos. A la muda pasión por la orfebrería que por años había retenido a Mr. Jones en el ático se le sumó la alborotadora excitación que le despertaban los encantos de Lupe. Ella preparaba comidas afrodisíacas para que este hombre mayor renovara su ímpetu cada noche en el diván del ático. Con los desenfrenados encontronazos, Mr. Jones dormía cada vez más profundamente, hasta que una mañana despertó sin Lupe ni la caja negra. Se sintió pobre.
Una mañana, mientras Mr. Jones revisaba con la lupa la piedra montado en un anillo de platino, uno de los muchos que integraba su apreciada colección, oyó golpes provenientes de la puerta de calle. Guardó la joya en una caja negra y bajó desde el ático dos pisos por escaleras con la agilidad que los años no le habían quitado. Se paró frente a la entrada y cuando estaba por girar el picaporte, se detuvo. A través del vidrio esmerilado se insinuaba una silueta con curvas que casi se tocaban en la mitad. La estrecha cintura entonaba bien con la amplitud de las caderas. Mr. Jones pasó sus dedos por la entrecana cabellera, abundante para su edad. Pensándose peinado, dibujó su mejor sonrisa para abrir la puerta. El ingente busto, asomándose por un generoso escote, atrajo su mirada haciéndola despeñar por las flores del vestido traslúcido contra de su instinto, sólo por recato al zó la vista hasta que tropezó con la vivacidad de un par pupilas. Debajo de esos ojos negros, una boca carnosa comenzaba a moverse.
- ¿Aquí necesitan ayuda? - preguntó la mujer en un inglés con acento caribeño.
- Sí, pase usted, por favor - respondió Mr. Jones mientras terminaba de abrir la puerta con con una mano, con la otra hizo un cortés ademán invitando a pasar a esta chica que le resultaba parecida a su esposa en la época que la había conocido, hacía cuarenta años.
- Mi nombre es Guadalupe, pero me dicen Lupe - se presentó mientras que con soltura in gresaba al living
- El mío es Jones - el hombre ensanchó aún más su s suonrisa de bienvenida.
Me gusta ver como algo sucio queda bien limpio - didjo mientras pasaba un dedo por una mesa polvorienta. Un gesto de reprobación le frunció los labios antes de agregar - Me gusta que se note mi trabajo. c Adoro ver gozar mi comida - Lupe se acercó a Mr. Jones contoneando su talle al trasluz de su vestido y susurró::L” - Conozco los secretos de los picantes, su debilidad.
- Sí, es cierto. Sucumbo ante la comida muy condimentada pero ¿cómo lo supo?
- Sus mejillas no se pusieron coloradas de un día para otro - contestó la mujer mientras su dedo índice apuntaba con desparpajo a la cara del hombre que la doblaba en edad.
-¿Cómo se enteró que estaba por tomar a alguien, si todavía no se lo dije a nadie? - quiso averiguar Mr. Jones.
- Las plantas descuidadas al frente de una casa tan linda están pidiendo auxilio mientras usted se decide.
- Es cierto. Pero, por favor siéntese – Mr. Jones le señaló el sillón de cuero negro del living. Se mantuvo de pie hasta que ella se sentó. Este trato no era el habitual para una aspirante a empleada doméstica, pero Lupe no era una mujer que se encontrara todos los días. Mr. Jones pensó que ella era merecedora del puesto, además de un trato especial (dijo lo primero, pero calló lo segundo).
Al amanecer, Mr. Jones se encontraba desvelado por la mujer que dormía en otro cuarto de la casa. Todavía se relamía de la sabrosísima cena. No había comido algo tan exquisito desde que murió su esposa. Sé levantó y subió al ático en busca de su colección de anillos. Al revisar las piedras con la lupa lograba poner la mente en blanco. Cierta torpeza, resultado del insomnio, le hizo tirar al piso la pesada caja negra. Se había arrodillado para levantarla, cuando vio a su lado un camisón blanco y sobre él la larga y negra cabellera de Lupe.
- ¿Mr Jones, Mr. Jones, está usted bien? - Lupe preguntó arrodillándose al lado de él.
Mr Jones la miró para contestarle que sí, que estaba bien, pero al verla de perfil enmudeció. Notó que el camisón tenía una abertura tan grande que de ella emergía un brazo y sobraba lugar para dejar a la vista un pecho Mr. Jones acercó su rostro al de ella y le dio un beso. Cuando sintió que Lupe le acariciaba la cabeza, él podría haberle dicho, sin exagerar que estaba bien que se sentía tan bien como si fuera joven otra vez. Pero, siguió en silencio porque tenía ocupada la boca y los pensamientos en el próximo paso. Le levantó el camisón a la altura de la cintura y ella alzó los brazos para que siguiera. Mr. Jones contempló la frescura de ese cuerpo mientras ella le desabotonaba el pijama. En el tercer botón, él la interrumpió. La ayudó a levantarse y la llevó hasta un diván que estaba al pie de la única ventana del ático. Recorrió esos pocos metros abrazándole la cintura desnuda. Lupe apoyó una mano sobre la espalda del pijama y la larga y negra cabellera sobre el hombro de Mr Jones. Él trató de disimular la alteración de su respiración, pero no pudo. Su pecho se hinchaba y deshinchaba con pausas cada vez más breves. Recordó haber tenido la misma sensación durante su noche de bodas. No bien la recostó suavemente sobre el diván y le dio otro beso, terminó de desabotonar el pijama y observándola más detenidamente se dijo: “la misma desnudez”. Después de ciertas lubricaciones y escarceos voluptuosos, Lupe lanzó un grito tan fuerte que se escuchó en la vecindad. Mr. Jones pensó “Como hace cuarenta años”.
