domingo, agosto 05, 2012
La Paternal
No olvidaré jamás el día en que los nuevos vecinos se mudaron a la casa de enfrente. Los vi por primera vez cuando estaban terminando la mudanza. Eran un chico de mi edad, una nena un poco más grande, la madre y la abuela. Todos eran rubios, salvo la abuela, que tenía el cabello blanco. Pero ella tenía ojos celestes, los mismos que heredaron su hija y sus nietos.
Al día siguiente, mientras estaba sentado en el cordón de la vereda, vi al chico nuevo en el barrio salir de su casa. Levanté un brazo y agité la mano invitándolo a que se sentara a mi lado. Él no se atrevió a venir.
—No me dejan cruzar la calle —se lamentó. Como yo tampoco gozaba de ese permiso nos quedamos uno de cada lado—. Me llamo Alfonso.
Cada tanto el empedrado temblaba al paso de un camión cisterna cargado con vino. El barrio La Paternal era muy tranquilo y por nuestra calle, Maturín, circulaban muy pocos autos, pero transitaban camiones de la fraccionadora de vinos Talacasto, ubicada a una cuadra
Pasaron varios días en los que nos saludábamos, cada uno sentado en su zaguán. Pero una tarde, Alfonso miró hacia ambos lados de la calle, tomó coraje y la cruzó corriendo. Se sentó a mi lado y como si todavía le durara el impulso de la corrida largó su nombre completo:
—Alfonso Sánchez Gagneten. —Y agregó casi sin hacer siquiera una pausa—: Nací en Santa Fe
A partir de ese día nos hicimos amigos inseparables, pero solamente de lunes a viernes porque los fines de semana él no estaba en la casa. El padre venía todos los sábados al mediodía en un taxi, que hacía parar en la esquina. La madre, después de despedirse dándole un beso a su hijo y otro a su hija, espiaba, detrás de la puerta entornada, como se llevaban a sus criaturas. Yo miraba desde mi ventana lo que para mí era algo nuevo: como compartían a sus hijos los padres que no vivían juntos. Ya sabía que algunos matrimonios se separaban, pero hasta ese entonces no había conocido a ningún chico cuyos padre no vivieron en la misma casa.
Cada lunes, Alfonso le contaba a la madre lo que habían hecho durante el fin de semana y ella siempre respondía con un frío silencio. Cada tanto, asentía con la cabeza y como profusa respuesta emitía un par de monosílabos. Era como si hubiera hecho un pacto de silencio consigo misma respecto de todo lo que tuviera que ver con su ex marido, por lo menos frente a los hijos. Esta autocensura hacía sufrir a Alfonso, pero a veces la interpretaba, caprichosamente, como que la madre todavía quería al padre y le hacía abrigar la esperanza de que los cuatro volvieran a vivir juntos, sin la entrometida abuela. Mientras tanto, cada noche antes de ir a dormir, rezaba para que a la hipocondríaca anciana, que con frecuencia intranquilizaba a la familia con el ritmo del corazón, se le cumplieran los malos vaticinios respecto de su propia salud. Ella tenía un carácter demasiado fuerte. Le gustaba mandar a todos, pero el yerno no estaba acostumbrado a acatar órdenes de nadie, mucho menos de su suegra. Él decía que ya había transigido demasiado dejando que la vieja eligiera como se iban a llamar sus hijos. Alfonso, y Asunción.
Casi nadie en el barrio sabía que se llamaba Asunción porque todos le decían Chony. Tenía dos años más que su hermano, era un poco regordeta de cara y siempre llevaba su largo cabello dorado con dos trenzas. Iba a un colegio católico de doble escolaridad por eso era raro no verla en su uniforme de saco azul y pollera tableada, del mismo color, que le cubría las piernas hasta la altura de las rodillas, lo suficiente como para dejar ver que era un poquito chueca.
El padre de los chicos nunca se bajaba del taxi, pero una vez lo hizo y me di cuenta de que rengueaba. Respondiendo a mi curiosidad, Alfonso me puso al corriente de las proezas de su padre durante la Guerra Civil Española.
—Tuvo suerte de salir de allá con vida. —El orgullo con el que contaba ser hijo de un héroe le encendió los ojos celestes—. Franco lo mataría si decidiera volver a España —agregó, y me explicó que una guerra civil es una pelea dentro de un mismo país, entre hermanos. Fue la primera vez que oí hablar sobre ese tipo de enfrentamiento. Me costaba entender cómo sería una pelea así. Me preguntaba cómo harían con los uniformes; cómo se distinguirían unos de otros. Cuando Alfonso se enojaba con alguien le decía “fascista”. Era como su padre llamaba a Franco y a todas las personas que no quería, incluyendo a su ex suegra.
