sábado, julio 11, 2009

José de Portobello.

José dio vuelta las sillas y las colocó sobre las mesas. Después baldeó el piso de cerámica. Esa noche había venido mucha gente a cenar. El restaurante de pescados y mariscos avanzaba viento en popa. La madre de José tenía un don en las manos. Los gustos y aromas que lograba del pulpo, el bacalao y la empanada a la gallega corrían boca en boca por todo Madrid. La cocina española carecía de secretos para ella. Como todas las noches, se persignó y rezó un padre nuestro de agradecimiento después de apagar la cocina. El padre de José mojaba el bigote canoso con su labio inferior mientras contaba el dinero de la caja. Los ingresos aumentaban al ritmo de la fama del establecimiento.

José cerró la puerta del local donde un letrero invocaba “Atendido por sus propios dueños”. Sus padres, que nunca habían aprendido a manejar, lo esperaban en el auto. Durante el viaje el padre repitió su frase preferida: “Mi restaurante no cerró un solo día en cuarenta años”. Lo había inaugurado un año antes del nacimiento de José, único hijo del matrimonio.

No bien llegaron a la casa, José se cambió de ropas y salió a recorrer las discotecas de Madrid. Esa madrugada iria a Ananda y Moma; la anterior había visitado Kapital y Duom.

Una noche en el restaurante, cuando el padre de José contaba el efectivo de la caja, se dio cuenta que faltaba dinero. Se derrumbó en el piso. Los billetes cayeron sobre él, desparramándose sobre la cerámica. El infarto le provocó un dolor extremo. Un grito terminal cortó por la mitad el silencio del local. José y su madre dejaron sillas y cacerolas para llegar al minuto póstumo. “No-ven-das-el-res-tau-ran-te”, fue lo último que le dijo el padre a José. La madre se santiguó antes de llorar.

Cuatro meses después del funeral, José y su madre firmaban los boletos de venta del restaurante y una propiedad sobre la Gran Vía. El último de los muchos papeles que firmaron, uno amarillo, era el de una transferencia. Los ahorros de cuarenta años viajaban a Panamá por “cable”. José los seguiría en avión.

En el aeropuerto, la madre, vestida de negro de pies a cabeza, le hizo hacer mil promesas: Que se cuidaría, que se casaría y que pronto le daría un nieto. Desde los puestos de control de pasajeros, José, descalzo y con los zapatos en la mano, miró por última vez a su madre. Ella hizo la señal de la cruz en el aire. Era la manera en que imploraba protección para su hijo.

“Sanscrito”, la discoteca más grande de Portobello, estaba ubicada frente a las playas del Caribe. Hasta ahí habían llegado Cristóbal Colon, el Pirata Morgan y José en busca de fortuna.

Milagros, una mulata exuberante, gritó al oído de Jose que volvía al escenario. Él le dio un beso en la boca, antes que ella retornara a su trabajo. Había que gritar fuerte para que se oyera. La música “tecno” hacía vibrar hasta el cuerpo más rígido, como el del español.

La oficina de José estaba al fondo y arriba del local. Desde el escritorio se podía observar toda la discoteca a través de un enorme ventanal. El vidrio blindado y el material aislante de las paredes amortiguaba solo una parte de la música que hacia bailar a Milagros. José mojaba su labio superior con el interior del inferior. Abajo, cientos de personas levantaban los brazos aclamando a Milagros. Ella se quitaba la ropa al ritmo de la música.

José encendió un habano. Exhaló el humo de la victoria, en forma de anillos. Le había ganado a su padre. Miró su Rolex. El sábado estaba a un minuto de fundirse con el domingo. En Madrid era la hora en que su madre se preparaba para la misa dominical. En los seis meses que llevaba en Portobello, Jose llamaba a su madre todas las semanas. Pulsó una tecla y al “Hola” le respondió con un “Mamá, me caso”. “Un milagro” dijo ella. Él contestó: “Así se llama. Tendrás nietos desde la semana que viene. Mili tiene dos hijitos”.

viernes, julio 10, 2009

Indocumentados

Los hombres mas ricos del mundo, cansados de pagar tantos impuestos, decidieron fundar su propio país. Compraron una isla donde realizaron la mejor urbanizacion del planeta, rodeada por yates lujosos. Contrataron mucamas, jardineros y otros trabajadores. Muchos de ellos ingresaron ilegalmente.

Una reunión de los nuevos ciudadanos fue convocada con urgencia. Todos simularon sorprenderse. Un ex-ingles propuso una solución: Organizar grupos de la "caza del zorro" para capturar inmigrantes ilegales. Pero, triunfó la posición de un ex-norteamericano: Perseguirlos con una ley de inmigracion. Asi se hizo. Se permitio permanecer en la isla a los ilegales, pero sin derechos. Estos ciudadanos de segunda vivian bajo la amenaza permanente de la deportación. El ex-norteamericano tenia razon. Llegaron tantos indocumentados que bajó el costo de la mano de obra.

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