A medida que Mr. Jones se entusiasmaba cada vez más con la juventud de esta mujer fue mostrándole sus secretos. A la muda pasión por la orfebrería que por años había retenido a Mr. Jones en el ático se le sumó la alborotadora excitación que le despertaban los encantos de Lupe. Ella preparaba comidas afrodisíacas para que este hombre mayor renovara su ímpetu cada noche en el diván del ático. Con los desenfrenados encontronazos, Mr. Jones dormía cada vez más profundamente, hasta que una mañana despertó sin Lupe ni la caja negra. Se sintió pobre.
domingo, septiembre 11, 2005
Fort Lauderdale
En los veranos de la Florida, el sol no termina de aparecer si las nubes no se corren. Recién cuando eso sucede, el azul profundo del océano se vuelve celeste y se diferencia del cielo por las estrías púrpuras que delinean el horizonte. La brillantez de la luz temprana se refleja en la blancura de las gaviotas y en la espuma de las olas. Ambas, poco a poco, van recuperando lo que el día anterior les había pertenecido. Emerge un barco de carga que el sol pinta con un violento color naranja, casi fosforescente. Hace unos instantes, esa nave era invisible, escondida en la inmensidad nocuturna del océano. Junto con los colores, estallan las estridencias de los pájaros. Hasta hace un momento, dormían, hasta cuando el viento también era mudo.
En invierno, como hay menos lluvias escasean las nubes. Igual, el sol se demora en salir. El frío de la mañana todo lo aplaza. Los colores brillan menos. Las gaviotas apenas se acercan a la playa para buscar su alimento. Desconfían de quienes por allí caminan. Personas que bajan del norte para escapar del frío. Igual que los pájaros negros, los que revolotean los edificios más altos. Hombres y pájaros recorrieron la misma ruta, y aunque las aves lo ignoren llegaron al punto más medional del país. Los dos cambiaron nieve por arena.
Mr Jones es un jubilado que se despierta, como tantos otros, antes que la luz, y como los demás, corre a la playa para contemplar el amanecer. Pero, él tiene un propósito. Marcha detrás de un detector de metales. Cada silbido le indica que encontró algo. Él se arrodilla para levantar el objeto y verificar su valor. Los anillos son sus preferidos. El invierno trae más turistas que el verano y ellos vienen con anillos que pierden nadando. El amanecer los devuelve con la marea, y provoca la sonrisa de Mr. Jones. Una sonrisa mezquina.
En invierno, como hay menos lluvias escasean las nubes. Igual, el sol se demora en salir. El frío de la mañana todo lo aplaza. Los colores brillan menos. Las gaviotas apenas se acercan a la playa para buscar su alimento. Desconfían de quienes por allí caminan. Personas que bajan del norte para escapar del frío. Igual que los pájaros negros, los que revolotean los edificios más altos. Hombres y pájaros recorrieron la misma ruta, y aunque las aves lo ignoren llegaron al punto más medional del país. Los dos cambiaron nieve por arena.
Mr Jones es un jubilado que se despierta, como tantos otros, antes que la luz, y como los demás, corre a la playa para contemplar el amanecer. Pero, él tiene un propósito. Marcha detrás de un detector de metales. Cada silbido le indica que encontró algo. Él se arrodilla para levantar el objeto y verificar su valor. Los anillos son sus preferidos. El invierno trae más turistas que el verano y ellos vienen con anillos que pierden nadando. El amanecer los devuelve con la marea, y provoca la sonrisa de Mr. Jones. Una sonrisa mezquina.
Rivera
Mi mamá se llama Dora y viene de una familia que emigró de Polonia a la Argentina en 1925. Mi abuelo se llamaba Abraham y tenía un almacén en un shteitl de las afueras de Lublin. Un mañana fue a la ciudad, muy temprano, para comprar mercadería y sin quererlo terminó siendo testigo de algo que le apuró una decisión que, a solas, venía masticando. Unos hombres ataron la barba de un rabino a una soga y lo arrastraron por la calle desde un caballo, hasta matarlo. En ese mismo lugar, el abuelo tiró su lista de provisiones y volvió al shteitl a toda velocidad. En su casa, excitado, le pidió a la abuela Toba que empezara a empacar, le dijo que se iban a la Argentina. La abuela lo contradijo. Ella no quería ir a un lugar del que no había oído hablar. El abuelo le contó que el Barón Maurice Hirsh había comprado tierras en las Pampas de Sudamérica para repartir entre los judíos perseguidos de Europa y ahí calzó justo como evidencia la suerte que había corrido el rabino esa mañana. - Una señal, una señal - argumentó el abuelo, los dos eran supersticiosos. La abuela no desconocía el antisemitismo pero era a ella a quien le iba a tocar cruzar el océano cargada con todas sus hijas: la tía Juana, Dora (mi mamá), la tía Clara y además estaba embarazada de mi tía Esther.
La tierra prometida quedaba cerca de un pueblito que ahora se llama Rivera, pero en aquel entonces se lo conocía como Barón Hirsh. Quedaba al sur de la provincia de Buenos Aires, proximo al limite con la provincia de La Pampa. Un ignoto rincon en las pampas argentinas. Al llegar a ese apartado lugar se encontraron con algo bueno y algo malo. Lo bueno fue que inmediatamente les entregaron el campo y lo malo que era puro piedra y yuyo. La realidad les impuso muchos cambios. Durante el día, el abuelo - ex almacenero y la abuela aún embarazada - levantaban cascotes y por la noche quemaban las plantas. Se conformaron con la comida del lugar, aunque no fuera kusher. Esa había quedado junto con los seres queridos en el viejo continente. En el nuevo país nacieron cuatro hijos más.