En mi casa se hablaba solamente de la Segunda Guerra Mundial donde habían matado a una parte de la familia de mis padres. Cada vez que visitábamos a mi tía, ella me mostraba el mismo libro. Tenía tapas duras y el título estaba en inglés: Wewillnotforget (“No olvidaremos”). Cada página era una lámina con una fotografía de gran tamaño en blanco y negro. Una de ellas mostraba a unos mellizos de más o menos mi edad, que estaban desnudos. Mi tía apoyaba el dedo índice sobre la imagen de esos chicos y mordiendo los dientes pronunciaba un nombre, una y otra vez, como para que yo no lo olvidara: “Doctor Mengele”. Mengele era un médico que experimentaba con chicos en Auschwitz. Después descargaba algún improperio en polaco, en idish o en un mal castellano según la ocasión.
Cuando mi padre tachaba a alguien como muy malo decía que era un doctor Mengele o un Hitler. Cuando alguien hacía una maniobra o lo encerraba con el auto, le gritaba: “¡nazi!”. También se le había metido en la cabeza la idea de que todas las personas rubias y con ojos celestes podían ser alemanes; aunque le dije que eran de origen español nunca se alegró de mis visitas a la casa de enfrente. Ni Alfonso ni Chony intentaron jamás entrar a la mía. Habrá sido por pura intuición de ellos porque yo no le contaba a nadie sobre las ideas persecutorias de mi familia, que me avergonzaban. Paradójicamente, durante esos años, el doctor Mengele estuvo viviendo de lo más tranquilo en la Argentina sin que mis padres se enteraran, y muy cerca, en Vicente López.
Pasó el tiempo y empezamos la primaria. A mí me mandaron, por la mañana, a una escuela del Estado sobre la calle Casofoust, mixta, pero con muchas mas chicas que chicos, y por la tarde a la escuela “Tel Aviv” en la calle Seguí. Alfonso fue al Colegio Claret, a tras cuadras, en la avenida San Martin y Donato Álvarez, el mismo adonde ya iba Chony.
Una vez me invitó a la parroquia del colegio. Al entrar se santiguó y arqueó la rodilla derecha hasta el suelo con el torso erguido mientras miraba al altar. Yo había quedado detrás de mi amigo, rígido como una tabla, sin saber qué hacer. Aunque él se dio vuelta y me guiñó un ojo, un gesto que habitualmente empleaba conmigo para indicarme que todo estaba bajo control.
—Vos no tenés que hacer nada —susurró para tranquilizarme. Pero mi incomodidad persistía.
Los miembros de la congregación se paraban y se volvían a sentar, todos al mismo tiempo, según la parte del rezo. Cuando me puse de pie siguiendo al resto, Alfonso me dijo bajito al oído:
—Podés quedarte sentado, nadie va a decir nada.
— No te preocupes, es igual que la sinagoga donde estuve una vez, ahí también se paraban y se sentaban a cada rato —le susurré sin ahondar en lo que recién había captado toda mi atención: las estatuas que rodeaban el atrio representando a distintos santos. En mi casa cuestionaban a todos los dogmas y sus seguidores pero más a quienes, según mi padre, les rezaban a las estatuas. Cuando terminó aquella infinita misa, Alfonso y yo nos juntamos con Chony en la salida. Ahí, al fin, pude respirar aire fresco y relajarme.
—A ver cuando me invitan otra vez —les pedí a los dos hermanos, sin mentirles. Mi curiosidad estaba por encima de cualquier tensión.
Yo no sabía seguir ninguna clase de ritual. Mis padres no eran religiosos, más bien todo lo contrario. Bajaban las persianas y apagaban la luz para mirar hacia afuera sin ser vistos. Criticaban con saña a los personajes de un entorno, para ellos, hostil y juzgaban con el mismo rigor a unos muchachos con caftán negro y rulos cayéndole de las orejas. Cuando ellos pasaban cargando un tarro de tambo se preguntaban irónicamente por qué los religiosos tomaban una leche distinta, por qué comían cosas diferentes y por qué tenían hijos por docena. Por un lado, me gustaba ver a mis padres haciendo una pausa en sus permanentes discusiones. Pero por otro lado, me impresionaban las burlas a los ortodoxos de la otra cuadra que también hablaban idish y habían venido de Varsovia como ellos. Esas divisiones internas venían de Polonia, donde los nazis no hicieron distinciones entre quienes eran observantes y quienes no lo eran. A veces siento que el mundo siempre ha estado sumergido en una gran confusión y que el de mi infancia me exigió aprender a navegar en un mar revuelto de contradicciones. Tal vez por eso, durante el resto de mi vida cada vez que me exigían coherencia tuve que disimular la risa.
Nuestros vecinos de enfrente trajeron sus propias divisiones de España. La abuela había iniciado las beligerancias al hacer bautizar a su nieta con el nombre de Asunción, que indica el ascenso de la Virgen María al cielo y la siguió con Alfonso, que fuera el último rey de España antes de la Guerra Civil. Los católicos y los republicanos españoles llevaron su pelea del otro lado del Atlántico y terminaron en divorcio, mejor dicho en separación, porque en esa época no había divorcio. Los adultos creen que el pasto del vecino es más verde, y los chicos también. Yo pensaba que hermanos de enfrente tenían más suerte que yo al no tener que batallar con las contradicciones todos los días. A ellos les pintaban un mundo durante los días de semana y otro los sábados y domingos. Tampoco se sentían bien con eso, más allá de lo que yo imaginaba. Por eso Alfonso, Chony y yo creíamos más fervientemente que los otros chicos del barrio en las fantasías inventadas por nosotros mismos.
En el fondo de la casa de ellos había un gran terreno donde armamos una casilla. Allí establecimos una sociedad secreta compuesta por Alfonso, Chony y yo. Como nombre le pusimos la primera sílaba de mi apellido, FAR, seguida por como sonaba el comienzo del apellido de los Gagneten: GAN. Resultó FARGAN. Y FARGAN se dedicaría a la química, ciencia con la que, asegurábamos, nos íbamos a consagrar cuando fuéramos grandes. Juntábamos píldoras, grageas y comprimidos de todos los remedios que podíamos hacer desaparecer de los botiquines de nuestras casas. Los hacíamos polvo, los mezclábamos y experimentábamos. La abuela, que en cada enojo tomaba medicinas para el corazón, se transformó sin saberlo en la primera donante de nuestro emprendimiento.
Como buen laboratorio abocado a la investigación que éramos, le dimos de probar nuestros desarrollos a un gato de la calle. Así fue como terminamos organizando el entierro del animal que había muerto por sobredosis de nuestro invento: Quietito-quietito.
Por la noche, Alfonso llevó el cadáver a la estación La Paternal. Muy cerca de las vías del tren hicimos un hoyo en la tierra donde sepultamos los restos del felino. Chone marcó el lugar con una cruz de madera que le había robado a la abuela, como había hecho antes con las pastillas que llevaron a la víctima hasta ahí.
Después de aquel accidente Alfonso en lugar de acobardarse, se envalentonó tanto que amenazaba con aquel invento a quienes lo molestaran. Así fue como el Quietito-quietito echó por tierra el carácter secreto que nuestra sociedad. Aunque no era lo que yo esperaba, la reacción de algunos chicos del barrio fue tratar de ingresar a FARGAN. Establecimos tantos obstáculos para ser admitido que nos resultó fácil dejar afuera a todos los aspirantes.
Un día Alfonso me propuso que nos uniéramos a una pandilla que se llamaba como el terreno donde se reunía: La Carbonilla. Ese lugar era el que rodeaba las vías del Ferrocarril General San Martín en la estación La Paternal. Para entrar a ese grupo había que saltar un ancho canal que lindaba con los galpones de la estación. Quien no lo lograra debía arrodillarse frente a la bragueta del elegido por el grupo y abrir la boca para recibir lo que apareciera.
Alfonso saltó el canal y falló. Entre dos forzudos lo levantaron dejando ver como los zapatos y los pantalones chorreaban un barro pestilente. Lo arrodillaron frente a un grandote que se estaba aflojando el cinturón. Mi amigo dio vuelta la cabeza para buscarme. Cuando nuestras miradas se encontraron me guiñó un ojo. En el momento en que el cierre de la bragueta ya se había bajado, mi socio escupió sobra la maraña negra que asomaba, se levantó y se largó a correr. Yo escapé detrás hacia la calle. No sé si fue por la adrenalina o por el miedo que se la producía, pero Alfonso tomó carrera y saltó por encima del canal. Todos los muchachones lo aplaudieron, menos el que había quedado con la boca y la bragueta abiertas. Mi amigo fue aceptado en el grupo.