Los siete hermanos crecieron en el campo, pero ninguno dejó de ir al colegio. Todas las mañanas, durante media hora un grupo de chicos recorría una legua en sulky para llegar a un rancho que hacía de escuela. Un dia le tocaba al abuelo y los siguientes a los vecinos.
Las veces que mi mamá se levantó tarde, tuvo que caminar las cincuenta cuadras que medía esa legua hasta la escuela. Ella se rió al enterarse del pool que llevaba a mi hijo más chico a la ORT - Inventos Modernos - ironizó. El método educativo consistía en pegar con una regla al alumno que se equivocaba. - Horacio era muy bueno - sostiene con firmeza mi mamá - Horacio era muy exigente - confirma con otro argumento - El hecho de que recuerde su nombre después de setenta años me mantiene al margen de discutir sobre pedagogía. Mi mamá tenía clases todo el día. La enseñanza pública se dictaba por la mañana y la del idish por la tarde. Al mediodía almorzaba lo que traía de su casa. Todo en la misma escuela
En la misma escuela los alumnos ensayaban obras de teatro. Hoy mi mamá cuenta esto recitando las primeras palabras de un poema que hace setenta años la subió a un escenario - ij vil farzeiln: er ist a voile ingl - quiero contarles que él es un buen chico. El día del estreno venían muchachos de otras colonias. Shapse era un ferviente militante del partido comunista que por presenciar una de esas obras conoció a mía tía Juana, la a mayor de los siete hermanos. Cuando un chico gustaba de una chica le mandaba a través de una tercera persona una tarjeta con la confesión. Si esa inclinación era correspondida, ella no tenía que hacer más que aceptar una pieza en el baile. El método funcionó para Shapse y mi tía Juana. El casamiento se hizo en el terreno que había entre la casa del abuelo y el tambo. El baño había quedado justo en el medio, ideal para las visitas que lo quisieran usar, así no veían el caos en que había quedado la casa con todo el asunto de los preparativos. Esa fue la primera vez que las hermanas apreciaran el baño afuera. Durante las noches de invierno, ante una inoportuna urgencia había que vestirse y llevar una lámpara de kerosén. Los vecinos, con tablones y caballetes, armaron mesas largas. Esos mismos vecinos hicieron de mozos durante toda la fiesta sirviendo la comida abastecida por el abuelo. Los vecinos eran una parte muy importante en la vida diaria, no solo ayudaban para los casamientos sino que venían de visita muy seguidos a jugar a las cartas por fósforos. Esa era la apuesta a falta de plata. Era considerado una gran ofensa recibir a alguien y no darle de comer. Las visitas se hacían sin avisar. Shapse apareció en un carruaje adornado con flores. Otros carromatos lo seguían como en procesión. Venían de la otra colonia. Cuando terminaron las celebraciones, los tíos Shapse y Juana se fueron a vivir a Villa Lynch, un suburbio de Buenos Aires, donde el tío se convertiría en un militante comunista. Aunque eso no le gustara al abuelo, era peor que su hija se quedase soltera.
Los que se quedaron en el campo tenían que trabajar duro, mi mamá también. Le tocaba ordeñar las vacas al amanecer, antes que se la llevaran en tachos para Bahía Blanca. No había maquinarias que ayudaran. Los caballos se usaban para arar. Las tierras estaban arrendadas por el Barón Hirsh.- De cada cien bolsas cosechadas el abuelo debía entregarle sesenta bolsas. De las cuarenta restantes, que eran para vivir hasta la otra cosecha, sacaba algunas para darles a los comunistas y a los sionistas. Una vez llegó al campo un inspector del Barón Hirsh para controlar el total de lo cosechado. En el momento en que el hombre estaba por pinchar una parva frente al corral, el ovejero alemán se le tiró a la pierna con furia. No solo le rompió el pantalón sino que le hizo sangrar mucho. El inspector terminó en el hospital. Por suerte no volvió más. En 1946 el gobierno decretó que aquellos que arrendaron tierras por más de veinte años pasaban a ser dueños de ella. Aunque esa medida fue hecha a medida para el abuelo, él nunca se hizo peronista. Tampoco fue comunista ni sionista. Antes de emigrar de su shteitl habia sido un observante de los preceptos mas importantes de la religion, algunos conservo en su nueva tierra, y exigio el mismo cumplimiento de sus hijos. Pero, nunca les explico por que. Ellos heredaron el mandato de preservar una tradicion, pero sin darles los conocimientos. Yo herede la ignorancia.
La tierra prometida quedaba cerca de un pueblito que ahora se llama Rivera, pero en aquel entonces se lo conocía como Barón Hirsh. Quedaba al sur de la provincia de Buenos Aires, proximo al limite con la provincia de La Pampa. Un ignoto rincon en las pampas argentinas. Al llegar a ese apartado lugar se encontraron con algo bueno y algo malo. Lo bueno fue que inmediatamente les entregaron el campo y lo malo que era puro piedra y yuyo. La realidad les impuso muchos cambios. Durante el día, el abuelo - ex almacenero y la abuela aún embarazada - levantaban cascotes y por la noche quemaban las plantas. Se conformaron con la comida del lugar, aunque no fuera kusher. Esa había quedado junto con los seres queridos en el viejo continente. En el nuevo país nacieron cuatro hijos más.
Los siete hermanos crecieron en el campo, pero ninguno dejó de ir al colegio. Todas las mañanas, durante media hora un grupo de chicos recorría una legua en sulky para llegar a un rancho que hacía de escuela. Un dia le tocaba al abuelo y los siguientes a los vecinos.
Las veces que mi mamá se levantó tarde, tuvo que caminar las cincuenta cuadras que medía esa legua hasta la escuela. Ella se rió al enterarse del pool que llevaba a mi hijo más chico a la ORT - Inventos Modernos - ironizó. El método educativo consistía en pegar con una regla al alumno que se equivocaba. - Horacio era muy bueno - sostiene con firmeza mi mamá - Horacio era muy exigente - confirma con otro argumento - El hecho de que recuerde su nombre después de setenta años me mantiene al margen de discutir sobre pedagogía. Mi mamá tenía clases todo el día. La enseñanza pública se dictaba por la mañana y la del idish por la tarde. Al mediodía almorzaba lo que traía de su casa. Todo en la misma escuela
En la misma escuela los alumnos ensayaban obras de teatro. Hoy mi mamá cuenta esto recitando las primeras palabras de un poema que hace setenta años la subió a un escenario - ij vil farzeiln: er ist a voile ingl - quiero contarles que él es un buen chico. El día del estreno venían muchachos de otras colonias. Shapse era un ferviente militante del partido comunista que por presenciar una de esas obras conoció a mía tía Juana, la a mayor de los siete hermanos. Cuando un chico gustaba de una chica le mandaba a través de una tercera persona una tarjeta con la confesión. Si esa inclinación era correspondida, ella no tenía que hacer más que aceptar una pieza en el baile. El método funcionó para Shapse y mi tía Juana. El casamiento se hizo en el terreno que había entre la casa del abuelo y el tambo. El baño había quedado justo en el medio, ideal para las visitas que lo quisieran usar, así no veían el caos en que había quedado la casa con todo el asunto de los preparativos. Esa fue la primera vez que las hermanas apreciaran el baño afuera. Durante las noches de invierno, ante una inoportuna urgencia había que vestirse y llevar una lámpara de kerosén. Los vecinos, con tablones y caballetes, armaron mesas largas. Esos mismos vecinos hicieron de mozos durante toda la fiesta sirviendo la comida abastecida por el abuelo. Los vecinos eran una parte muy importante en la vida diaria, no solo ayudaban para los casamientos sino que venían de visita muy seguidos a jugar a las cartas por fósforos. Esa era la apuesta a falta de plata. Era considerado una gran ofensa recibir a alguien y no darle de comer. Las visitas se hacían sin avisar. Shapse apareció en un carruaje adornado con flores. Otros carromatos lo seguían como en procesión. Venían de la otra colonia. Cuando terminaron las celebraciones, los tíos Shapse y Juana se fueron a vivir a Villa Lynch, un suburbio de Buenos Aires, donde el tío se convertiría en un militante comunista. Aunque eso no le gustara al abuelo, era peor que su hija se quedase soltera.
Los que se quedaron en el campo tenían que trabajar duro, mi mamá también. Le tocaba ordeñar las vacas al amanecer, antes que se la llevaran en tachos para Bahía Blanca. No había maquinarias que ayudaran. Los caballos se usaban para arar. Las tierras estaban arrendadas por el Barón Hirsh.- De cada cien bolsas cosechadas el abuelo debía entregarle sesenta bolsas. De las cuarenta restantes, que eran para vivir hasta la otra cosecha, sacaba algunas para darles a los comunistas y a los sionistas. Una vez llegó al campo un inspector del Barón Hirsh para controlar el total de lo cosechado. En el momento en que el hombre estaba por pinchar una parva frente al corral, el ovejero alemán se le tiró a la pierna con furia. No solo le rompió el pantalón sino que le hizo sangrar mucho. El inspector terminó en el hospital. Por suerte no volvió más. En 1946 el gobierno decretó que aquellos que arrendaron tierras por más de veinte años pasaban a ser dueños de ella. Aunque esa medida fue hecha a medida para el abuelo, él nunca se hizo peronista. Tampoco fue comunista ni sionista. Antes de emigrar de su shteitl habia sido un observante de los preceptos mas importantes de la religion, algunos conservo en su nueva tierra, y exigio el mismo cumplimiento de sus hijos. Pero, nunca les explico por que. Ellos heredaron el mandato de preservar una tradicion, pero sin darles los conocimientos. Yo herede la ignorancia.
Tres libros
En mi casa no había demasiada plata, menos para regalos. Por eso le daba tanta importancia a los libros que mi papá traía para mis cumpleaños. Él imaginaba que la lectura me apartaría de su destino de sastre. Cuando cumplí diez años recibí un libro de tapas duras. Era de la Colección Iridium que editaba Kapeluz. Quedé atrapado desde el primer capitulo, donde un caballero inglés apostó su fortuna a que podía dar la vuelta al mundo en 80 días. Me parecía una locura que alguien arriesgara todo lo que tenía, pero me gustaba el desafío. Junto al aristócrata y a su mayordomo conocí ciudades que nunca había escuchado nombrar. Avancé por las páginas alentando a los protagonistas para que llegaran a tiempo. En la India, aunque les rogué que no lo hicieran, perdieron horas preciosas para salvar a una chica. Los tres llegaron a Londres pensando que habían fracasado. Pero no era así. Habían ganado un día al viajar en sentido contrario a la rotación de la tierra. Recuerdo que compartí la felicidad de mis héroes cuando alcanzamos la meta, justo a tiempo y me quedé pensando que en la escuela no hubieran podido explicar mejor las diferencias horarias que Julio Verne.