Pasaron los años. Chone estaba en la secundaria cuando se le afinó la cara y la figura. Había dejado las trenzas por la vincha blanca, parte del uniforme del colegio. Su cabellera lacia y rubia le llegaba hasta la cintura. Seguía con los hoyitos en las mejillas y las piernas un poco chuecas. Hasta eso empecé a ver con buenos ojos. Como Alfonso pasaba mucho tiempo en La Carbonilla, FARGAN estaba inactiva. Yo buscaba cualquier excusa para estar con ella. Mis visitas a la casa de enfrente siguieron siendo frecuentes. Una impulso más fuerte que yo me llevaba a hacer cosas inauditas en mí hasta ese entonces como dedicar tiempo a elegir la ropa que me iba a poner antes de cruzar la calle o como volver a peinarme antes de tocar el timbre. Le pedía prestado los libros de Julio Verne que a ella le encantaban y los leía con placer pensando en comentárselos. Enfrascado en esas lecturas rechacé muchas veces las invitaciones del hermano para volver con los experimentos o ir a La Carbonilla.
El regreso de lo de Chone me dejaba un sabor agridulce. Por un lado me daba mucho placer haber estado en su casa, escucharla y verla sonreír, pero por el otro me inquietaba seguir pendiente de ella después de cada encuentro. Contaba las horas que faltaban para volver a encontrarla. Esta era una sensación nueva en mi vida y pensaba que nunca más experimentaría esa ansiedad. Estaba convencido que esa agitación era tan única e irrepetible como la chica que la provocaba. Me equivoqué. Volvió a sucederme una vez más, y ya no tenía la excusa de ser chico.
Chony hizo que mi interés por la química fuera desplazándose por el de la lectura. Admiraba como contaba una historia que yo ya había leído. Admiraba cómo se hacía querer por todos. Su casa, al revés que la mía, recibía visitas todos los días. Casi todos los que llegaban eran compañeras del Claret donde era la chica más popular del Colegio. Venían todas con el mismo uniforme azul. Algunas eran más delgadas, más altas y hasta más bonitas, pero ninguna me gustaba como Chony. Si algo definía su personalidad era que no se peleaba con nadie; donde estuviera generaba una atmósfera tranquila, contraria a la que yo vivía todos los días en mi casa. Como uno siempre quiere lo que no tiene yo quería a Chony.
Me preocupaban los centímetros que me llevaba de estatura, los años que me llevaba de edad y la cara que iban a poner mis padres cuando se enteraran. Imaginaba a las estatuas de los santos de la iglesia del Claret rodeándome y riéndose de mí. Estando con ella era fácil notar que ella todavía no sabía nada de lo que yo sentía. Para terminar con eso la invité al cine Taricco. En esa sala, que quedaba a una cuadra del Colegio Claret nos habíamos colado con Alfonso en sus funciones continuadas. Ese día me vestí con la ropa que había dejada preparada sobre una silla desde el día anterior. Toqué el timbre y apareció la sonrisa de Chony; una voz venía de atrás del pasillo.
—¿Adónde van? —preguntó Alfonso.
Terminamos yendo los tres al cine. Chony se sentó en el medio. Mis ojos pasaren menos tiempo mirando la pantalla que a la mano de ella, sobre la que estuve por poner la mía, pero no me atreví porque estaba Alfonso del otro lado.
Al día siguiente fui con la excusa de pedirle otra novela de Julio Verne. Estábamos los dos solos en el terreno del fondo justo enfrente de la casilla abandonada cuando le iba a decir: “Vos sabés que te quiero”, pero de mi boca salió:
—Vos sabés que todos te queremos. —Los hoyitos en las mejillas le enmarcaron la sonrisa que me dispensaba a cambio del cumplido. Mientras tanto y yo estaba preocupado pensando si la cobardía se me notaba en la cara.
Hice un esfuerzo enorme para no volver a su casa enseguida. Me prometí a mí mismo ir a verla no bien terminara de leer el libro. Me apuraba con cada párrafo, pero después tenía que volver atrás porque mi mente había estado en otra historia y no en la Verne.
Al fin llegué a la última página. Crucé la calle cargado de coraje, dispuesto a declararme. Ella me recibió con la encantadora sonrisa de siempre. Sin dejarme decir palabra, tomó mi mano y me llevó al living. En uno de los sillones estaba sentado un desconocido.
—Te presento a Carlos, mi novio —dijo Chony.
Al volver a casa, mi padre dio la noticia de que nos mudábamos lejos de La Paternal. Mi madre pensó que era un milagro, yo también. Jamás volví al barrio.
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