Cuando alcancé a la adolescencia, el país estaba tan convulsionado como yo. El ideal de justicia llegó a mis manos en los libros que me dieron amigos de la universidad. Estas obras desafiaban a reflexionar, pero ninguno tanto como La Madre. Un compañero me regaló esta novela de Máximo Gorki. Recuerdo la austeridad de su tapa color verde musgo sin ilustraciones ni más palabras que el título y el nombre del autor. En las primeras páginas no encontré más que la desolación de la fábrica, del barrio que la rodeaba y del luto de la madre. Yo miraba a través de los ojos de ella a ese hijo, que leía, él leía libros sobre un nuevo orden, uno mas justo. La madre no sabía leer. El hijo había heredado el puesto de obrero, pero su conducta era opuesta a la de su padre, no era alcohólico ni golpeaba a su madre. Me impactó que esa mujer se asustara por el buen comportamiento de su hijo y por las reuniones que se empezaron a celebrar en su casa. Ella no entendía de qué hablaban, pero intuía un peligro. Me emocionó la razón por la que empezó a comprenderlo todo: el amor a su hijo. Cuando él cayó preso, la madre tomó su puesto de lucha. Me encantó descubrir que se puede tomar conciencia dejando de lado la racionalidad. Esta novela influyó en mi ideologia más que todos los ensayos que leí.
Un gobierno de los tantos surgidos por golpes militares prohibió hasta el pensamiento, adelantando el fin de mi adolescencia. Por aquellos tiempos comenzó a desaparecer la ilusión de un nuevo orden social. Era el final de una epoca, era triste. Algunos se defendían del abatimiento tratando de rescatar su pasado. Un compañero de trabajo iba y venía con "El Esclavo" de Isaac Bashevis Singer. Al notar que yo observaba su libro, me dijo: -Algunos tenemos a adonde volver - Cuando terminó de leerlo, me lo regaló. Reconocí en las primeras páginas una voz que me era familiar: la de mi tío Jemie. De chico, cuando yo todavía no conocía todo el abecedario, mi tío Jemie leía en voz alta los episodios de Singer que publicaba Die Presse. "El Esclavo" cuenta la historia de un hombre y una mujer unidos por el amor y separados por la religión. En la Polonia de aquella época estas transgresiones se pagaban con la vida, pero en este relato como en el resto de la obra de Singer, el amor supera a la muerte.
Cuando alcancé a la adolescencia, el país estaba tan convulsionado como yo. El ideal de justicia llegó a mis manos en los libros que me dieron amigos de la universidad. Estas obras desafiaban a reflexionar, pero ninguno tanto como La Madre. Un compañero me regaló esta novela de Máximo Gorki. Recuerdo la austeridad de su tapa color verde musgo sin ilustraciones ni más palabras que el título y el nombre del autor. En las primeras páginas no encontré más que la desolación de la fábrica, del barrio que la rodeaba y del luto de la madre. Yo miraba a través de los ojos de ella a ese hijo, que leía, él leía libros sobre un nuevo orden, uno mas justo. La madre no sabía leer. El hijo había heredado el puesto de obrero, pero su conducta era opuesta a la de su padre, no era alcohólico ni golpeaba a su madre. Me impactó que esa mujer se asustara por el buen comportamiento de su hijo y por las reuniones que se empezaron a celebrar en su casa. Ella no entendía de qué hablaban, pero intuía un peligro. Me emocionó la razón por la que empezó a comprenderlo todo: el amor a su hijo. Cuando él cayó preso, la madre tomó su puesto de lucha. Me encantó descubrir que se puede tomar conciencia dejando de lado la racionalidad. Esta novela influyó en mi ideologia más que todos los ensayos que leí.
Un gobierno de los tantos surgidos por golpes militares prohibió hasta el pensamiento, adelantando el fin de mi adolescencia. Por aquellos tiempos comenzó a desaparecer la ilusión de un nuevo orden social. Era el final de una epoca, era triste. Algunos se defendían del abatimiento tratando de rescatar su pasado. Un compañero de trabajo iba y venía con "El Esclavo" de Isaac Bashevis Singer. Al notar que yo observaba su libro, me dijo: -Algunos tenemos a adonde volver - Cuando terminó de leerlo, me lo regaló. Reconocí en las primeras páginas una voz que me era familiar: la de mi tío Jemie. De chico, cuando yo todavía no conocía todo el abecedario, mi tío Jemie leía en voz alta los episodios de Singer que publicaba Die Presse. "El Esclavo" cuenta la historia de un hombre y una mujer unidos por el amor y separados por la religión. En la Polonia de aquella época estas transgresiones se pagaban con la vida, pero en este relato como en el resto de la obra de Singer, el amor supera a la muerte.
Suecos
Únicamente la avenida costanera separa el Océano Atlántico del hotel en cuya recepción trabajo desde hace unos meses. Sobre la entrada del edificio hay un bar que tiene las mesas en la calle. Como tantas otras tardes estacionaron dos buses frente al edificio, eran el transporte de los suecos. El Hotel trabajaba con la agencia más grande de Estocolmo, por eso era conocido en la zona como el Hotel de los Suecos. Esa mañana había partido un contingente, algunos tostados pero la mayoría rojos como camarones. El mismo colectivo que los había llevado al aeropuerto, trajo otro grupo de cabelleras rubias y piel completamente blanca. Aunque las valijas empezaron a juntarse al pie del enorme vidrio que separa la recepción del bar, no me impidieron ver como una mujer alta, rubia y de ojos celestes se sentaba a una de las mesas. Sin que las suecas lo supieran, a veces con mis compañeros las hacíamos competir por el primer premio de belleza según nuestro criterio. Sin lugar a dudas, ésta era la ganadora del día. Los rasgos angulosos mostraban vestigios de sus ancestros vikingos. No bien se sentó, se puso a mirar hacia todos los costados hasta que una hermosa sonrisa irrumpió en su rostro y comenzó a agitar sus manos. El hombre que se le estaba aproximando era rubio y con ojos celeste, como los de ella. Llevaba un llamativo bolso de mano amarillo azul con unas cintas amarillas, como la bandera de Suecia. Parecía mayor que la chica, pero no mucho, debería tener treinta años. Al sentarse en la mesa llamó al mozo. Pidió dos bebidas que vinieron en seguida con un paragüitas de colores sobre la copa, distintivo de las margaritas. El calor de julio de aquella tarde era una razón para inferir que los suecos toman alcohol a toda hora, más por costumbre que para combatir el frío. Después del primer sorbo, ella abrió un bolsillo de la valija de mano amarilla y azul y sacó un paquete de Marlboro. Lo encendió para luego apoyarlo suavemente sobre los labios se su acompañante, quien supuse, sería el novio. Desde la adolescencia me sentí atraído por las suecas que veía en las películas de Bergman. Esta chica ni interrumpía su sonrisa para beber la margarita de su copa. La forma sugestiva en que me miraba a su novio era una pista, serían sus primeras vacacaciones de una relación que llevaba poco tiempo, tan poco que no había acumulado reproches. Cuando la sueca se puso de pie y se acerco a él, que estaba haciendo lo mismo, y le dio un beso apasionado beso en la boca, se confirmaron mis suposiciones. Ellos habrían estado esperando que se registraran todos los pasajeros para llenar los formularios sin apuro, con la misma calma con que habían disfrutado sus margaritas en el bar. Ya frente a mí, el hombre me dijo en perfecto inglés que quería alquilar una habitación. En ese momento, la mujer le habló para decirle que preferiría una con vista al mar y él le dijo que me preguntaría a mí. Ella no sabía que yo hablaba castellano. Nadie se había imaginado que los tres éramos porteños. Estos suecos !
sábado, septiembre 10, 2005
El Tigre
Teresa disfrutaba del aroma de los almácigos mientras los regaba. De pronto el ruido corto y ahogado de una sirena anunció la lancha colectiva. Apoyó la regadera sobre la tierra y se enderezó. Mientras alzaba la mano para saludar se dio cuenta que la embarcación se estaba acercando a la amarra. “Qué raro”. Pensó: “Es un poco temprano para que llegue Roberto. ¿Quién otro podrá ser?” Bajó la mano que había quedado saludando en el aire a la altura de las cejas, a modo de visera. Pudo cubrir los rayos del sol, pero no sus reflejos en el agua de esa tarde estival. La lancha dejó de bambolearse para seguir su recorrido entre los sauces dejando una ola y un hombre de gran diámetro y baja estatura. Llevaba traje negro y paraguas negro. La tarde estaba repleta de olores de frutos maduros pero carecía de nubes que apagaran los destellos del sol. Teresa encogió el entrecejo para reconocer al recién llegado. Fue inútil, había dejado los anteojos dentro de la casa. Era coqueta. Sólo alcanzó a ver una silueta que subía los escalones del muelle. Los gorriones revelaron su existencia al escapar de las copas de los árboles, piando ante la inesperada presencia.
Esa silueta se acercaba lentamente con una mano apoyada en el tronco que hacía de baranda y la otra en el mango del paraguas que oficiaba de bastón. El hombre llegó al jardín abultando el abdomen y ensanchando la nariz en busca de aire. También se le dilataron las pupilas cuando quedó frente a Teresa.
Teresa reconoció el pelo azabache casi sin canas, con dos grandes entradas que le ensanchaban la frente y la mirada inteligente. “Pero él jamás se vestiría así” reflexionó para aplacar el nerviosismo que le produjo tanta semejanza. El visitante era idéntico a su primer marido, que llevaba diez años muerto.
- No te asustes que no te voy a hacer nada - expresó el hombre de negro, la voz gutural fue reconocida al instante por Teresa, pero mientras retrocedía, ella expresó:
- Menos mal que esto es un sueño del que voy a despertar - Teresa evadió la mano y sin mirar dio otro paso hacia atrás y tropezó con el tronco de un árbol. El hombre apuró su paso desigual y logró sostenerla. Con una mano detrás de la espalda de Teresa y la cara radiante le expresó:
- Casi te golpeás contra el pino que planté hace veinte años - dijo él bajando la severidad de su voz. Ella se tapó la boca y una de las mejillas con la mano mientras lo miraba fijo “¿Quién otro podría conocer este detalle?” se preguntó “Únicamente Carlos, mi primer marido” se contestó sola. Sus pensamientos se enmarañaron como las hiedras del jardín. “Aunque esto sea solo un sueño o apenas una alucinación, este hombre es Carlos”. Él dibujó con sus rasgos la sonrisa campechana de la época en que se habían conocido. Ensanchaba la boca, achicaba los ojos y se le marcaban las arrugas en las mejillas. Expresaba felicidad al verla. Teresa se sacó el delantal gris por arriba de la cabeza, lo enrolló y lo puso sobre una maceta con malvones. Luego, se acomodó la camisa blanca.
- Eras linda y sos linda - exclamó Carlos mientras confirmaba sus palabras sacudiendo la cabeza.
- Estoy vieja - dijo ella acomodando un mechón de cabellos canosos detrás de la oreja.
- Ninguna mujer sigue siendo la misma después de treinta años, salvo para el hombre que la quiere - Carlos revivió viejas galanterías de los primeros tiempos que también parecían muertas.
Ella sintió un impulso para acercarse y brindarle sus manos, pero la sirena de un barco la frenó. Elevó la mirada por encima de Carlos hacia la lancha que se aproximaba. “Roberto puede llegar de un momento a otro” pensó, pero dijo secamente:
- ¿Qué hacés acá?
- Vengo a llevarme a uno que me sigue los pasos. -El blanco rostro de Teresa empalideció. Sus párpados se desplomaron.
- Carlos entonces aclaró:
- No, no es a Roberto a quien vengo a buscar sino a uno que le está por pasar lo mismo que a mí, se va a quedar dormido manejando.
- Levantó el paraguas y lo hizo girar como un volante hasta que su boca lanzó un crash redondeando los labios y agregó, como si hubiera leído los pensamientos de ella: - No te preocupes Teresa, dejá de mirar las lanchas. El accidente va a retrasar a Roberto. No nos va a sorprender en nuestro jardín.
- No es más “nuestro” jardín, ahora es de Roberto y mío. Vos me abandonaste y eso fue antes del accidente
- Teresa se acercó a Carlos levantando las manos crispadas.
- No crucé tiempo y espacio para oír la misma tontería de siempre. - afirmó Carlos indignado, con la seguridad de los que están de vuelta, y apoyó las manos sobre el mango del paraguas a la manera de un Fred Astaire un poco más bajo y mucho más gordo.
- ¿Así que meterte con mi amiga no fue más que una tontería? - El filoso índice de Teresa cortaba el aire al ritmo de cada palabra masticada durante diez años.
- ¿Vos no te casaste enseguida con mi amigo Roberto? - increpó Carlos? Pero no pasó nada mientras estabas vos -
- Faltó coraje, no ganas - Carlos remató sus malabares con el paraguas con la risa desvergonzada de quien al perder todo no teme a nada.
- ¿Hay que felicitarlos por valientes, a vos y a ésa? - satirizó Teresa, y no bien terminó de formular la pregunta arrimó su nariz a un jazmín para aspirar su perfume como si nada pasara.
- Tu amiga, la que ahora llamás “ésa” se juntó con el marido que la siguió en seguida. Estoy esperando que vengas. - Carlos inclinó la cabeza a un costado para rechazar la cruz que Teresa había formando juntando los índices de ambas manos.
- Ojalá sea dentro de cien años - aclaró. – Cuando llegues vas a tener que elegir otra vez entre Roberto y yo.
- De donde sea que venís, traés la misma arrogancia de siempre - Teresa lanzó el reproche mientras se agachaba para alzar el delantal que había enrollado y acomodado sobre una maceta. Se lo puso y buscó la regadera.
- Sí. Traigo todo lo de siempre. El infierno va con uno, al cielo también- pontificó Carlos, para continuar con un tono más suave - Todo eso no importa. Al venir quebranté las reglas - Carlos señaló hacia arriba con la punta de madera del paraguas - Por favor, creeme - la voz de Carlos se suavizó como la mano que apoyó sobre el hombro de Teresa.
- Te creo, fuiste mejor padre que marido y no es un reproche - los ojos se le humedecían mientras miraba a Carlos con las pupilas dilatadas y la ternura expandiéndose en el jardín.
- ¿Algo sin reproche? Esto vale la eternidad - Carlos alzó la muñeca, miró su reloj y después de asentir con la cabeza, dijo: - Bajemos al muelle, vas a tener que esperar a que pase la lancha - propuso Teresa mientras miraba sin ver, río arriba.
Carlos le ofreció caminar del brazo y ella aceptó. Lo ayudó a bajar los escalones prescindiendo de la baranda y del bastón. Después de recorrer el largo muelle con olor a madera húmeda, llegaron al borde del agua. Allí, Carlos lanzó una carcajada y el paraguas al agua, que se abrió y quedó flotando como si fuera un casco con el palo como mástil. Parecía una gran cáscara de nuez negra, en la que apoyó una pierna y después con menos destreza la otra, la que le había quedado renga en su fatal accidente.
- Teresa, mirando boquiabierta como la empuñadura del paraguas se había convertido en timón, gritó:
- Te van ver los vecinos.
- ¿Quiénes? - Carlos, alejándose, adelantó la oreja con la mano - ¿Los que nunca me quisieron por arrogante? - indagó con su voz vuelta áspera nuevamente.
- Sí, los mismos - contestó ella gritando, mientras corría sobre las maderas resbaladizas siguiendo el recorrido del paraguas.
- Ah, entonces no te preocupes, a nosotros nos ven únicamente las personas que nos quieren para siempre. - A la guiñada de ojo, ella respondió llevando un dedo hasta sus labios y lanzando el beso al agua. Teresa suspiró.
Esa silueta se acercaba lentamente con una mano apoyada en el tronco que hacía de baranda y la otra en el mango del paraguas que oficiaba de bastón. El hombre llegó al jardín abultando el abdomen y ensanchando la nariz en busca de aire. También se le dilataron las pupilas cuando quedó frente a Teresa.
Teresa reconoció el pelo azabache casi sin canas, con dos grandes entradas que le ensanchaban la frente y la mirada inteligente. “Pero él jamás se vestiría así” reflexionó para aplacar el nerviosismo que le produjo tanta semejanza. El visitante era idéntico a su primer marido, que llevaba diez años muerto.
- No te asustes que no te voy a hacer nada - expresó el hombre de negro, la voz gutural fue reconocida al instante por Teresa, pero mientras retrocedía, ella expresó:
- Menos mal que esto es un sueño del que voy a despertar - Teresa evadió la mano y sin mirar dio otro paso hacia atrás y tropezó con el tronco de un árbol. El hombre apuró su paso desigual y logró sostenerla. Con una mano detrás de la espalda de Teresa y la cara radiante le expresó:
- Casi te golpeás contra el pino que planté hace veinte años - dijo él bajando la severidad de su voz. Ella se tapó la boca y una de las mejillas con la mano mientras lo miraba fijo “¿Quién otro podría conocer este detalle?” se preguntó “Únicamente Carlos, mi primer marido” se contestó sola. Sus pensamientos se enmarañaron como las hiedras del jardín. “Aunque esto sea solo un sueño o apenas una alucinación, este hombre es Carlos”. Él dibujó con sus rasgos la sonrisa campechana de la época en que se habían conocido. Ensanchaba la boca, achicaba los ojos y se le marcaban las arrugas en las mejillas. Expresaba felicidad al verla. Teresa se sacó el delantal gris por arriba de la cabeza, lo enrolló y lo puso sobre una maceta con malvones. Luego, se acomodó la camisa blanca.
- Eras linda y sos linda - exclamó Carlos mientras confirmaba sus palabras sacudiendo la cabeza.
- Estoy vieja - dijo ella acomodando un mechón de cabellos canosos detrás de la oreja.
- Ninguna mujer sigue siendo la misma después de treinta años, salvo para el hombre que la quiere - Carlos revivió viejas galanterías de los primeros tiempos que también parecían muertas.
Ella sintió un impulso para acercarse y brindarle sus manos, pero la sirena de un barco la frenó. Elevó la mirada por encima de Carlos hacia la lancha que se aproximaba. “Roberto puede llegar de un momento a otro” pensó, pero dijo secamente:
- ¿Qué hacés acá?
- Vengo a llevarme a uno que me sigue los pasos. -El blanco rostro de Teresa empalideció. Sus párpados se desplomaron.
- Carlos entonces aclaró:
- No, no es a Roberto a quien vengo a buscar sino a uno que le está por pasar lo mismo que a mí, se va a quedar dormido manejando.
- Levantó el paraguas y lo hizo girar como un volante hasta que su boca lanzó un crash redondeando los labios y agregó, como si hubiera leído los pensamientos de ella: - No te preocupes Teresa, dejá de mirar las lanchas. El accidente va a retrasar a Roberto. No nos va a sorprender en nuestro jardín.
- No es más “nuestro” jardín, ahora es de Roberto y mío. Vos me abandonaste y eso fue antes del accidente
- Teresa se acercó a Carlos levantando las manos crispadas.
- No crucé tiempo y espacio para oír la misma tontería de siempre. - afirmó Carlos indignado, con la seguridad de los que están de vuelta, y apoyó las manos sobre el mango del paraguas a la manera de un Fred Astaire un poco más bajo y mucho más gordo.
- ¿Así que meterte con mi amiga no fue más que una tontería? - El filoso índice de Teresa cortaba el aire al ritmo de cada palabra masticada durante diez años.
- ¿Vos no te casaste enseguida con mi amigo Roberto? - increpó Carlos? Pero no pasó nada mientras estabas vos -
- Faltó coraje, no ganas - Carlos remató sus malabares con el paraguas con la risa desvergonzada de quien al perder todo no teme a nada.
- ¿Hay que felicitarlos por valientes, a vos y a ésa? - satirizó Teresa, y no bien terminó de formular la pregunta arrimó su nariz a un jazmín para aspirar su perfume como si nada pasara.
- Tu amiga, la que ahora llamás “ésa” se juntó con el marido que la siguió en seguida. Estoy esperando que vengas. - Carlos inclinó la cabeza a un costado para rechazar la cruz que Teresa había formando juntando los índices de ambas manos.
- Ojalá sea dentro de cien años - aclaró. – Cuando llegues vas a tener que elegir otra vez entre Roberto y yo.
- De donde sea que venís, traés la misma arrogancia de siempre - Teresa lanzó el reproche mientras se agachaba para alzar el delantal que había enrollado y acomodado sobre una maceta. Se lo puso y buscó la regadera.
- Sí. Traigo todo lo de siempre. El infierno va con uno, al cielo también- pontificó Carlos, para continuar con un tono más suave - Todo eso no importa. Al venir quebranté las reglas - Carlos señaló hacia arriba con la punta de madera del paraguas - Por favor, creeme - la voz de Carlos se suavizó como la mano que apoyó sobre el hombro de Teresa.
- Te creo, fuiste mejor padre que marido y no es un reproche - los ojos se le humedecían mientras miraba a Carlos con las pupilas dilatadas y la ternura expandiéndose en el jardín.
- ¿Algo sin reproche? Esto vale la eternidad - Carlos alzó la muñeca, miró su reloj y después de asentir con la cabeza, dijo: - Bajemos al muelle, vas a tener que esperar a que pase la lancha - propuso Teresa mientras miraba sin ver, río arriba.
Carlos le ofreció caminar del brazo y ella aceptó. Lo ayudó a bajar los escalones prescindiendo de la baranda y del bastón. Después de recorrer el largo muelle con olor a madera húmeda, llegaron al borde del agua. Allí, Carlos lanzó una carcajada y el paraguas al agua, que se abrió y quedó flotando como si fuera un casco con el palo como mástil. Parecía una gran cáscara de nuez negra, en la que apoyó una pierna y después con menos destreza la otra, la que le había quedado renga en su fatal accidente.
- Teresa, mirando boquiabierta como la empuñadura del paraguas se había convertido en timón, gritó:
- Te van ver los vecinos.
- ¿Quiénes? - Carlos, alejándose, adelantó la oreja con la mano - ¿Los que nunca me quisieron por arrogante? - indagó con su voz vuelta áspera nuevamente.
- Sí, los mismos - contestó ella gritando, mientras corría sobre las maderas resbaladizas siguiendo el recorrido del paraguas.
- Ah, entonces no te preocupes, a nosotros nos ven únicamente las personas que nos quieren para siempre. - A la guiñada de ojo, ella respondió llevando un dedo hasta sus labios y lanzando el beso al agua. Teresa suspiró.
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